Opinión

Lo mejor de Trump

César Calvar

Lo mejor de la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump es el ataque de europeísmo que les ha entrado a los principales líderes de la UE. Berlin y Paris parecen haberse dado cuenta de que, para sobrevivir como actor global, a Europa ya no le sirve la estrategia de seguidismo de la política estadounidense que marcó la era Obama.

La principal diferencia entre Donald Trump y Barack Obama es que, a la hora de conducir la política exterior, el actual presidente no oculta su agresividad y su desprecio por el oponente, sino que alardea de ellos. Su antecesor, en cambio, prefería la seducción.

El cambio es brusco en las formas, pero no en la idea de fondo que tiene la administración norteamericana sobre su papel en el mundo: Estados Unidos se ve a sí mismo como el único país imprescindible de la Tierra y no participa en ningún foro, institución u organismo multilateral que no lidere ni actúe al servicio de sus intereses.

Por eso, para Europa es igual que Trump dijera hace 25 años en una entrevista que quiere un impuesto para cada Mercedes que circule por América, o que Obama declarara preocupado en 2012, durante lo peor de la crisis del euro, que “si una empresa quiebra en París o en Madrid, eso significa menos negocio en Pittsburgh o en Milwaukee”. Tras ambas afirmaciones subyace ese enfoque tan norteamericano de ‘lo nuestro primero’, que emana del error de pensar que aún hoy el resto del mundo necesita a los estadounidenses mucho más de lo que ellos necesitan a los otros países.

Y me parece un error porque, en un mundo donde la producción está globalizada hasta el punto de que cualquier aparato diseñado en Silicon Valley incorpora componentes de una veintena de países de Europa, Asia o África, ni siquiera el más poderoso de los gigantes puede funcionar descoordinado del resto de actores.

En este contexto resulta incomprensible la reciente pataleta de Trump contra Alemania, a quien amenaza con una guerra comercial a partir de acusaciones tan peregrinas como que su país tiene “un déficit comercial enorme” respecto de la locomotora europea, que encima “paga mucho menos de lo que debería en defensa y OTAN”.

El motivo real del enfado de Trump habría que buscarlo en que Alemania ya hace sombra a Estados Unidos en terrenos que antes consideraba propios. “Los alemanes son malos, muy malos”, insistió hace unos días indignado por los “millones de coches” germanos que se venden en Norteamérica, con el consiguiente perjuicio para su industria doméstica. Sin embargo, olvidó decir que son muchos más los coches estadounidenses fabricados por Ford y General Motors que circulan por las carreteras de la UE.

Pero lo más sonrojante es la obsesión de Trump con la pretendida deuda que Europa tiene con su país en el plano de la seguridad.

Es cierto que a los europeos nos ayuda contar con una estructura militar supranacional que garantice nuestra defensa, pero también lo es que Estados Unidos nos protege a cambio de nuestra subordinación a su estrategia global y que la OTAN antepone los intereses de la superpotencia a los nuestros. Lo vimos tras el 11-S y también durante el mandato de los simpáticos Barack Obama y Hillary Clinton, cuya agresividad en Oriente Medio, el norte de África y Europa del este dejó a la UE en el centro de crisis muy graves como la de los refugiados y en el punto de mira del ISIS, además de reforzar la influencia de Rusia. Los europeos también hemos asumido que, en el hipotético caso de una guerra global, nuestro protector nos sacrificará si de ello depende su supervivencia. Podríamos pagar más por nuestra defensa, como nos exige Trump, pero entonces habría que cambiar esas premisas.

En economía, el tiempo dirá si a Europa le perjudica más el ensimismado proteccionismo de Trump o el neoliberalismo a ultranza de Obama y Clinton, representado por el tratado trasatlántico de libre comercio (TTIP). Una iniciativa cuya aprobación podría precarizar aún más el mercado europeo de trabajo y que deja en manos de las multinacionales cuestiones que afectan incluso a la soberanía de los estados de la UE.

Mientras se despeja esa incógnita, es un alivio leer que las principales cancillerías europeas han asumido que el futuro de la UE y de su modelo de bienestar depende de su capacidad para actuar con criterio propio ante el mundo. Lo dijo Angela Merkel hace unos días en Múnich: “Los tiempos en que nos podíamos fiar completamente de los otros están terminando” y “los europeos debemos tener nuestro destino en nuestras propias manos”. Por una vez, me resulta simpática.