Afganistán, implacable celda de castigo para las mujeres

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Siempre puede haber un grado de crueldad mayor aunque cueste imaginarlo. El ser humano da constantes muestras de ello. Cuando se traspasan los muros de una prisión lo primero que se pierde es la libertad, pero a partir de ahí lo que puede hacerse con la persona encarcelada depende de la exclusiva voluntad de los carceleros, sobre todo cuando éstos no ven coartado su poder para infligir sufrimiento.

Afganistán ha vuelto a convertirse todo él en una inmensa prisión para la mitad de su población, es decir para las mujeres. Apenas les ha bastado menos de año y medio a los talibanes para transformar el país en una siniestra mazmorra, en la que el grado de sufrimiento que padecen sus prisioneras va en constante aumento.

La intervención de Estados Unidos y sus aliados occidentales en el país, tan denostada por las extremas izquierdas de todo el mundo, especialmente de Europa y Latinoamérica, había devuelto a las mujeres la esperanza de equipararse en derechos a la mitad masculina de Afganistán. Habían podido arrinconar el burka, ese vestido-prisión que quienes lo imponen –y los simpatizantes que les ríen las gracias- justifican en presuntas disposiciones divinas y en respetables diferencias culturales frente al Occidente decadente y corrompido. Habían podido retornar a la escuela, e incluso acceder a la universidad, y adquirir los conocimientos necesarios para ayudar a la reconstrucción del país. Habían conseguido incluso tener contacto con personas e instituciones extranjeras, que les podían mostrar otras realidades y otra manera de ver el mundo. Fue sin duda alguna el mayor logro, si no el único de gran envergadura, de los veinte años de presencia occidental en Afganistán y de la costosísima guerra sostenida a lo largo de todo este tiempo, desde que desalojaran del poder al terror impuesto por el régimen talibán entre 1996 y 2001.

Todo ello se ha venido abajo desde la desastrosa salida y evacuación de Afganistán de los soldados norteamericanos y sus aliados. Apenas instalado, el nuevo régimen talibán no ha tardado en ir gradualmente apretando el dogal sobre sus súbditos, especialmente sobre las mujeres. Primero les volvieron a imponer la vestimenta asfixiante; luego las desalojaron de colegios e institutos; después les prohibieron el acceso a la universidad, exigiendo el cese total de los estudios que ya efectuaban este curso, tras vetarles también su acceso a sus puestos de trabajo. Ahora, han prohibido a todas las organizaciones no gubernamentales, tanto afganas como extranjeras, darles ocupación, cerrándoles así la penúltima ventana por la que pudieran respirar.

Arguyen los dirigentes de Kabul que todo ello es conforme con la Sharía, cuya aplicación rigurosa ofrecerá a las multitudes, privadas de otros espectáculos, el de las flagelaciones y otros castigos públicos. Medidas todas ellas que se han ido acelerando en las últimas semanas, cuando estos fundamentalistas han podido comprobar que el mundo estaba más ocupado en capear el temporal de sus propias crisis o, en el mejor de los casos, en aventurar por dónde se pueden recrudecer las hostilidades globales comenzadas con la agresión rusa a Ucrania.

Cierto que algunas voces aisladas de protesta se dejan sentir en el mundo desarrollado, que ve cómo desaparece de la noche a la mañana el fruto de tanto esfuerzo de guerra y dinero gastado en Afganistán. Pero, en general, la mirada del mundo no se detiene mucho tiempo en aquella tierra que parece maldita. Y, eso sí, es clamoroso el silencio que parece observarse en todo el mundo musulmán.

La tragedia de las mujeres en Afganistán tiene el mismo punto en común con la que sufren las iraníes. En ambos casos, tanto ayatolás como talibanes se empeñan en demostrar a las mujeres que son seres inferiores, que no valen siquiera la mitad que los hombres, que solo pueden hacerse presentes en público si lo hacen tapadas como animales enjaulados, y que jamás podrán tener autonomía como seres humanos y personas libres para disfrutar a su albedrío.

Quizá sea tiempo de acordarse de que, en medio de fiestas y celebraciones, muchas mujeres son maltratadas, encarceladas y asesinadas, y todas ellas, al menos en Afganistán, están confinadas en una tan inmensa como angosta celda de castigo, por el simple delito de ser eso: mujeres.  

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