Desnuclearización

José María Peredo Pombo. Catedrático de Comunicación y Política Internacional de la Universidad Europea de Madrid/La Razón 

Si la guerra, como decía Clausewitz, es la continuación de la política por otros medios, la desnuclearización es uno de los caminos de la diplomacia en el siglo XXI. Tras alcanzar la cima espeluznante de 64.500 cargas nucleares en 1986, el presidente Reagan y el secretario del PCUS Gorbachov firmaron el tratado START sobre Reducción de Armas Estratégicas que entró en vigor en 1991, en plena hecatombe de la utopía comunista, antiliberal y negacionista del progreso. Aquel diálogo entre las dos superpotencias atómicas venía de los acuerdos SALT, para la limitación de armas. Y se prolongó en un segundo tratado de reducción de cabezas nucleares que expiró en 2009 y que fue renegociado y aprobado por Obama y Medvedev en 2010. Los americanos mantienen hoy alrededor de 4.700 modernos ingenios globalicidas. Los rusos, 4.500. El resto de países nucleares, que son pocos gracias al Tratado de No Proliferación, no cuentan en esta competición internacional de potencias con capacidad de destruir, destruirse, autodestruirse y destruir toda forma de vida.

Resulta un tanto extraña esta forma de progreso. Esto de construir armas de destrucción masiva para disuadir al enemigo, hacerte fuerte, sembrar la amenaza y finalmente limitar y reducir los arsenales hasta provocar la confianza recíproca en vez de la destrucción mutua asegurada de los años de la guerra fría. Pero, aun siendo extraña, es una forma de progresar en la política, la gobernanza y la paz. El TNP, las cinco potencias nucleares y los tratados específicos han logrado que sólo tres países más, quizá cuatro, incluido Corea hayan desarrollado capacidad atómica. Irán lo ha intentado. Y otros. Pero la firmeza en las convicciones de potencias y poderes internacionales y, naturalmente, la defensa de sus propios intereses ha impedido la proliferación. Las circunstancias de la historia, por su parte, han disuadido al conflicto nuclear.

Corea del Norte puede tener una decena de cabezas nucleares. Alguna muy potente, de 60 kilotones. Ha realizado seis ensayos nucleares frente a los 1.032 ensayos norteamericanos. Por supuesto, no tiene submarinos con propulsión nuclear (solamente cinco fuerzas navales los poseen), ni portaviones nucleares (Estados Unidos tiene 11 de los 12 existentes). Pero puede alcanzar Tokio y Seúl. Representa una amenaza para la seguridad regional y estratégicamente es una potencial amenaza global.

Para Estados Unidos, el acercamiento diplomático al régimen norcoreano es un desafío exterior. Significa recuperar el debilitado liderazgo político en la región de Asia Pacífico utilizando una materia, la desnuclearización, donde no tiene rival. Si fuera capaz de generar un nuevo marco de seguridad, incrementaría su rol como única potencia global imprescindible y reduciría el riesgo de reactivación de una segunda guerra fría en la zona, de consecuencias inciertas y geopolíticamente abiertas. Fortalece su influencia en los países aliados y abre la puerta al entendimiento con terceros estados. Si fuera capaz de generar credibilidad en torno a los principios democráticos y la estabilidad estratégica puede revitalizar el apoyo de otras democracias en organismos multilaterales. Y equilibrar la influencia de China y de otros sistemas oligárquicos o iliberales en la región y en otras zonas periféricas.

Manejar las negociaciones en términos regionales tiene una enorme complejidad. Corea del Sur vive el proceso como un asunto interno y bilateral al mismo tiempo. Vive con igual pasión el temor ante el fracaso y la ilusión de la reunificación. Japón es la pieza clave de un puzzle sobre el cual no puede poner la última ficha por motivos históricos: la dominación imperial sobre Corea; económicos: el peso creciente de sus rivales chinos y coreanos; y políticos: el fantasma del aislamiento. China ve la oportunidad para cerrar un acuerdo que le permita compartir poder y credibilidad con los norteamericanos y construir un nuevo escenario de “dos sistemas y un estado” en Corea y proyectarlo a medio y largo plazo sobre Taiwan.

Donald Trump se encuentra en un momento trascendental de su política exterior. Puede cerrar heridas del pasado, en vez de abrirlas con una doctrina aislacionista llena de incertidumbres. Asumir el daño de las 650.000 toneladas de bombas que según algunos analistas arrojó su país sobre Corea del Norte entre 1950 y 1953. Y quien sabe si renegociar el tratado contra el programa nuclear iraní impulsado por Obama y el resto de potencias internacionales. Todo un desafío.

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