2019 en el retrovisor. El año de la diplomacia disruptiva

Resumen del año 2019

En muchos aspectos, 2019 pudo haber sido otro años más del Siglo XXI, trufado de catástrofes naturales, sucesos y guerras  regionales. Lo que hace inédito el año que dejamos atrás tiene cinco letras: Trump. La personalidad del rimbombante presidente de Estados Unidos -que acaba el año con el dudoso honor de un impeachment en curso-  ha marcado profundamente la agenda internacional, especialmente en lo que respecta al Oriente Medio, una región que hasta los más pesimistas dudaban que pudiera llegar a ser aún más inestable. Pero antes de repasar en detalle cómo termina el año occidental para los países árabes, no podemos dejar de referir algunos de los hitos de 2019 de los que Trump no ha sido responsable.

Una de la noticias que más impacto tuvieron fue el incendio de la Catedral de Notre-Dame de París, cuya dañada estructura medieval se obstinó en permanecer erguida, pese a las llamas, y gracias a la abnegación de los bomberos franceses, que se jugaron la vida para salvar este icono de la cultura europea, que había sido restaurada en el en el siglo XIX por el arquitecto del Renacimiento gótico francés Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc. 

El año no estuvo exento de tiroteos masivos de corte racista en EEUU, una clase de evento recurrente al que parece que sus ciudadanos se han resignado, en contraste con la inmediata reacción que el Gobierno de Nueva Zelanda y sus ciudadanía tras la masacre de musulmanes en Christchurch, legislando restrictivamente la posesión de fusiles de asalto por civiles. La ola de violencia sectaria tuvo otro episodio en Sri Lanka, esta vez de la mano de yihadistas, que hicieron explotar ocho bombas en varias iglesias y hoteles del país, acabando con la vida de más de 250 personas e hiriendo a otras 500. 

También las catástrofes naturales ocuparon los espacios de noticias, destacando la devastación causada por el huracán Dorian en el Caribe, durante el mes de agosto, lo que, junto con los incendios de California y la Amazonía, ayudaron a conseguir el abrumador protagonismo mediático de la crisis climática, que alcanzó cierto grado de paroxismo durante la celebración en Madrid del COP25, como consecuencia de las violentas protestas que hicieron imposible llevarlo a cabo en Chile, y que han sido la tónica general en un buen puñado de capitales internacionales, desde Bagdad hasta París, pasado por Barcelona y Hong Kong, donde parece que Pekín ha decido consentir la autoinmolación de la díscola ex-colonia británica.

Ya en la esfera geopolítica, la sombra de Trump ha eclipsado el escenario en Oriente Medio, creando, en una mezcla de desidia, improvisación e ineptitud, una situación que se asemeja a una partida de ajedrez cuyos jugadores tienen los ojos vendados. 

Empezaremos este repaso a partir de Israel, el epicentro de las tensiones que sacuden a Oriente Medio desde la caída del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial. En noviembre, el Secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, tiró por la borda la letra y el espíritu de la Conferencia de Paz de Madrid y de la Cumbre de Paz en Oriente Medio de Camp David, declarando que los asentamientos judíos en Cisjordania no eran "incompatibles con el derecho internacional"; complaciendo así tanto al Likud de Netanyahu, como al lobby evangélico pro-Israel norteamericano, un segmento de votantes altamente favorable a Trump.

La nueva posición estadounidense sobre Palestina llovía sobre mojado, después del reconocimiento de Jerusalén como capital israelí, la retención de ayudas económicas otorgadas por el Congreso de EEUU a la Autoridad Palestina, y la cumbre de Bahréin, auspiciada por el yerno de Trump, Jared Kushner, un plan basado en la creación de un fondo de inversión de 50.000 millones de dólares para Cisjordania, Gaza, Egipto, Jordania y Líbano, pero cuyo planteamiento fue percibido como una mezcla de trágala y soborno por Mahmoud Abbas, al punto de que al final solo se logró antagonizar a los palestinos, enrareciendo aún más las relaciones entre Estados Unidos y Palestina.

Moviendo el foco a Siria, el volantazo brusco de Trump en 2019 causó desconcierto en el Pentágono, dejando efectivamente desamparados a sus aliados kurdos, y cediendo el control del territorio a Rusia y a Turquía, ninguno de los cuales perdió la ocasión de materializar sus ambiciones expansionistas; lo que ha provocado desplazamientos masivos de civiles, y episodios de violación de derechos humanos, además de crear las condiciones para el resurgimiento de Daesh vencido y descabezado, pero no aniquilado.

Otro de los actores clave en Siria es Irán, objeto de nuestro próximo examen. 2019 ha sido testigo de las consecuencias de la decisión de Donald Trump de retirarse unilateralmente en 2018 del Plan de Acción Integral Conjunto; un acuerdo multinacional de 2015 que había logrado iniciar el desmantelamiento gradual del programa nuclear Iraní. La reacción de Teherán a la hostilidad de Trump, que incluyó severas sanciones económicas, ha llevado a una escalada militar en la región, precipitando una tensión permanente en Oriente Medio, en la que Trump ha hecho gala de una vacilación que denota una brecha entre su retórica y su arrojo para llegar al uso de la fuerza.

Irán ha leído esto en clave de debilidad en la Casa Blanca, y ha puesto a prueba los límites de las amenazas militares norteamericanas aumentando su producción de uranio, alterando el tráfico marítimo en el golfo Pérsico, despertando las células de Hizbulá en el extranjero, y aumentando su influencia sobre los asuntos de Irak.

Y es quizás en Irak donde más palmariamente se han puesto en evidencia las consecuencias de la  errabunda política exterior de Trump, creando un intolerable grado de incertidumbre en Bagdad, donde se teme, no sin fundamento, que su territorio acabe el convirtiéndose en el campo de batalla de enfrentamiento entre Irán y EEUU. La precipitada reubicación de las tropas americanas retiradas de Siria no ha hecho nada para disminuir las aprensiones iraníes, como tampoco lo han hecho los ataques aéreos de Israel en 2019 contra objetivos iraníes en suelo iraquí, incluidos depósitos de armas, campos de entrenamiento y convoyes militares. La visita de buena voluntad de Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto a Irak el pasado noviembre, no logró restañar los resquemores en Bagdad, dónde pocos dudan ya de la urgencia de recalibrar las relaciones con la Casa Blanca. 

Para completar este panorama desolador, pondremos la vista en Turquía, un aliado tradicional de EEUU que se ha acercado a Rusia a marchas forzadas, al tiempo que ambos países han entrado en rumbo de colisión en Libia a cuenta del tratado de cooperación económica y militar turco-libio firmado en noviembre, y que puede llevar a la paradoja de que Turquía acaba usando, contra tropas rusas el sistema de defensa antimisiles S-400 que compró a Rusia, tras el desencuentro con Trump cuando este revocó motu proprio el contrato de suministro del avión de combate polivalente de quinta generación F-35, en cuyo desarrollo había participado Turquía, como parte integrante de un consorcio internacional.

Este patrón de diplomacia disruptiva -que se parece sospechosamente a la creación de caos premeditado- se ha repetido en otras latitudes; que van desde China hasta Venezuela, pasando por Ucrania y Pakistán, pero sería un abuso de la paciencia del lector extender esta retahíla de despropósitos hasta la extenuación.

Estamos a las puertas de un nuevo año, por lo que parece pertinente terminar esta crónica con una nota positiva: están en marcha toda una serie de iniciativas diplomáticas, que insinúan un cambio de tono en la retórica habitual que caracteriza el relato en Oriente Medio, y que sugieren un cansancio del discurso de la confrontación fútil, tanto en los países árabes, como en Israel. Un ejemplo de este reajuste son las declaraciones de Yousef bin Alawi, ministro de Asuntos Exteriores de Omán, con motivo de las críticas recibidas por la visita de Netanyahu a Omán en 2018, en las que reconoció a Israel como una de las naciones de Oriente Medio, al tiempo que alentaba a emprender un nuevo viaje hacia un futuro compartido con Israel. 

El movimiento que se inició ahora hace diez años no ha traído, en su mayor parte, cambios rápidos en los países concernidos. Pero las pertinaces protestas públicas en el mundo árabe tienen un elemento en común; giran más en torno al eje socioeconómico que sobre el religioso, y se nutren de unas nuevas generaciones que exhiben menos dogmatismo y más pragmatismo; al punto de preferir crear alianzas con Israel a obcecarse en la mutua destrucción.

Hay múltiples ejemplos de este cambio de talante, que invitan al optimismo: 2019 ha sido el Año de la Tolerancia en Emiratos Árabes Unidos, país que acogió en febrero una misa pública oficiada por el Papa para decenas de miles de católicos, y se está llevando a cabo en Abu Dhabi la construcción de un centro religioso multi-fe, que incorpora un espacio de culto judío. La Liga Mundial Musulmana, con sede en Arabia Saudí, notoria por su promoción del wahabismo radical, mantiene encuentros con organizaciones judías. Dubái, por su parte, ha permitido el culto en sinagogas desde hace algún tiempo, mientras que Hamad bin Isa Al Jalifa, monarca de Bahréin ha tomado personalmente parte en las celebraciones del Hanukkah junto a fieles judíos. 

Paradójicamente, el desinterés de Trump por Oriente Medio ha llevado a que los países árabes miren fijamente a Irán, y la mirada que les ha devuelto Irán les ha hecho sentir tal escalofrío, que lo hasta ahora impensable está ganado plausibilidad. 

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