Democracias o guerras

José María Peredo Pombo. Catedrático de Comunicación y Política Internacional de la Universidad Europea de Madrid/La Razón

Pie de foto: Imagen de un misil JASSM lanzado desde un avión B-1B

Michael Doyle en su artículo “Liberalism and World Politics” (1986) demostró que las democracias liberales no se enfrentaban entre sí y Jack Levy poco después afirmó que la paz democrática podría considerarse como, “lo más cercano que tenemos a una ley empírica en las relaciones internacionales”. Luego, en los años 90, Francis Fukuyama convirtió aquella conclusión científica en una falsa hipótesis asegurando que el triunfo de las democracias frente al autoritarismo comunista habría desembocado en el final de la historia. La ciencia y la conjetura sólo caminan de la mano por el camino del error. Un atentado atroz en 2001 hizo que estallara la semilla del odio dentro y entre las democracias victoriosas y puso en marcha la historia, supuestamente detenida. Una vez atacada de manera inesperada y espeluznante, la democracia iba a responder con igual o mayor virulencia que cualquier otro régimen que no fuera consciente de sus limitaciones morales, sus valores y sus procedimientos.

El 11S arrastró a los americanos a otro Vietnam. A proyectar una imagen desoladora de las democracias liberales, escondidas entre los escombros de Oriente Medio y los sillones de los organismos internacionales. Cuando Barack Obama ganó las elecciones norteamericanas para restituir el valor de la paz democrática reconoció en su discurso que éste era el motivo de su victoria: “por si hay alguien ahí fuera que dudaba sobre la fuerza de la democracia esta noche tiene su respuesta”. Pero como la política es un organismo inquieto, ocho años después Donald Trump ha vuelto a debilitar la democracia liberal con su campaña y su victoria.

Yascha Mounk y Roberto Foa, han publicado recientemente un artículo en la revista Foreign Affairs, titulado “The end of the democratic century”, en el cual no se advierte sobre el fin de la historia, si no sobre el final de la democracia. Pero en ese proceso final, Donald Trump representa tan sólo uno de los naipes que derriban a un castillo más frágil de lo que habíamos imaginado durante décadas.

La hegemonía y el liderazgo económico que las democracias norteamericanas, europeas, australes y japonesa, han ejercido durante la segunda mitad del siglo XX se ha diluido. En primer lugar, porque el peso de estos países en términos comparativos y absolutos ha decrecido de forma constante en los últimos 15 años y, de manera más notable, en los años de la crisis económica. En 1990 los países “no libres” o “parcialmente libres” (terminología del Freedom House) representaban un 12 % del ingreso global y ahora superan el 33%. Y de los 15 países con rentas per cápita más altas, dos tercios son regímenes no democráticos. En los próximos años, además, el peso de las economías de Irán, Rusia, China o Arabia Saudí podría superar a las economías occidentales.

A la creciente debilidad económica de las democracias, provocada por razones diversas que señalan a la globalización como responsable, pero que olvidan a la corrupción, el mal gobierno, la especulación y la codicia como pecados capitales, hay que añadir el deterioro de su poder blando y de su capacidad de atracción. Según Mounk y Foa, los sistemas liberales han tenido éxito gracias a la relativa igualdad sobre la que se han construido, la mejora constante en los ingresos y las expectativas de futuro de la sociedad, y la superioridad de su bienestar con respecto a los modelos autoritarios y pseudo democráticos. Lo cual ha producido fascinación y un alto nivel de imitación del modelo liberal, de sus patrones de conducta, formación y consumo y, en general, de su estilo de vida. Los países del centro y del este de Europa se lanzaron a cruzar el muro del comunismo, en busca de una Unión Europea libre y democrática, pero también próspera. Y sin embargo hoy, países como Polonia y Hungría cuestionan el acierto de su decisión, mientras Turquía abandona su interés por las antaño ansiadas comunidades europeas, y los populismos reniegan de Europa.

Con unos canales de comunicación propios y cada vez más influyentes y con estrategias de debilitamiento de los sistemas liberales, los autoritarismos pretenden hacer visibles y creíbles sus modelos entre las llamadas democracias emergentes, India, Indonesia, Brasil, y en países de Latinoamérica, Asia y África. Mientras tanto, el naipe de Donald Trump derrumba la alianza de las democracias basada en el libre comercio, la seguridad, y en la Gran Estrategia en torno a los valores liberales.

Un reciente artículo en The Economist, “Picking up the pieces”, explicaba cómo, ante el liderazgo ausente de los Estados Unidos y la creciente influencia de los autoritarismos iliberales, las democracias han comenzado a caminar sin Trump, para detener la caída del orden liberal y recomponerlo tras su marcha. El D10, que reúne a las diez democracias más prósperas, - las norteamericanas, Reino Unido, Francia, Alemania, Italia y la UE, Japón, Australia y Corea del Sur -, ha puesto en funcionamiento mecanismos y acuerdos comerciales, foros e institutos para revitalizar su papel global. La Democratic Order Initiative, liderada por Madeleine Albright y otros oficiales y líderes políticos; la Allianze for Democracies Foundation; o el propio foro de Emmanuel Macron, Paris Peace Forum, son iniciativas de muy reciente creación. 

Si la tesis de Levy en 1989 se pudiera confirmar, a día de hoy la paz democrática sería una improbable conclusión. A no ser que los autoritarios reorientaran el sentido de sus regímenes hacia los fundamentos democráticos. Que los emergentes se sintieran más atraídos por nuestras libertades. O que las democracias asumiéramos nuestro deterioro, y trabajáramos para reconstruir un sistema más justo y pacífico.

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