El ombligo y la cuchilla

Guillermo Gayà (*)

Todos los europeos del sur nos planteamos que en cualquier momento nos puede tocar sacar el pasaporte y emigrar. El 25% de paro y los salarios a la baja en España, la esclerosis económica en Francia, el látigo de los recortes públicos en Portugal e Italia, o la falta de perspectivas vitales en Grecia, por poner algunos ejemplos de fenómenos que se repiten en toda la ribera mediterránea, están provocando el éxodo de trabajadores hacia el norte de Europa, Estados Unidos, y algunos países asiáticos. Estos nuevos emigrantes que llenan los aeropuertos del viejo continente son mayoritariamente jóvenes que llevan bajo el brazo títulos universitarios y certificados de cualificación de los más diversos saberes: el talento y la energía se escapan por las venas abiertas de la Europa latina. Un verdadero drama para el futuro de estos países, que difícilmente recuperarán la inversión pública que ha supuesto la formación de estos cerebros en fuga.

Esto andaba pensando el otro día cuando, ante el televisor, me topé de nuevo ante la imagen de la valla. Me refiero a la de Melilla, ese triple telón de acero trufado de cuchillas a las que el gobierno español llama eufemísticamente “concertina”. Las impresionantes escenas captadas por los reporteros gráficos de inmigrantes africanos asaltando esa valla organizadamente, a centenares, enfrentándose a la policía española, sufriendo en sus carnes las heridas de las cuchillas o rompiéndose los tobillos al caer me dejaron petrificado frente a la pantalla. Ya en las calles de la ciudad española, rebosantes de alegría, un grupo de estos jóvenes africanos gritaban “¡bosa, bosa!” (victoria) al saberse ya en territorio europeo.

Esa valla es uno de los símbolos del abismo que separa a nuestros continentes más que un mar Mediterráneo convertido también en una de las fronteras más duras y mortíferas del mundo. Ese mar que, pese a todo, sigue bañando a un norte rico y a un sur pobre, y donde según ACNUR unas 25.000 personas han muerto en la última década en su intento de entrar clandestinamente en territorio de la Unión Europea. Por mucho que los países del sur de Europa atraviesen la peor crisis económica desde los años treinta, una crisis que empobrece a amplias capas sociales, el viejo continente no deja de atraer a millones de africanos hambrientos y sedientos de una vida mejor. Las estadísticas demuestran que el fenómeno de la inmigración irregular no se ha reducido de manera significativa durante la crisis.

El otro icono de esta tragedia es Lampedusa, la pequeña isla italiana situada frente a las costas de Túnez y que está siendo escenario de espeluznantes naufragios de barcazas con centenares de inmigrantes. La presión migratoria en esa frontera ha ido en aumento en los últimos meses y desborda al gobierno italiano. Recientemente, Roma ha solicitado la ayuda de sus socios de la UE para hacer frente a esta emergencia humanitaria, argumentando -con toda la razón- que se trata de una problemática europea que merece una respuesta solidaria de todos los Estados miembros. En el año 2013 arribaron a Italia 43.000 inmigrantes indocumentados por vía marítima. Tan sólo en lo que llevamos de año la cifra es de 40.000. Muchos de ellos parten de Libia, que desde el desmoronamiento del Estado que siguió a la caída del dictador Gadafi se ha convertido en la puerta africana de entrada a Europa. También la situación de inestabilidad política en Túnez desde la revolución de 2011 ha favorecido la emigración de africanos dispuestos a jugarse la vida en el mar para llegar a la orilla norte.

¿Por qué lo hacen? ¿Acaso no se han enterado de que la deprimida Europa no les depara precisamente un comité de bienvenida? Claro que se han enterado. En la era de Internet, los migrantes saben perfectamente a qué se arriesgan y la áspera vida que les espera al otro lado de la valla. Pero también saben muy bien de dónde vienen: muchos de ellos proceden del infierno, de lugares donde no se puede comer cada día, o donde la libertad es pisoteada por déspotas (a menudo apoyados por Occidente). ¿De qué nos quejamos? Nuestro ombliguismo y nuestros lamentos eurocéntricos parecen poca cosa cuando nos damos cuenta de cuál es la situación al sur del estrecho de Gibraltar.

La inmigración procedente de África se va a mantener en los próximos años, por mucho que los gobiernos europeos intenten fortificar sus fronteras y diseñen leyes cada vez más restrictivas para los inmigrantes “sin papeles”. Es un fenómeno que no desaparecerá a pesar de los millones de votos obtenidos por partidos xenófobos como el Front National francés, el PVV holandés o la Lega Norte italiana en las últimas elecciones europeas. Y no va a desaparecer por dos razones: primera, porque el abismo económico y democrático entre ambos continentes sigue abierto. Segunda, porque el norte de África es hoy una zona más inestable de lo que lo era antes de las revoluciones árabes. Ni la demagogia ni el populismo pueden ocultar esta realidad. Sólo aceptándola tal como es podremos empezar a diseñar soluciones.

(*) Guillermo Gayà es periodista, trabaja en la televisión pública de Baleares y colabora con Atalayar. También ha trabajado como periodista en París, Irlanda y Afganistán. Catalán de origen, Gayà es un profesional vinculado a Marruecos y a otros países del continente africano como Senegal.

Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato