Opinión

Brexit, o la encrucijada de la Europa de los ciudadanos

John Carrivick. Vicepresidente de Eurocitizens/The Diplomat

Érase una vez que unos grandes estadistas de la talla de Monnet, Schumann, De Gasperi, Adenauer y Winston Churchill y los demás “Padres de Europa” compartieron un gran sueño. Un sueño en que las naciones soberanas de Europa se juntarían por fin en paz y armonía en vez de quedarse divididas y destrozadas por las guerras que han plagado nuestro continente durante tantos siglos.

Sus cimientos sería la cooperación, la mutua confianza y el comercio. Las leyes y normas compartidas serían sus ladrillos, pero el mortero que mantendría en pie toda la estructura sería la comunidad a que iba servir, los seres humanos, los hombres, mujeres y niños de Europa, la gente como nosotros.

En esta nueva Europa, la que hoy conocemos como la Unión Europea, nosotros los ciudadanos tendríamos libertad para vivir, trabajar, abrir negocios, proporcionar habilidades y servicios tan fácilmente en Berlín como en Bratislava, en Manchester como en Madrid, en Barcelona como en Birmingham: ciudadanos europeos no solo de palabra sino por la vía de los hechos.

Y fueron muchos los europeos que aceptaron los retos y las oportunidades de esta nueva Europa. Personas que se pusieron en marcha para crearse nuevas vidas en otros países europeos. Tres millones de europeos continentales que se hicieron nuevos hogares dentro del Reino Unido; más de un millón de británicos que viajaron en la dirección opuesta, muchos de ellos aquí en España.

Gente con energía, sentido común, valor y empuje. Personas con las habilidades lingüísticas y el don de gentes que les permitió desarrollarse y medrar en entornos desconocidos. Personas que se casarían y criarían a sus hijos en sus nuevos hogares adoptivos, implicándose en sus nuevas comunidades, como voluntarios, muchos de ellos como concejales municipales. Precisamente el tipo de persona que dice necesitar el gobierno británico para su propio sueño de una Gran Bretaña Global.

“Nos ha decepcionado que los negociadores no hayan superado la vieja mentalidad ‘fronteriza’ de los 40 y 50″

Leímos el prospecto, nos gustó lo que vimos y votamos con los pies. Vinimos, vimos y nos quedamos. El prospecto no mencionó ninguna fecha de caducidad. Nadie nos dijo que las decisiones que tomamos que determinarían el resto de nuestras vidas, basadas en nuestra apuesta por la visión europea pudieron quedar en agua de borrajas gracias no a una guerra o a una catástrofe natural sino debido a la incapacidad de nuestros propios políticos para proteger precisamente a los mismos ciudadanos que personifican el sueño europeo.

Cuando se publicó el borrador del Acuerdo de Retirada, descubrimos lo que la Comisión Europea se sintió obligada a sustraernos y lo que nuestro propio gobierno estaba dispuesto a vernos perder independientemente de su impacto sobre individuos, la supervivencia de empresas o la unidad de familias. La pérdida de la libertad de moverse entre Estados Miembros para vivir, establecer un negocio, o proporcionar servicios fuera de su Estado Miembro de Residencia. El derecho de quedarse en Malta, pero sin posibilidad de establecerse en Italia, el derecho de mantener la residencia en Chipre, pero no de mudarse a Grecia, la posibilidad de seguir viviendo en Luxemburgo, pero sin derechos en las vecinas Alemania, Bélgica o Francia.

Hace tan solo dos semanas, algunos entre nosotros fuimos invitados a participar en una videoconferencia con Robin Walker, Ministro Adjunto de DExEU, el ministerio encargado de negociar la salida del Reino Unido de la Unión Europea y cuyas responsabilidades incluyen los derechos de los ciudadanos. Digo videoconferencia, aunque él nos pudo ver a nosotros, pero nosotros no pudimos verle a él. Un augurio no muy prometedor para una administración que pretende resolver las cuestiones fronterizas pendientes gracias a la tecnología.

El ministro dejó claro tres cosas. Primero, el Acuerdo de Retirada estaba definitivamente cerrado en lo que se refiere a los derechos de los ciudadanos. En segundo lugar, cualquier cuestión pendiente tendría que resolverse en un Segundo Acuerdo que establecería la nueva relación entre el Reino Unido y la Unión Europea. Finalmente, nosotros deberíamos tenerlo claro que nos encontrábamos inmersos en un proceso de negociación y que nuestros derechos tendrían que jugárselos en compañía con las cuotas de pesca o la defensa de las empanadas de Cornualles, de las tartas de Dundee, del vino de La Rioja o del queso parmesano.

Una confirmación inesperada por no decir no grata de que siempre hemos sido moneda de cambio desde el principio y, además, una moneda de cambio más que prescindible.

Nos ha decepcionado mucho que los negociadores no hayan sido capaces de superar la vieja mentalidad “fronteriza” de los años 40 y 50, lejos del espíritu de la nueva Europa que se decía la iba suplantar. Aquellos entre nosotros que hayamos apostado nuestros futuros en la visión europea ya no seremos considerados conciudadanos sino como nacionales de un tercer país. Quizás, al aspirar a mantener la ciudadanía europea que creíamos haber ganado a pulso, el ministro cree que hayamos pecado de ambiciosos, porque es un hombre de honor, como también son hombres de honor Michel Barnier y David Davis. No nos desean ningún daño por mucho que se hayan demostrado incapaces de alejarnos de los peligros que se nos avecinan.

Por una parte, Theresa May nos prometió: “Desde el mismo principio de las negociaciones del Reino Unido para abandonar la Unión Europea, he dejado claro y de forma consistente que la protección de los derechos, tanto de los ciudadanos comunitarios residentes en el reino Unido y de los nacionales británicos residentes en la Unión Europea, era mi primera prioridad”.

Mientras que, por otra parte, Michel Barnier nos decía que “estos hombres, estas mujeres, estas familias deben poder seguir vivir del mismo modo que hoy en día, durante la totalidad de sus vidas”. Durante la totalidad de nuestras vidas.

Representamos menos del 1% de la población total de la Unión Europea y nuestros números menguarán de forma inexorable con el paso de los años. Y, sin embargo, después de dos años de suspense y angustia, todavía no sabemos cómo serán nuestros derechos. Tenemos razones bien fundadas para sospechar que no sólo serán menos y más pobres que los actuales, sino que además van a cambiar nuestras vidas, con el cierre de muchos negocios, pérdidas de empleos, y el regreso a sus países de origen, obligados por circunstancias económicas, de muchos que se sentirán ya forasteros en sus antiguas comunidades después de tantos años fuera. Para la mayoría de nosotros, los problemas irán mucho más allá de otros que solo tendrán que tramitar una carte de séjour para seguir viviendo en su castillo francés o encontrar un colegio para sus hijos europeos mientras que simultanean cobrar la pensión de exdiputado europeo y proferir insultos contra las instituciones europeas.

No puedo sino mencionar una excepción honorable al tratamiento que hemos recibido a manos de las administraciones europea y británica en la forma de la empatía y apoyo que hemos recibido desde el Parlamento Europeo y de su coordinador de Brexit, Guy Verhofstadt. En general, los diputados europeos nos has demostrado una mayor comprensión de nuestra situación, de nuestras aportaciones a nuestros países anfitriones y de los problemas que enfrentamos que cualquiera de las partes negociadoras. Es una ironía de la vida que hoy podemos votar en las elecciones europeas y municipales, pero muchos de nosotros no podemos votar en las elecciones nacionales, ni en nuestros países adoptivos ni tampoco en nuestros países de origen. Muchos de los británicos en Europa tampoco pudimos votar en el referéndum sobre el Brexit. Pronto, ya no podremos votar en ninguna elección en ningún sitio.

El gran edificio europeo no se va a desmoronar por culpa del Brexit, pero el Parlamento Europeo, por lo menos, es consciente de que, si se puede sacrificar los derechos de algunos de sus ciudadanos por motivos de conveniencia política, una de sus piedras angulares habrá empezado a erosionarse silenciosamente desde dentro.

Hoy es un día triste, cuando lamentamos no solo la pérdida de nuestros derechos y un modo de vivir, sino además la incapacidad tanto del gobierno británico de proteger a sus propios ciudadanos como la de la Unión Europea a mantenerse fiel a su propia esencia.