Opinión

Chalecos amarillos

José María Peredo Pombo. Catedrático de Comunicación y Política Internacional de la Universidad Europea de Madrid/La Razón

Los sans cullotes no llevaban calzones como los ricos burgueses y los aristócratas durante la Revolución Francesa. Vestían pantalones de paño largos de rayas, y chaquetas carmañolas para destacar su pertenencia a las clases sociales pobres y desfavorecidas, agrupadas en un movimiento radical revolucionario que lideró la toma de la Bastilla, se hizo fuerte en el Ayuntamiento de París y forzó la decapitación de Luis XVI. En la muy racional estructura política de la Revolución Francesa, se situaron a la izquierda de los jacobinos para recoger del suelo las cabezas guillotinadas de los nobles y lucirlas en sus picas. Fueron el azote de la calle y los primeros soldados del ejército revolucionario. Y luego, a medida que la locura y el desastre avanzaban, se unieron a los violentos hebertistas, a los enrabietados anarquistas y los (pre) comunistas del cura Roux. El gorro frigio que llevaban en la cabeza ha pasado a la historia contemporánea como un símbolo de la libertad, cuyo heredero es, para bien de todos los europeos, Emmanuel Macron.

A los pocos centenares de chalecos amarillos que han incendiado París de manera violenta, cobarde e injustificada, no les importa nada el precio del diésel ni el poder adquisitivo de los salarios, ni ninguna otra cuestión que no sea Emmanuel Macron. Vestido con un traje burgués, con pantalones heredados de la revolución que nos hizo libres e iguales ante la ley, porque ante Dios ya lo éramos, el presidente francés ha vivido los embates de la izquierda y la derecha antisistema que por ambos lados fustigan su éxito, que consiste en mantener Europa unida, Francia liberada y el progreso global en marcha. Con los franceses a la cabeza, algo que no soportan las derechas ultranacionalistas ni las izquierdas envenenadas, porque el triunfo de Macron, es el éxito del proyecto liberal que empezó a construirse en la Europa y la América ilustradas y racionales del siglo XVIII.

Después llegó la revolución de 1830, la de 1848 y luego la Comuna de París de 1871. Todas ellas en la ciudad de la luz, y de la libertad vestida para siempre sin calzones. Y finalmente el mito de mayo del 68. Aquella amalgama de niños europeos de papá que gritaban soflamas anti sistema y contra De Gaulle, solitario símbolo de la precaria dignidad francesa durante el conflicto más importante de la historia contemporánea y más terrible de la humanidad, la entonces reciente segunda guerra mundial. Aquel mayo del 68 se produjo pocos meses después de iniciarse la primavera de Praga donde los checos liberales se habían movilizado contra la tiranía comunista. Quién podría dudar de que los hábiles soviéticos, entonces, activaron a las izquierdas europeas para que salieran a la calle para desestabilizar la democracia francesa. Quién puede dudar ahora que las influencias internacionales anti democráticas han vestido con chalecos amarillos y sacado a la calle a unos pocos cientos de modernos sans cullotes.