Americanos y rusos

Joe Biden y Vladimir Putin

Las cosas como son: a Putin no le gusta Biden y, según las agencias norteamericanas de Inteligencia, interfirió en las últimas elecciones para tratar de favorecer a Donald Trump, y a Biden tampoco le gusta nada Putin. Cuando le conoció en 2011 le espetó a la cara que le parecía un hombre “sin alma”. Ahora se van a encontrar en Ginebra sin razones para cambiar la opinión que cada uno tiene del otro y por eso lo mejor es no esperar mucho de la reunión. Lo que se llama rebajar las expectativas.

A Putin le conviene reunirse con Biden porque las sanciones (americanas y europeas) después de anexionarse Crimea hacen mucho daño a su maltrecha economía, que nunca fue muy boyante y que ahora además sufre -como todas- los efectos de la pandemia. Sabe que nadie las va a levantar (al menos por ahora) pero consideraría un triunfo si consiguiera suavizarlas en alguna medida. Además, para un líder nacionalista como Putin el mero hecho de encontrarse bilateralmente, de tú a tú, con el presidente del país más poderoso del mundo es ya un éxito en sí al margen de los resultados de la reunión. Putin considera una tragedia la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que rebajó el estatuto internacional de Rusia a potencia de segundo orden, y luego le sentó como una banderilla de fuego el comentario de Obama calificando a Rusia como una mera “potencia regional”. No se lo ha perdonado y por eso valora mucho estas cumbres bilaterales que permiten que el mundo le visualice como él mismo se ve, a la misma altura que Biden.

Por su parte, a Biden lo que le preocupa de verdad no es Rusia sino el ascenso de China, un país cuya economía pasará pronto a la norteamericana, que está invirtiendo mucho dinero en armamento, que defiende un modelo alternativo de gobernanza global de corte autoritario con mucha aceptación entre algunos países, que utiliza discutibles prácticas comerciales y monetarias, y que amenaza con un indisimulado expansionismo hacia el mar del Sur de China y la propia República de Taiwán, después de engullir a Hong-Kong sin oír más que ligeras protestas del mundo. Y un acercamiento a Rusia -o al menos un ‘modus vivendi’ predecible- no solo le dejaría a Biden las manos más libres con China, sino que tranquilizaría también a los europeos y les podría animar a prestar más atención a Asia y a adoptar una actitud más firme con Pekín y sus violaciones de los derechos humanos. Si EEUU consiguiera esto último podría considerar un éxito la actual gira europea de su presidente.

Siendo todo esto cierto, Biden es un hombre de la vieja escuela, que creció y se formó políticamente en tiempos del comunismo, de la Guerra Fría y de “la destrucción mutua asegurada” y que guarda una animosidad indisimulada por Rusia. A diferencia de Obama no habla de poner el contador a cero (reset) con Moscú, pero tampoco quiere arriesgarse a una escalada. Son varios los contenciosos que tienen ambos países: la anexión de Crimea y la desestabilización de Ucrania, las injerencias en las elecciones norteamericanas, las paralelas acusaciones rusas de que los americanos intervienen en sus asuntos domésticos, los derechos humanos (Navalny), las recíprocas expulsiones de diplomáticos y el cierre de consulados, el apoyo que el Kremlin presta al dictador bielorruso que desvía aviones para detener a opositores políticos, el ciberterrorismo, las desinformación y los esfuerzos que Moscú hace en el mundo no solo para desacreditar a los norteamericanos y sus políticas sino también para meter cuñas en la relación entre Bruselas y Washington.

A pesar de estas evidentes diferencias, hay algo en lo que ambos concuerdan porque conviene tanto a Estados Unidos como a Rusia y es la conveniencia de dotar de una cierta estabilidad y predictibilidad a su relación bilateral para evitar sobresaltos en la medida de lo posible. Porque cuando se dispone de armamento nuclear es mejor evitar riesgos, ambos saben que no conviene jugar con fuego y también saben que hay asuntos en los que deben entenderse en beneficio tanto mutuo como general, por ejemplo, en materia de desarme. Una vez acordada una prórroga de cinco años del Tratado START sobre reducción de misiles estratégicos cabe poner sobre la mesa la posibilidad de ulteriores reducciones de los respectivos arsenales que siguen siendo muy elevados y cuyo mantenimiento al día resulta carísimo, el problema de cómo incorporar a China a los esfuerzos de desarme, o hablar de otros tratados de recientemente denunciados por unos u otros como el INF sobre misiles de medio alcance en Europa o el de Cielos Abiertos. El desarme es el campo más obvio de posible colaboración a corto plazo en beneficio mutuo. Como también lo son la lucha contra el cambio climático (de gran incidencia en el Ártico) o contra la pandemia, donde el espacio para cooperar es muy amplio. Son asuntos que tanto interesan al uno como al otro. Igual que también podrían trabajar juntos en temas de proliferación nuclear como los que plantean Irán y Corea del Norte.

Porque la realidad es que, aunque Rusia ya no se clasifique para Champions -por más que lo procure- sigue teniendo un buen equipo al que hay que respetar y si hay algo que a Washington le quita más el sueño que China, es la posibilidad de que Moscú y Pekín se aproximen y le hagan “un Nixon” en recuerdo a lo que Nixon y Kissinger le hicieron a Brezhnev en 1972 con la cooperación de Mao Zedong y de Chu En-Lai. Y últimamente Rusia y China se están acercando. A favor de los americanos juega el carácter nacionalista de Putin, que difícilmente podrá aceptar ser el socio menor de esa eventual -pero en absoluto descartable- alianza.

Jorge Dezcallar

Embajador de España

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