¿Murió Hermida? No, noo, nooo, ni hablar

Carmelo Rivero
 
La muerte de Jesús Hermida nos eclipsa. Encarnaba una de las etapas más creativas e innovadoras de la comunicación española, y del periodismo español, que se asocia al oficio de televisión de autor, del último tercio del siglo XX. Su estampa era la del comunicador global, el periodista que se adelantaba a un período de eclosión de la tecnología, con las crónicas emocionales de Nueva York, ‘interpretadas’ como si conociera de antemano que el género llamado a imponerse en el medio era el del reality show en todos los ámbitos de la pequeña pantalla universal. No era todavía el momento de Internet, ni de redes que se parezca, era la era de la caja tonta todavía, y ya estaba Hermida en los años 60 y 70 y 80 y 90 haciendo la televisión de mañana, solo delante de las cámaras como un Leonard Cohen solo ante el micrófono con la voz, sin los cánones convencionales del periodismo televisivo, que imponía un lenguaje robotizado y mimético del presentador clon. Mi primer recuerdo de un periodista célebre de ‘carne y hueso’ fue Jesús Hermida en la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad. En la antigua sede de ‘la Caja’, el periodista mediático del alunizaje de 1969 y los entierros de los hermanos Kennedy y los ‘cacahuetes’ de Jimmy Carter y la vida norteamericana de exportación nos deleitó con una conferencia sobre sus peripecias y confesiones detrás de las cámaras. Hasta allí me llevó  mi padre, persuadido de mis primeras inclinaciones infantiles. Conocíamos a Hermida en la era dorada de la TVE hegemónica, pero él nos contó aquella tarde su vida cotidiana en el país de los amos del mundo, entre los rascacielos. Y en cierta forma me reafirmó en esta vocación adictiva que me iba a durar toda la vida. Luego, mucho tiempo después, lo entrevisté con motivo del 40º aniversario del llegada del hombre a la Luna, el mismo hombre que años después posaría su huella en esta isla: Neil Armstrong. Y Hermida se mostró cordial como era costumbre en él con los colegas, generoso en regalar sus experiencias, con la sencillez de vuelta de una carrera en la cima que le generó una fama desmesurada, y por ello, quizá, una falsa apariencia vanidosa que sus imitadores agradecían para exagerarle los tics con exitoso histrionismo. Muchos compañeros le agradecerán siempre sus pequeños y grandes consejos sobre el ‘arte’ del periodismo hablado, cuando ya retirado daba clases de formación a la cantera. Déborah Sabina, que fue compañera mía en la SER y alumna de Hermida en Madrid (a su vuelta a España, fueron muy conocidas las denominadas ‘chicas Hermida’, que lo acompañaban en el formato magacín de las mañanas), me habló una vez de su cercanía docente y de la empatía de su ejemplo profesional. El maestro de las cámaras inventó a su antojo el contramanual de la telegenia. Lo había hecho de corresponsal y después lo maduró como conductor de telediarios y debates: agitaba las manos en el aire contra toda ortodoxia, ladeaba la cabeza intencionadamente y hablaba como si lo hiciera desde un columpio procurando vocalizar como un actor de teatro en medio de una función. Y todas esas normas antitelevisivas pasaron a ser canónicas. Los presentadores, antes acartonados, se despojaron de prejuicios y  miedos. Lo vamos a echar de menos. La entrevista que le hizo al rey don Juan Carlos en las postrimerías (de ambos) fue criticada por bondadosa. Sin embargo, creo que, como tantas veces ocurre, ese diálogo, alejado de las fijaciones del momento, podrá ser revisionado como una más de sus demostraciones de naturalidad televisada, de periodista caído del cielo como en una escena de guiñoles donde la gracia no estuviera en los mamporros sino en la gestualidad. Los hogares españoles conocían y querían a Hermida. ¿Cuál era su secreto? No hay que darle vueltas. La televisión tiene guardada bajo siete llaves esa respuesta. Nadie lo sabe. Nadie sabrá jamás por qué alguien sí y alguien no le cae simpático a esa señora. Era un periodista tocado por el ángel catódico, que a unos los hunde en la miseria y a otros los eleva a los altares. Acabo de conocer la noticia del infarto cerebral que lo mató y me dio mucha pena. Yo creía que Hermida iba a estar siempre ahí. ¿Murió Hermida? Él habría bromeado fiel a su prosopopeya: “No, noo, nooo, ni hablar”

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