Por el color de una bufanda

Luis Sánchez-Merlo/diarioabierto.es 

La presencia de Rafa Nadal en el palco del Metropolitano con una bufanda rojiblanca al cuello es un síntoma de inteligencia. Con este breve gesto, ha demostrado que se puede ser de muchos equipos, incluso rivales en la misma ciudad, sin necesidad de sentirse traidor. Y lo ha hecho rompiendo moldes y transmitiendo la idea, cierta, que se puede ser patrimonio de todos, no siendo de nadie, aunque sea blanco de corazón.

Nadal es para cuantos le admiran y celebran sus triunfos, el deportista más grande de nuestra historia y el mejor jugador de tenis del mundo, en la actualidad. Y lo es, con un nudo en la garganta, mientras suena el himno español en Roland Garros, cuando se dirige, en catalán, a los asistentes al Godó, cuando se coloca una bufanda del Atlético de Madrid o cuando anima al Madrid.

El forofismo patrio se ha desmelenado con esa instantánea. Quienes se han enojado no aceptan que haya cambiado momentáneamente sus colores, para animar a los rivales de Chamartín en la semifinal de la Europa League.

Esto quizás tenga que ver con la polarización desbocada en el planeta del fútbol. La rivalidad entre los grandes equipos se ha extremado hasta tal punto que la nueva competencia deportiva ha mutado en algo parecido a la vieja contienda política. Si no, no se entendería que el odio y la violencia se hayan colado en sustitución de la rancia dialéctica, la de los goles anulados, los árbitros bajo sospecha, los insultos desaforados, los maletines cargados de veneno…

La palabra bufanda procede del francés bouffante (que se hincha, se ahueca). El adjetivo bouffant o bouffante, se aplica a aquellas prendas de vestir que parecen abombadas. Las que se ponen al cuello semejan una especie de relleno o “hinchado”. Rafa Nadal no necesita ponerse bufanda ni para hincharse ni como relleno. Ha actuado con la naturalidad con la que van por la vida los payeses de Manacor, sin dar importancia a gestos anodinos sin intención.

Pero no deja de ser un ejemplo de señorío, deportividad, inteligencia y educación. Valores en los que ha sido formado desde que empezó a tener, con cuatro años, una raqueta en la mano.

Nadal no ha delinquido animando al Atleti, porque no es hombre de trincheras. Más bien de concordia y normalidad, como demuestra cada vez, estando por encima de cualquier rivalidad. Por eso no se entiende que unos obstinados exaltados le insulten (“chaquetero”), pues no ha sido nunca un icono del fútbol de bufanda. Más bien, todo lo contrario.

En una época en que el odio acecha más que nunca, hasta el punto de que, en muchas ocasiones, se prefiere el mal del rival al beneficio del equipo propio, Rafa Nadal vuelve a dar una lección, la de un caballero animando a un equipo español. Un ejemplo a seguir en un mundo de fanatismos baratos.

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