Brexit: entre Guatemala y Guatepeor

Santiago Mondéjar. Consultor estratégico empresarial.

Durante décadas, las endogámicas élites políticas inglesas, habituadas a mandar exhibiendo la eficaz combinación de autoconfianza y convicción propia de quienes padecen el síndrome de Dunning–Kruger, pudieron permitirse el lujo de la complacencia instalados en un esplendido aislamiento imaginario que podía desdeñar a Europa precisamente gracias a los réditos obtenidos de la mano invisible del mercado único europeo. El clímax alcanzado por estas élites con el resultado del referéndum del Brexit se vio enfriado por una súbita ducha escocesa de brutal realidad, que ha dado lugar a una tragicomedia que conduce a la catarsis colectiva del 29 de marzo.

El penúltimo episodio de este sainete fue la espectacular derrota parlamentaria del gobierno de May que sitúan a la primera ministra en la absurda posición de liderar un gabinete impotente, que está pagando con intereses las consecuencias de adoptar una posición negociadora poco realista frente a Barnier, con la vana esperanza de cohesionar al partido conservador. Y para ello, May trató de seducir a los suyos abjurando del consenso y prometiendo un Brexit tan duro como blando; lo suficientemente blando para mantener un comercio sin fricciones con la UE, y lo bastante duro como para permitir una política comercial independiente de la UE. Su célebre tautología “Brexit significa Brexit” era brutalmente cándida: el Brexit era el fin en sí mismo, una suerte de superstición inmune a realidades como la frontera entre las dos irlandas.

Este parto de los montes, fruto de una profunda ignorancia envuelta de patrioterismo tóxico y suficiencia, acabo pariendo el ratón del acuerdo de salida de la Unión Europea, ratificado por los 27 y rechazado entusiásticamente por el parlamento británico. Esto coloca al Reino Unido al borde de una salida abrupta para la que el país ni está preparada ni tiene margen para prepararse. A pesar de las gratificantes fantasías del nostálgico imaginario colectivo inglés, las dependencias normativas, industriales y económicas de Gran Bretaña con la Unión Europea después de una vinculación de 45 años son tan integrales y profundas, que su revocación deja al país inerme frente al resto del mundo. Las consecuencias de un Brexit sin acuerdo son de tal magnitud, que es difícil enumerarlas sin dar la impresión de estar cayendo en catastrofismo o schadenfreude.

En el peor de los escenarios, el 30 de marzo de 2019 se abre una Caja de Pandora. En este análisis, nos centraremos en un sector en el que los británicos son particularmente vulnerables: sin acuerdo, las exportaciones alimentarias británicas dejarán de proceder de un país con un organismo nacional dotado de instalaciones de control sanitario certificadas por la Unión Europea. Sin controles aduaneros, alimentos importados al Reino Unido desde países extra-comunitarios podrían acabar en la cadena alimenticia europea, si no fuese porque ésta está sujeta a un estricto sistema de certificación de alimentos. Pero, de la noche a la mañana, este ecosistema de normas, agencias y tribunales europeo dejaría de tener vigencia en el Reino Unido, por lo que la Unión Europea tiene la obligación legal de aplicar a Gran Bretaña los requisitos de certificación propios de un país tercero.

Esta es solo una cara del problema. El Reino Unido no solo importa el 50% de sus alimentos, sino que su producción alimentaria está basada en cadenas de suministro que funcionan “Justo a Tiempo”, es decir, gracias a la constante y libre circulación de productos alimentarios y derivados procedentes de la Unión Europea en 10.000 contenedores, cada día. Gracias a la eficiencia de este sistema, Gran Bretaña no ha necesitado puestos de inspección de productos de origen animal, por lo que, a día de hoy carece tanto de la infraestructura requerida para la verificación sanitaria en sus aduanas, como del propio personal técnico necesario, especialmente veterinarios: el 95% de los que trabajan en Reino Unido son comunitarios. Y por supuesto tampoco dispone de suficiente capacidad de almacenamiento en frío, ni para importar ni para exportar. 

Esto, unido a las limitaciones de la infraestructura portuaria del país, augura cuellos de botella en el transporte de las mercancías sensibles, que tendría un rápido efecto domino en los suministros para la venta al por menor.  Dado que este es un escenario perfectamente previsible, algunos políticos ingleses especulan con la posibilidad de renunciar unilateralmente a los controles y procedimientos para las mercancías que entren en el Reino Unido, bajo la denominación "reconocimiento mutuo". 

Aunque dichos políticos presentan esta posibilidad como un alarde de soberanía recobrada, lo cierto es que una política de puertas abiertas a importaciones alimenticias sin supervisar es una llamada al fraude alimentario que implica la desprotección de los consumidores británicos, y por extensión de los comunitarios, por lo que la Unión Europea se vería obligada a reforzar aún más el control de las importaciones de alimentos bajo normas de origen británico. Lo mismo ocurriría si Gran Bretaña optase por incrementar las importaciones alimentarias procedentes de EEUU, habida cuenta de que Norteamérica tiene estándares de calidad inferiores los de Unión Europea en aspectos clave como los niveles de residuos de pesticidas en la fruta, las inyecciones de hormonas en la carne de vaca y el lavado con cloro de las aves, el uso de antibióticos en la agricultura y modificados genéticos. Abriendo una puerta, se cierra otra.

Si todo esto no fuese lo suficientemente preocupante, aún quedaría por sumar a la ecuación los aranceles del 22% para productos alimenticios en caso de falta de acuerdo. Como contramedida desesperada para evitar la hiperflación, el Gobierno de Su Majestad podría decidir bajar unilateralmente dichos tipos arancelarios. Sin embargo, la Organización Mundial del Comercio obliga a aplicar las denominadas normas de nación más favorecida para evitar discriminaciones arbitrarias, por lo que al quedar obligado a aplicar las tarifas reducidas a un país dado a todos los demás, el Reino Unido incentivaría una inundación del mercado británico de productos agrícolas más baratos provenientes de fuera de la Unión Europea, contra los que es improbable que pudiesen competir los agricultores y ganaderos británicos.

Las consecuencias para otros sectores, como la industria, los servicios, la medicina o la aviación, son similares, por razones parecidas. El caos que esta disrupción combinada puede causar no tiene precedentes, por lo que es deseable que aún en esta hora avanzada, prevalezca el sentido de la responsabilidad en Westminster para facilitar la ratificación de un acuerdo con la Unión Europea que propicie una separación ordenada. Pero el tiempo es tan escaso como las opciones, y éstas exigen honestidad y una finura política y una grandeza de miras que May no ha demostrado tener. 

Quizás la mejor carta que pueda jugar Theresa May a estas alturas sea la psicológica, y consista en  dejar que siga corriendo el reloj con la esperanza de que el pánico colectivo a una salida a las bravas fuerce al parlamento a aceptar su acuerdo de salida, a cambio de tener un mayor protagonismo en la etapa de negociación de un tratado de libre comercio con la Unión Europea durante un periodo de transición ordenada. En cualquier caso, cualquier cambio de rumbo requiere más tiempo, y obliga a los partidarios del Brexit a tragarse el sapo de la extensión del Artículo 50 o incluso su eventual retracción unilateral, permitida por una sentencia reciente del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

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