Brexit. La calma antes de la tormenta

Frontera en Irlanda del Norte

Una vez superado el aturdimiento inmediato al resultado del Brexit, el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea se convirtió en una charada con tintes de género literario, con el que ha hecho fortuna una legión de brexitólogos que llevan tres años discutiendo si el vaso está medio lleno, medio vacío, o simplemente hecho añicos sobre la moqueta.
Las brumas al otro lado del Canal de la Mancha han nublado la capacidad del Continente para extraer las conclusiones que se derivan de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Entre el amplio abanico de sesgos cognitivos que recoge la psicología clínica, encontramos uno, denominado sesgo de normalidad, que se caracteriza por la renuencia a reaccionar ante una calamidad que nunca ha ocurrido con anterioridad. Un buen número de empresarios y políticos continentales parecen sufrir este sesgo, y están convencidos de que el Brexit no es que algo vaya a suceder al final, por ser algo tan inaudito. 
Todo apunta, sin embargo, a que cuando los ingleses cruzaron el Rubicón el 26 de junio de 2016, arrastrando con ellos a galeses y escoceses, quemaron los ferris entre Dover y Calais, y que no hay por lo tanto marcha atrás posible. Más allá de lo difícil que resulta hacer predicciones sobre la política de un país cuyo franquensteniano sistema constitucional ha adquirido vida propia, sería harto voluntarista creer que el Brexit no tendrá serias consecuencias geoestratégicas para el conjunto de la Unión Europea. El público inglés, que es muy aficionado a las pantomimas durante el periodo navideño, será este año parte del reparto, gracias a la convocatoria de unas elecciones generales cuyas astracanadas no deberían distraer a los europeos de preparase para la cuesta de enero, una vez que el Reino Unido abandone la UE y lo acuse la economía.
Porque lo cierto es que, si bien los principales damnificados del Brexit serán sus propios promotores, el impacto en los estados miembros de la UE no será desdeñable, especialmente en los países que tienen estrechos vínculos económicos con el Reino Unido, entre los que nos contamos. Esto será particularmente oneroso si no se materializa un marco para el comercio sin trabas entre el Reino Unido y la UE, lo que añadiría costes económicos que harían inviables las cadenas de valor posibles gracias al Mercado Único, y cuya desaparición obligaría a las autoridades británicas a adoptar una estrategia industrial propia que le llevaría rápidamente a entrar en una competencia mercantilista directa y conflictiva con la UE,  en múltiples sectores de actividad, hasta ahora integrados sin costuras en la economía comunitaria.
Si las peores proyecciones del propio Gobierno británico se cumplen, el Reino Unido se quedará con pocas más cartas que las de convertirse en un Singapur occidental, con una economía cuya competitividad se basará en la desregulación laboral y medioambiental, bajos impuestos, una protección reducida de los consumidores, y la monetización de los datos personales, convirtiéndose así en el negativo fotográfico divergente de una Unión Europea cuyo estandarte y modus operandi es el poder normativo compartido. 
Esto sería particularmente dañino para las empresas europeas que operan en los sectores  informáticos, armamentísticos, aeronáuticos, científicos, y de servicios comerciales y legales, en los que el Reino Unido ya ostenta excelencia. En la misma situación se encuentran los servicios financieros de la City, cuya agregación de escala, y cuya disociación del sistema financiero europeo, conllevaría una restricción de la disponibilidad de capital y un incremento de los costes operacionales de las transacciones realizadas en los mercados de capitales europeos.  No sería éste un parto sin dolor, por muy de los montes que fuese, y es plausible esperar ataques especulativos como los que sufrió el Banco de Inglaterra durante el traumático Miércoles Negro de septiembre de 1992, que obligó a los británicos sacar la libra esterlina del Mecanismo Europeo de Cambio. Parece improbable que los poderosos gestores de Hegde-Funds desaprovechen la ocasión para especular a costa tanto del Banco de Inglaterra como del Banco Central Europeo, causando una ola de inestabilidad cuya respuesta concertada es mucho más ineficaz si se produce un desencuentro entre británicos y europeos después del 31 de enero de 2020. 
Más allá de lo económico, es presumible que el ostracismo voluntario de los británicos altere sustancialmente la naturaleza de la diplomacia europea durante la próxima década, haciendo que la tarea del recién nombrado Alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, José Borrell, suponga un reto inédito, que le obligará a crecerse para ser mucho más canciller que representante de comercio. 
De entrada, es posible que en un plazo no demasiado dilatado, la Unión Europea pase de tener un interlocutor en las Islas Británicas a tener varios, habida cuenta de que las contradicciones internas del Reino Unido podrían muy bien provocar una ignición espontánea interna que redujese a cenizas la propia estructura nacional del país tal y como la conocemos desde 1921, dado el aumento en el número de norirlandeses favorables a la reunificación de Irlanda del Norte y la República de Irlanda, y la determinación de los nacionalistas escoceses de volver a celebrar un referéndum de independencia lo antes posible. 
En el ínterin, no sería del todo sorprendente ver un aumento de fricciones  fronterizas con las zonas geográficas que ahora forman parte de la unión aduanera, como Jersey, Guernsey, las bases británicas en Chipre,  y, cómo no, Gibraltar; ejemplo visible de una forma de hacer política basada en el principio del “divide et impera” de Filipo de Macedonia, que ahora volverá a ocupar un espacio preferente en la caja de herramientas de la diplomacia londinense.
Con todo, por más que el proyecto europeo  se asemeje más a la Quimera de la mitología griega, con su cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón, que al estilizado “tigre de papel” que los más fervientes partidarios  del Brexit piensan que es, la EU no deja de ser un fauno, que bien puede despertar de su siesta mostrando sus garras si quienes lleven las riendas de la Gran Bretaña optan por definir su salida del bloque europeo como un juego de suma cero basado en la disgregación de la UE, tal y como busca Donald Trump.
Paradójicamente, el dilema estratégico al que se enfrenta el Reino Unido después del Brexit le lleva a tener que optar entre ser, en mayor o menor medida, un Estado miembro de la Unión Europea o un estado asociado de los Estados Unidos de Ámerica. La participación como llamante de Donald Trump en el programa radiofónico de Nigel Farage el pasado 31 de octubre, fecha en la que Johnson había prometido sacar al RU de la UE, o morir en el empeño, y en durante la cual el presidente americano amenazó sin disimulos con bloquear cualquier acuerdo de libre comercio entre EEUU y RU si Westminster aprobaba el acuerdo negociado por Johnson con la Comisión Europea, convierte las Elecciones Generales del 12 de diciembre en un nudo gordiano,  que si el vencedor decide cortar por lo sano en vez de desatar, nos pondrá a las puertas de una zona de turbulencias, de la que, no obstante, la integración europea puede salir reforzada si no adopta la táctica del avestruz, pero en la que ambas partes tienen muchas plumas que perder, y casi nada que ganar.

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