Opinión

«Conflictos enquistados»: los grandes olvidados de la política internacional

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El choque entre los dos bloques opuestos que definió las relaciones internacionales durante más de cuatro décadas dibujó un mapa homogéneo en el lado oriental del telón de acero. Sin embargo, en la olla de las naciones hervía un fulgor identitario que, con el desmoronamiento del gigante euroasiático, reveló un caldo de odio étnico que había permanecido apartado del fuego a consecuencia del «hegemonismo» soviético. Como resultado de la difuminación ideológica y política de este espacio, surgieron nuevos escenarios de conflicto, que se cernían a la sombra de los nuevos Estados, los cuales apenas alcanzaban a dar sus primeros pasos como países independientes y soberanos, ya emancipados del cobijo de Moscú. 

Tras un periodo de calma tensa, coincidente con el mandato de Boris Yeltsin, el tablero de Europa del este y, particularmente, del Cáucaso sur, experimentó una sucesión de enfrentamientos eclipsados, en buena medida, por combates de la misma índole en la antigua Yugoslavia. Para aplacar estos problemas, se aplicaron parches precarios que apenas lograron contener el fuego cruzado en las últimas dos décadas, pero que consiguieron apartar del foco mediático a sus protagonistas. 

De esta situación irresoluta nacieron los «conflictos enquistados» del presente, cuyos nombres propios son Transnistria, Nagorno Karabaj, Osetia del Sur y Abjasia. Todos tienen en común un mismo componente: «a río revuelto, ganancia de pescadores». Siguiendo esta máxima, la Federación de Rusia ha encontrado un subterfugio mediante el cual frenar la deriva atlantista de países aún bajo su influencia, empero, peligrosa y progresivamente cercanos a Occidente, a ojos del Kremlin. 

La pequeña república de Moldavia, contempla cómo su estabilidad nacional jamás termina de fraguar a resultas del territorio situado al este del río Dniéster, autoproclamado República Moldava Pridnestroviana y fuera del control de Chisinau, desde la década de los noventa. Transnistria vive anclada en la era soviética, como una especie de franja nostálgica, con habitantes dotados de pasaportes rusos y una Oficina de Asuntos Exteriores recientemente abierta en Moscú.  

Con un tercio del país dedicado a la agricultura, Moldavia lleva tiempo sufriendo vetos parciales, aplicados por Rusia tan sólo a determinadas áreas de su territorio. Como consecuencia del tratado que el Gobierno moldavo firmó en 2013 con la Unión Europea, las frutas y verduras no procedentes de Gagauzia —región con un fuerte movimiento secesionista— sufren el bloqueo de Moscú. De esta manera, aplicando el siempre efectivo «divide y vencerás», se alienta el descontento contra el Estado de Moldavia entre sus propios ciudadanos, afectados por esta desigualdad y decepcionados por el estado de las relaciones con su poderoso vecino. 

En el centro de toda esta agitación suele residir un factor étnico que condiciona la convivencia de enclaves disputados por uno u otro país, que han pasado de las manos de un imperio al sucesivo y que han contado con fragilísimas etapas de paz sujetas al dominio de terceros. El esquema de Bosnia-Herzegovina se repite de manera similar en un Nagorno Karabaj oprimido por el odio entre sus propios habitantes. Un conflicto cortado por un patrón similar al de los Balcanes, enfrenta a armenios contra azeríes y mantiene en disputa esta región montañosa, corrompiendo las relaciones entre Azerbaiyán y la república de Armenia. 

De nuevo, la desintegración de la URSS tuvo mucho que ver en el deterioro de la paz social del Nagorno Karabaj, que, ante los vientos de apertura democrática, inició, paradójicamente, su periodo más oscuro. Esta demarcación montañosa ya había sido descrita como problemática para la Unión Soviética por Ryszard Kapuściński en su obra Imperio. Sin embargo, el Ejército Rojo fue capaz de mantener un relativo orden, que desembocó en caos al apoderarse las milicias de uno y otro lado del arsenal que dejaron tras de sí los restos del aparato militar soviético. Actualmente, Armenia reclama la anexión del Nagorno Karabaj independiente de facto que, de iure, pertenece a Azerbaiyán. 

Una de las claves en torno a las que suele gravitar esta nebulosa, es el reconocimiento extranjero que reciben esta suerte de países ficticios, ante la mirada de la comunidad internacional. Quizá el caso más revelador es el asunto de Osetia del Sur y Abjasia, de características similares al karabají, aunque enfrentando en esta ocasión a Georgia y Rusia. Bien es cierto que, en el caso del Nagorno Karabaj, el factible rédito político a nivel internacional como consecuencia de este bloqueo, parece menos evidente, aunque inapelablemente real. Sin embargo, este particular episodio de agitación transcaucásica señala claros vencedores y vencidos. 

El auspicio militar a rebeldes ya es casi marca de identidad en la política exterior rusa. Sin embargo, cuando el Gobierno de Tbilisi trató de recuperar por la fuerza Tsijinval —capital de Osetia del Sur— en la víspera de comenzar los Juegos Olímpicos de Pekín, Moscú exhibió por primera vez en la historia reciente su voluntad de no defender la soberanía nacional de sus socios en la Comunidad de Estados Independientes. La realidad es que la CEI, concebida para gestionar la traumática autoevaporación de la URSS, no estaba beneficiando la agenda del Kremlin. De este modo, pese a ser garante de su autonomía territorial, Rusia envió tropas a Osetia del Sur y, junto con las milicias locales, consiguieron aplastar la iniciativa de Georgia.

Acto seguido, procedió a reconocer la independencia de Osetia del Sur y Abjasia como repúblicas soberanas, instalando bases militares e inaugurando misiones diplomáticas. El hecho de que uno de los países con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas reconozca tu existencia legal como Estado-Nación, no es un asunto baladí. Es por ello por lo que, ante dicha tesitura, Georgia se ve incapaz de reclamar más allá de la retórica sus territorios díscolos y, para muestra, un botón. El propio primer ministro ruso, Medvedev, reconoció que una agresión contra estos países, amigos y aliados de Moscú constituye una amenaza para la paz global, casi la misma, desde su perspectiva, que el ingreso de Georgia en la OTAN. 

La realidad es que Tbilisi abandonó la CEI un año después y continúa dispuesta a incorporarse a la Alianza Atlántica, donde encuentra la puerta de entrada entornada, hasta atisbar una mejor fórmula que remedie sus crisis fronterizas. Esta misma pauta parece repetirse en la cuestión ucraniana. Mientras que el Consejo del Atlántico Norte expone su deseo de abrazar como aliado de pleno derecho a Kiev, de momento, se mantiene cauto en el plano de la ayuda militar para recuperar Dombás. Ucrania, visto lo visto, lleva camino de asistir a la transformación de la cuenca este de su país en otro conflicto enquistado que, de momento, mantiene un estatus quo al que Putin no está dispuesto a renunciar.