Bolsonaro y la tinta del calamar

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No está en absoluto todo el pescado vendido en la República Federativa de Brasil, cuyos 156 millones de electores dilucidarán en segunda vuelta no sólo el futuro inmediato de sus 210 millones de habitantes, sino que condicionarán a todo el continente, incluido Estados Unidos.

Aunque se cuidara mucho de manifestarlo abiertamente, la actual Administración demócrata de Washington contaba con que Luiz Inácio Lula da Silva confirmara los resultados que aplastantemente le auguraban los sondeos. El presidente Joe Biden considera que el fundador y líder del Partido de los Trabajadores (PT) es el hombre capaz de liderar al conjunto de la izquierda latinoamericana y, por consiguiente, reconducir o al menos modular su desarrollo, y que no se multipliquen las tiranías que ya campean de manera descorazonadoramente inamovible en Cuba, Venezuela y Nicaragua.

Lula –literalmente calamar, en portugués-, no ha cumplido con las expectativas de ganar en la primera vuelta, y está por ver que lo consiga en la segunda y definitiva del próximo 30 de octubre, pese a haberse quedado a menos de dos puntos de la mayoría absoluta. Su adversario, el presidente Jair Messias Bolsonaro, no solo ha destrozado los pronósticos, sino que también ha puesto al descubierto que casi la mitad del país es tan derechista como la otra mitad es izquierdista.

Además de enfrentarse a la poderosa dialéctica social de Lula, Bolsonaro tendrá que moderar y dulcificar mucho su mensaje para esquivar las descargas de tinta del “calamar” Lula, que no dejará de recordarle sus enormes errores frente a la pandemia de la COVID, sus ataques a las mujeres y a las minorías, su tolerancia con la inmensa deforestación de la Amazonia, su desprecio a los medios de comunicación que no le son afines y sus veladas amenazas de no reconocer el resultado electoral, esgrimiendo la presunta falsificación de las urnas electrónicas, un sistema que se utiliza en Brasil desde hace nada menos que 26 años.

En lo único en que parecen converger ambos candidatos es en sus acusaciones al Poder Judicial: Lula, porque sigue creyendo  que su condena por corrupción y sus 580 días encarcelado, fueron fruto de una conspiración; Bolsonaro, porque debió considerar en algún momento que los jueces debían someterse a su voluntad ejecutiva, y cuando comprobó que no era así, les atacó tan disparatadamente que hubo de plegar velas, pero dejando una profunda sima entre ambos poderes.

Menguante influencia de un Brasil, siempre potencialmente decisivo

En cuanto al papel internacional de Brasil, Bolsonaro ha minimizado tanto su prestigio como su capacidad para tejer grandes consensos, una de las divisas de la muy avezada diplomacia brasileña. Declarado simpatizante y aliado del expresidente Donald Trump, Bolsonaro no ha logrado contrarrestar en el seno de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) el liderazgo de Xi Jinping y Putin, provocando al mismo tiempo la desconfianza de Washington. Valga como último dato que Brasil se abstuvo, junto con China, India y Gabón en Naciones Unidas cuando se sometió a votación condenar la anexión por Rusia de las regiones ucranianas de Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk.

Como exmilitar, con ramalazos de nostalgia cuartelera, Bolsonaro mimó desde el principio de su mandato al poder castrense, al que todavía contemplan algunos sectores económicos como la mejor garantía de la ley y el orden. No parece que estemos en época de que se den las condiciones para que florezca el recurso a que las Fuerzas Armadas vuelvan sus bayonetas hacia su propio pueblo, pero aquellas deberían no dejar el más mínimo resquicio a la sospecha de que eso podría volver a suceder. Siempre hay una situación de emergencia o extraordinaria para que los autócratas reclamen acudir a soluciones radicales.

En el lado opuesto, Lula tampoco debería pasarse enarbolando promesas que él mismo sabe que no puede cumplir. Cierto es que puede esgrimir con orgullo sus dos mandatos presidenciales, en los que sacó de la pobreza a 50 millones de personas. Sin quitarle un ápice de sus indudables méritos, aquellos años (2003-2010) coincidieron con la explosión de precios de las materias primas que China compraba a manos llenas, y que proporcionaron a sus poseedores la riqueza suficiente para que, bien aplicada, cambiar para bien el rumbo de sus países. No es ahora el caso en estos tiempos de crisis, y en los que hay que atender a tantos frentes.

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