Opinión

La Francia de François Hollande y el Magreb

Por Ramón Moreno Castilla
Foto: La bandera argelina ondea en París, delante del Arco de Triunfo, durante una celebración.
 
Es indudable el peso geopolítico del Magreb y su importancia para Francia, la potencia colonizadora de Túnez, Argelia, Marruecos (junto con España) y Mauritania; a la que su condición de exmetrópoli le confiere cierta posición de dominio en sus excolonias hasta el extremo de ser el primer socio comercial de los países del Magreb, y el primer destino deseado por sus nacionales, dada la cantidad de familias magrebíes que viven en territorio francés. Las inversiones francesas y los viajes hacia los destinos turísticos de Túnez y Marruecos son tradicionalmente numerosos. Varios millones de franceses son de origen magrebí, lo que hace que las relaciones con sus respectivos países de origen sean muy importantes, y se trate de preservarlas. En el Magreb, en la vida cotidiana y en casi todos los estratos de la sociedad, se habla francés, que constituye en la práctica un segundo idioma, junto al árabe. La cooperación hacia estos países acapara las partidas presupuestarias más cuantiosas de la política exterior francesa; y abarca todos los ámbitos sensibles para Francia: desde la seguridad nacional (lucha contra el terrorismo, flujos migratorios), a la influencia cultural (una vasta red de centros culturales franceses, cooperación universitaria e investigación), pasando por los intereses económicos. Optimizar las relaciones con el Magreb es, pues, un reto esencial para Francia dado que estos países constituyen una plusvalía a los ojos de otros europeos, y gracias a ellos se podrá contribuir a desarrollar políticas de cooperación euromediterráneas fuertes y duraderas.    
 
Conviene tener presente que tras la ‘Revolución de los Claveles en Portugal’, el fin de la dictadura franquista en España y la caída del régimen de los coroneles en Grecia, la integración en la Unión Europea fue considerada por los europeos del Sur como un desenlace lógico; al tiempo que la caída del Muro de Berlín en 1989 hizo para los países del Este un hecho natural su integración en la UE. Las revoluciones árabes y su onda expansiva, en 2011, han colocado a todo el Mediterráneo bajo una exigencia democrática. En este sentido, el obstáculo de los valores que según los defensores del ‘choque de civilizaciones’ debía en principio separar las orillas Sur de las del Norte, está en fase de superación debido a los acontecimientos protagonizados por los pueblos árabes, decididos a ser protagonistas de su futuro. Túnez, el país más pequeño del Magreb, con su nivel educativo y a pesar de las desigualdades internas ignoradas sistemáticamente, fue el primero en levantarse por su libertad, su dignidad y el reparto justo de los frutos de su crecimiento. Este país, pese a su situación actual, experimentó un proceso político inaudito que reinventa cada día, y que hacen de él un auténtico laboratorio de los importantes cambios políticos que se operan en el mundo árabe. Es entre partidos políticos, islamistas o laicos, agentes económicos, actores sociales y sociedad civil, donde se dilucidan las relaciones de fuerza y donde se negocian las políticas. Marruecos ha impulsado un proceso político desde arriba, para frenar las protestas, haciendo posible un gobierno de coalición dirigido por un partido islamista moderado (Justicia y Desarrollo, PJD). 
 
En Argelia, el eco no ha sido menos fuerte y es motivo de preocupación porque recuerda las múltiples experiencias de insurrecciones y guerra civil vividas por este país desde décadas; lo que debe de ser un acicate para las reformas políticas y económicas necesarias, en correspondencia a las evoluciones de la región. Estos tres países del Magreb Central, unidos por su proximidad y por sus naturales complementariedades, podrían servir como 'success story' si, con la cooperación de Europa y, sobre todo, de Francia, lograran una óptima transición democrática y económica; que en el caso del Reino de Marruecos es evidente. La geografía, la demografía, los recursos naturales y los imperativos políticos defendidos por las “Primaveras Árabes” constituyen los ingredientes necesarios que harán de la integración de los países del Magreb un modelo exitoso, susceptible de ser implementado en otras regiones de África. El Magreb representa un ejemplo de la situación de los países del Sur y del Este del Mediterráneo (PSEM) en su conjunto. Estos ven cómo se superponen al mismo tiempo numerosos procesos que, históricamente, dentro de los países de la OCDE se han escalonado durante un periodo mucho más largo. Esos procesos ponen al descubierto enormes necesidades en términos de financiación y de saber hacer 'know how' para poder escapar del impasse de los sistemas anteriores, ya agotados. Las revoluciones árabes han demostrado nítidamente esas necesidades, enmascarándolas, como en el ámbito político, en una lógica de transición.
 
Los PSEM deben enfrentarse simultáneamente a diversos procesos. La transición demográfica, que en el caso de los países árabes empezara en el año 2000, supone la creación de numerosos puestos de trabajo. La transición energética, que aparece cuando las reservas de energías fósiles (petróleo y gas) empiezan a escasear; y para contrarrestarlas son necesarias cuantiosas inversiones para la implantación de otros recursos energéticos (renovables, hidráulicos, nucleares etc.). La transición económica que es consustancial al cambio, ya que se trata de pasar de la economía de renta (petróleo, gas, turismo) -la misma que tanto ha debilitado a Argelia- a la economía productiva, generadora de riqueza. Y la transición política que consiste en pasar del estatus de sujeto al estatus de ciudadano que toma partido en la gestión de lo político. Esta transición exige onerosos esfuerzos en términos de educación, acceso a los bienes culturales, pero también de la organización de la vida social y el espacio público. Que condiciona el camino hacia la libertad individual y está muy determinada por el estado de la economía y la capacidad de redistribución de la riqueza para cumplir con las promesas de la ‘Primavera árabe’ de 2011. El camino será, pues, largo e intrincado, bajo la espada de Damocles de una vuelta a fanatismos y populismos, tan nefastos y peligrosos, por otra parte. Todas estas transiciones, tanto tiempo aplazadas sine die por la colonización, los regímenes autoritarios y las economías patrimoniales se han puesto en marcha simultáneamente y deben llegar a buen término. Se trata de procesos de larga duración: dos o tres décadas -una generación- para llegar a cierto equilibrio. Y esto es poco si tenemos en cuenta el ritmo de la historia de Europa. 
 
Durante este proceso la UE tendrá que desempeñar un papel esencial: escuchar atentamente a diversos y nuevos interlocutores, descubrir potencialidades, acompañar evoluciones complejas y sugerir (¡nunca imponer!) vías de salida en el debate abierto con los países del Sur. No serán ni los americanos ni los chinos, los que ayudarán a los PSEM a llevar a cabo, a la vez, todas estas transiciones, sino más bien los europeos, si tienen la voluntad política para ello, y dado el destino común que la geografía y la historia les imponen. En este contexto, y en lo que se refiere a la integración de los países de la orilla Sur del Mediterráneo, Francia puede ser muy influyente si toma el relevo de sus socios europeos como agente de los espacios de concertación regional (5 + 5) y como interlocutor privilegiado de los países del Magreb con los que mantiene políticas de cooperación en todos los sectores. Si los amigos de Marruecos y de Túnez se comprometen con la clase política, las élites proclives a cooperar con Argelia deberían ser escuchadas por una razón obvia: las relaciones políticas franco-argelinas, víctimas de malentendidos recurrentes a lo largo de los últimos años, no se corresponden con los estrechos lazos personales, familiares, culturales, demográficos e históricos que vinculan a la sociedad francesa y a la argelina. La llegada de François Hollande al Elíseo ya planteaba, de entrada, grandes retos; pues, más allá de la dimensión franco-magrebí, lo que está en juego es crear una dinámica regional entre europeos y magrebíes. Y en este aspecto, la Unión Europea podría ser un acelerador de la UMA, desarrollando proyectos transmagrebíes y políticas regionales de  cooperación de todo tipo. Y sobre todo, a nivel político. Ya lo proponía François Mitterrand en 1982, en su discurso de Marrakech; lo que propició la puesta en marcha en 1990 del ‘5 + 5’: una estructura informal de diálogo entre los cinco países del Sur (Libia, Túnez, Argelia, Marruecos y Mauritania) y los cinco países del Norte (Portugal, España, Francia, Italia y Malta).
 
En definitiva, en el Magreb, el gobierno francés y la UE tienen hoy más que nunca unas oportunidades de encuentro y una historia común que asumir, independientemente de las vicisitudes que aquejan todavía a los países del Masherk (Egipto, Jordania, Líbano y Siria + Arabia Saudí, Sudán, Yemen, Irak, Qatar, Baréin, Omán, Kuwait y Emiratos Árabes Unidos). El Magreb está llamado a ser un eje ejemplar de cooperación con Europa para todo el Mediterráneo, siendo la magnitud de las transformaciones que están teniendo lugar un condicionante para el futuro de la propia Europa. En lo más profundo del imperativo mediterráneo que debe imponerse a los europeos, los cinco países del Magreb son el aliado natural de Francia. España tiene también un papel que jugar en el Magreb, para crear empleo y fomentar el crecimiento en el Sur. El futuro de España en el Mediterráneo y la mejor manera de relanzar el crecimiento español -en mi opinión-, es implementar proyectos en el Magreb. En el Sur hay mercado, dinero y mucho ahorro. En el Norte, las tecnologías ya están desarrolladas. Por tanto, se hace necesario utilizar y optimizar la complementariedad y la proximidad. Considero que de aquí en adelante será en el Magreb, más que en América del Sur, donde España encontrará su oportunidad de crecimiento, si consigue superar los ásperos debates que afectan a su relación con Marruecos -pese a la buena sintonía Real-: el contencioso larvado de Ceuta y Melilla, migraciones, acceso a los mercados europeos de la producción agraria marroquí, los controles fronterizos, y el espinoso asunto del Sáhara, teniendo en cuenta que España no es la potencia administradora del territorio (véase, el “Acuerdo Tripartito de Madrid”, de 14 de noviembre de 1975).