Antonio Sánchez-Gijón/CapitalMadrid.com
Pie de foto: Los Estados Unidos, con Trump o sin Trump, reducirán su presencia militar en Europa
Ni en la campaña electoral que precedió a las elecciones generales del 20-D ni en las fracasadas negociaciones partidarias para la formación de un nuevo gobierno, el tema de la defensa y de la seguridad, tanto de España como de Europa, mereció la atención de nuestros políticos. Bueno; eso si descontamos la aperplejante declaración de intenciones del candidato socialista Pedro Sánchez, de que se proponía suprimir el ministerio de Defensa. Una declaración que pronto desapareció de su campaña, seguramente por consejo de personas con más experiencia.
Posiblemente se trataba de personas que hace más o menos treinta y cinco o cuarenta años pensaban en términos aproximados, pero que años después, cuando asumieron responsabilidades de gobierno, se vieron forzadas a aceptar los rigores del sistema de seguridad que ha sostenido al mundo occidental, a Europa y a España libres de conflictos a gran escala.
En aquellos remotos años Europa vivía bajo las condiciones de una Guerra Fría y en riesgo de invierno nuclear, peligros que terminaron en los años 90, asegurando hasta hace poco una prometedora distensión entre Rusia por un lado, y Europa y los Estados Unidos por otro.
Pero ya aquella distensión se ha acabado, y hoy ha vuelto a encenderse una Guerra Fría a menor escala, resultante de los intentos de la Rusia de Putin por recobrar algo del poderío soviético perdido. Esto empezó a hacerlo en 2008 al patrocinar la guerra secesionista de Georgia; lo reemprendió en 2014 con la agresión directa a Ucrania y la anexión de la península de Crimea, y con el apoyo a la secesión de dos de las provincias orientales de ese país, que era un candidato al ingreso en la Unión Europea. Y Putin lo continúa con un denodado intento por mantenerse en paridad estratégica con los Estados Unidos, como prueba su implicación en la guerra civil siria.
El presidente ruso está empeñado en la restauración del poderío militar perdido, en la medida en que lo permiten sus medios financieros, mermados en parte por la política de sanciones de la Unión Europea y los Estados Unidos, pero sobre todo por la caída drástica de los precios del petróleo. A pesar de estas adversidades, Rusia está modernizando sus misiles, se ha desplegado en el Mediterráneo oriental, y tiene un amplio programa de despliegue naval en el Ártico.
Síntomas de esta voluntad de recuperación del poderío perdido es la notable presión rusa por medios aéreos y navales contra los países de la OTAN, y otros, situados en el entorno del Báltico, de forma que esta región se ha conformado ya como un frente de roces armados, intencionados o accidentales con Occidente. Es una zona óptima para que Moscú ponga a prueba la cohesión de la Alianza, su preparación militar ‘in situ’ y la solidez de su compromiso con la seguridad de unos países que un día formaron parte de la URSS. Todos esos países son hoy día miembros de la OTAN, y su grado de preparación militar es muy débil por ser, o muy pequeños como Estonia, Letonia y Lituania, o relativamente débiles en términos de capacidad militar, como Polonia
El problema de defender una región lejana
El problema de esta región es su lejanía física de las bases donde se concentran los mayores recursos militares de la Alianza, así como sus más importantes infraestructuras, situadas principalmente, para cubrir esta parte de Europa, en el territorio de Alemania.
Las previsiones de la Alianza para este espacio se basan en la posibilidad de un rápido refuerzo procedente del interior de Europa. Para hacerlo posible, el Consejo Atlántico de 2014, en Gales, aprobó el Readines Action Plan (RAP), que debe crear las infraestructuras de transporte, despliegue y acuartelamiento para que una Fuerza Conjunta de Muy Alta Preparación (Very High Readiness Joint Task Force, VJTF), compuesta por 5.000 efectivos humanos, pueda trasladarse a este límite nororiental de la Alianza, en dos o tres días.
Un estudio recién aparecido (“Modernising NATO’S Defence Infrastructure with European Funds”, por Daniel Fiott, revista “Survival”, International Institute for Strategic Studies, abril-mayo 2016)) diseña un plan mínimo para la defensa de esos países que ya pertenecen a la Unión Europea, pero que no están en condiciones de defenderse por sí mismos, ni siquiera frente a la mínima presión rusa. Hay, pues, un lado ‘europeo’, no meramente de la Alianza, en esta cuestión. Se recordará que el tratado de Lisboa prevé el desarrollo de una política de seguridad y defensa de la Unión, y que existe un acuerdo tácito dentro de la Unión, sobre que cualquier nuevo miembro debe hacerse al mismo tiempo miembro de la OTAN.
Esta situación objetiva, obligada por los tratados, debe contrastarse con el fluido estado de la Alianza, consistente en que su principal aliado, los Estados Unidos, están desviando sus recursos militares a la región del Pacífico, y se prevé que en pocos años sólo quedarán en suelo europeo algo más de 40.000 soldados de ese país, con su equipamiento y armamento pre-posicionados en el continente, para ser movilizados en caso de necesidad. Esta configuración pone una gran presión sobre las infraestructuras precisas para hacer llegar, a un punto caliente determinado, los hombres y los armamentos necesarios para frenar cualquier desafío militar.
Donald Trump avisa
La eventualidad de una victoria electoral de Donald Trump en la carrera a la Casa Blanca añade urgente consideración de las consecuencias de sus promesas electorales. Trump ha criticado acerbamente la debilidad de la contribución europea a la defensa común. Casi ningún aliado de los Estados Unidos cumple el compromiso de dedicar a la defensa el 2% de su PIB, y el candidato republicano ha advertido de que si es elegido los presionará para que cumplan esta obligación, al tiempo que amenaza con reducir la presencia militar en Europa, a mínimos.
Nos podemos imaginar la oposición que encontrará su demanda de cumplir con el 2% del PIB para defensa, por parte de unas fuerzas políticas que no saben qué hacer para superar una crisis económica todavía presente.
El estudio mencionado propone dar una dimensión de seguridad a la satisfacción de las necesidades de desarrollo de las infraestructuras europeas de todo tipo.
El autor plantea el caso concreto de la VJTF. El transporte de sólo el personal desde Alemania a Estonia supondría el vuelo de 49 aviones C-17. El envío de su material pesado supondría otros 208 vuelos. Si la tensión deviniese en conflicto, sería necesarios 30.000 hombres y 1.250 vuelos. Problema principal: en la base mayor de Alemania, en Ramstein, sólo hay espacio para atender 11 aviones de carga de ese tipo, a un mismo tiempo. Se dirá que el transporte por tierra es mucho más capaz, pero la distancia desde Alemania a Estonia supera los 1.500 km. La infraestructura ferroviaria necesitaría una modernización radical, y sería necesario asegurar los suministros de combustible, electricidad, vituallas, equipamiento, armamento, etc. en las bases de llegada.
La mayor parte de esas infraestructuras, que por su naturaleza duradera y resistente tanto pueden prestar servicio civil como a un despliegue militar en caso de emergencia, está previsto que se desarrollen según diversos planes y presupuestos de la Red de Transportes Transeuropeos (€8.000 millones), el Fondo Europeo de Desarrollo Regional 2014-2020 (€256.000 millones), y un capital a disposición del Banco Europeo de Inversiones de €242.000 millones. Sólo falta que la Comisión y los gobiernos de la Unión piensen en esa doble conexión: desarrollo/defensa.
El autor del informe es taxativo en las consecuencias de su análisis: la cooperación EU-OTAN en materia de infraestructuras de la defensa podría enviar una señal a Rusia de voluntad de resistir su ofensiva militar ‘híbrida’ y de asegurar que la OTAN se mantiene preparada, de una forma que evite mostrarse como escalada hacia la confrontación.
Quizás algún día nuestros políticos pensarán en estas cosas, de maximización de los recursos, en los términos que requieren el desarrollo y la seguridad de Europa.