Argelia: el norte de África en la encrucijada

Manifestación en Argel, el 10 de abril de 2019

A pesar de que oficialmente la celebración de manifestaciones públicas ha estado proscrita desde 2001, estas han ido en aumento desde que se iniciaron el pasado mes de para mostrar la extendida oposición popular a un quinto mandato presidencial de Abdelaziz Bouteflika.

El tono general de la ola de protestas ha sido pacífico, demostrándose así que los organizadores han sacado las conclusiones oportunas de la situación de guerra civil de la conocida como Década Negra iniciada en 1992, cuando el Ejército argelino llevó a cabo un golpe de estado para impedir que el Frente de Salvación Islámico saliera triunfante de la segunda vuelta de las que iban a ser las primeras elecciones democráticas del país.

Ello ha permitido sostener más de 30 semanas de protestas que han llevado al bloqueo político y a una instrumentalización del poder judicial que supone una crisis constitucional a todos los efectos, sin causar incidentes reseñables, salvo las dos recientes muertes a manos de la policía en el noroeste del país, y eso a pesar de que las autoridades gubernamentales han  intensificado la vigilancia de las manifestaciones y el control de los medios de comunicación, a la vez que han llevado a cabo arrestos de activistas de perfil alto, como Karim Tabou, portavoz de la progresista Unión Democrática y Social.

El componente plural y diverso de los manifestantes es un reflejo del hastío de una población que padece un 25% de paro entre las personas menores de 30 años, desesperadas ante la incapacidad de las élites que detentan el poder de socializar la riqueza energética de Argelia. En las protestas en curso, el componente del islamismo radical es marginal, siendo el mínimo común denominador las reivindicaciones contra la corrupción, y la articulación de libertades democráticas en el marco de un estado de derecho.

Estas dinámicas no siempre encajan con el relato que se hace en occidente de la situación, ni el presumible proceso de transición democrática en ciernes es necesariamente la opción preferida en algunas cancillerías europeas con importantes intereses en los hidrocarburos argelinos, y que por consiguiente no verían con malos ojos la estabilidad regional propiciada por un gobierno de mano dura. 

Es difícil exagerar la capacidad disruptiva que tiene Argelia en la zona, por ser país africano de mayor extensión y lindar con siete países, lo que lo convierte en el principal eje para la seguridad regional, tanto en el noroeste africano como en el Mediterráneo occidental, lo que obliga a Europa a seguir muy de cerca el desarrollo de los acontecimientos argelinos. 

La fluidez de la situación sigue in crescendo desde que las múltiples presiones forzaron al presidente interino Abdelkader Bensalah a la convocatoria de elecciones para el 12 de diciembre, satisfaciendo así los deseos del jefe del Ejército, el general Ahmed Gaid Salah, quien había exigido previamente la celebración de comicios antes de 2020.

El anuncio de las elecciones fue acogido con ostensible rechazo entre los opositores al régimen, que demandaron la dimisión tanto del presidente Bensalah como de su primer ministro Bedoui, a la vez que intensificaron las protestas públicas y especularon con la posibilidad de boicotear los comicios no participando en los mismos. Los grupos opositores temen que el Ejército esté moviendo los hilos al imponer unas elecciones que buscan obtener una solución lampedusiana, tras la que yacería la intención de cambiar únicamente el ala civil del régimen de manera que se garantice la continuidad del control militar de la política y coloque la transición democrática en vía muerta.
 
En el momento de escribir este análisis, varias opciones parecen estar abiertas. Desde un probable incremento de la represión, a una pérdida del control de los manifestantes que desbarate la moderación y auto-restricción que han caracterizado a las protestas, hasta la posibilidad de nombrar al que fuese jefe de gobierno entre 1989 y 1991, Mouloud Hamrouche, como presidente interino que gestionase la situación durante el periodo requerido para celebrar las elecciones en unas condiciones de mayor normalidad. En buena medida, la opción que acabe por imponerse dependerá de los respaldos con los que aún pueda contar Abdelaziz Bouteflika tras 20 años a las riendas de los destinos del país.

No deja de ser paradójico que la que es ya la sexta fuerza militar más potente en África, que jugó un papel decisivo como garante de la modernización de Argelia desde su cruenta intendencia de Francia en 1962, sea ahora un obstáculo para alcanzar el siguiente peldaño en el tránsito hacia la liga de las naciones plenamente democráticas, sin que las protestas hayan hecho mella en el férreo control que el general Ahmed Gaid Salah ejerce sobre los militares, hayan disminuido un ápice su habilidad para medrar en los asuntos políticos del país, ni puesto cortapisas a los substanciales intereses económicos que benefician a la cúpula militar argelina.

Por otra parte, tampoco los manifestantes dan muestra de desgaste, a pesar del creciente hostigamiento al que se ven sometidos por parte de la policía, y los de filtros para entrar a la capital, Argel. Sin embargo, se han empezado a oír algunas voces entre los miembros de la oposición que sugieren, por primera vez, la necesidad de una implicación activa de agentes exteriores, cuanto menos en el ámbito de la vigilancia del respeto a los Derechos Humanos. Esto podría estar delatando el temor entre sectores de la sociedad civil argelina a que la volátil situación de impasse acabe por revolverse en clave de violencia.
 

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