Siria y el triunvirato global

Gustavo Palomares. Presidente del Instituto de Altos Estudios Europeos, catedrático europeo en la UNED y profesor de la Escuela Diplomática/La Razón

Pie de foto: Trump, Putin y Xi encarnan hoy la fuerza del populismo en un contexto global de nueva Guerra Fría, donde la UE ha perdido influencia política. En la imagen varios civiles caminan por las calles de la devastada ciudad de Duma

Los últimos acontecimientos hacen sospechar que estamos ante una nueva Guerra Fría hecha espectáculo, como ocurre en la serie global preferida: «Mr. Robot». Mucho más sofisticada que la anterior porque ya no se libra sólo con intervenciones como la realizada en Siria, ni exclusivamente con cabezas nucleares colocadas estratégicamente en el tablero de ajedrez mundial como en el pasado. La batalla hoy se libra también entre distintos malwear (programas maliciosos) ubicados en servidores estratégicos capaces de influir en la opinión pública y en los centros decisorios de procesos determinantes en las distintas áreas globales. Unos nuevos dominios que no se dividen en zonas de influencia como antaño, ni tampoco se limitan a espacios geográficos, sino que se encuentran atomizadas en la diversidad global y desde la sombra influyen en los centros económicos, financieros, monetarios y de igual forma, condicionan procesos políticos y electorales.

Ante este riesgo de regreso al pasado, existe una gran preocupación por encontrar un nuevo equilibrio regulador capaz de introducir un cierto orden en los distintos escenarios globales puestos en riesgo por la llegada al poder global de los tres «tenores». Tres nacionalismos populistas que componen el triunvirato de las potencias mundiales: el de Occidente, con sus tentaciones megalómanas, su antipolítica y su nacionalismo primario que sueña con el Make America Great Again, a mitad de camino entre Monroe y Jackson; bueno, ya le gustaría a Trump llegarles ni tan siquiera a la suela de los zapatos. Por otro lado, el del Este, desde el Báltico al Pacífico, que fantasea con volver a la gran «madrecita» de la Rusia imperial de Catalina II con Putin como nuevo Zar global. Para rematar, el de Oriente, con un Xi Jinping que se imagina como segundo Mao, acumulando todo el poder para transformarse en el nuevo timonel de la nave que lleve a China a ser la gran potencia para el siglo XXI. En conclusión, tres nacionalismos populistas destinados a enfrentarse.

Ante este escenario surge una primera pregunta inevitable: cómo podrán los Estados Unidos del «América para los americanos» –lema de campaña de Trump– liderar esta nueva cruzada contra un enemigo histórico como es Rusia, cuando precisamente se investiga a Trump por echarse en los brazos de Putin para llegar a la Casa Blanca. A pesar de ello, parece claro que, dentro de esta nueva pantomima, en donde la guerra en Siria es la más terrible y dramática expresión, puede pasar de todo a tenor de lo imprevisible de los tres «mosqueteros» enfrentados.

Aun con todo, que es mucho, incluso con el retraimiento de los Estados Unidos bajo esta Administración, esta regla histórica que determinaba el escepticismo del pueblo norteamericano frente a las tentaciones intervencionistas en el exterior, principal base histórica de la corriente aislacionista en EE UU, puede estar cambiando con el giro de Trump hacia una estrategia de matonismo en el Western global. Incluso, después de los fracasos en las campañas militares en Afganistán e Irak, lo que antes se castigaba, ahora se premia, porque los votantes de Trump van desprendiéndose de los complejos derivados del síndrome de Vietnam.

Este cambio de mentalidad y la satisfacción de sus fans electores ante sus arranques provocadores, cumplimientos a medias y escenografía populista, explicarían el éxito republicano en las elecciones legislativas de 2018 que auguran las encuestas, su más que probable reelección en 2020 e, incluso –caigo en una apuesta muy arriesgada– en que pase a ser uno de los presidentes mejor considerados por aquello de lo singular y característico del personaje.

Es burlesco, si no fuera tan patético, el enfrentamiento entre dos de los mosqueteros en Siria, mientras el tercero se erige en mediador y se frota las manos esperando el momento de la reconstrucción. Es increíble cómo las potencias y toda la comunidad internacional asisten impertérritas al mayor drama humanitario en este siglo como es la guerra en Siria: medio millón de muertos, el mayor desplazamiento humano en toda la historia de la humanidad. 5,6 millones de sirios han buscado refugio fuera del país, incluidos 2,6 millones de niños, principalmente en los países vecinos. Además, 6,1 millones de sirios se han visto desplazados dentro del país por la guerra, de los que 2,8 millones son niños. Actualmente, hay allí 13,2 millones de personas necesitadas de ayuda humanitaria, de los que 5,3 millones son niños.

En medio de todo, llega la intervención franco-británico-estadounidense que después de diez años vendiendo armas y alimentando el conflicto, ahora no podían esperar a la inspección que se encuentra realizando Naciones Unidas para comprobar si verdaderamente el sanguinario dictador sirio está empleando armas químicas. Llegados a este punto, nos viene la imagen del que fuera secretario de Estado con George W, Bush, Collin Powell, ante el Consejo de Seguridad en 2003 para presentar las evidencias que demostraban la culpabilidad de Sadan Husein al poseer armas de destrucción masiva. Pasados quince años, puede afirmarse que las pruebas falsas aducidas en su momento por EE UU, Gran Bretaña e incluso España, fueron construidas como excusa para justificar la intervención en Irak.

En este momento en Siria, a falta del informe de los inspectores de la ONU, como ocurrió en Irak, esos subterfugios están destinados al consumo interno de la opinión pública y de las élites políticas estadounidenses para cerrar en torno a Trump un gran consenso nacional que respalde la nueva Doctrina Estratégica y desvíe la atención de la investigación por el apoyo ruso a su campaña electoral. Es claro que Estados Unidos en su política exterior y en sus opciones de fuerza nunca ha necesitado este tipo de excusas ante terceros, pero estos pretextos siempre han sido muy útiles para ocultar intereses económicos y electorales internos.

Todo esto ocurre con algunos espectadores, como la UE, que toman nota de su habitual división y que, más allá del espejismo europeísta de Macron-Merkel en la Cumbre de Berlín de hace unos días, siguen dando la razón a aquellos argumentos que continúan calificando a la Unión Europea como ese gigante económico y comercial, enano político y gusano militar. Parece evidente que los nuevos retos del ajuste al post Brexit, la reforma del presupuesto y los nuevos compromisos dentro de la Unión Económica y Monetaria dificultan sobremanera esa voluntad política y presupuestaria reclamada a los gobiernos europeos para ejercer de «soft power» en la gobernanza global en riesgo bajo el furor de estos aguerridos mosqueteros.

Ante este escenario y sin que sirva de consuelo, el sistema internacional requiere el protagonismo de uno de los pocos elementos que, como la Organización de Naciones Unidas, con todas sus imperfecciones y puesto en riesgo su propia reforma y financiación, permiten una diversificación, no determinante pero sí significativa, de la dependencia del sistema internacional a los objetivos diplomáticos y militares de este nacionalista, populista y peligroso triunvirato global.

 

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