Covid-19: el día después

Covid-19: el día después

Las sociedades humanas tienen ángulos muertos, que no les dejan ver cuándo doblan la esquina de la historia,  al transitar hacia un nuevo paradigma. De haber existido la CNN en los tiempos de la caída de Constantinopla, no se habrían generado titulares anunciando el inicio de la Edad Moderna; un concepto desarrollado a posteriori; no por sus protagonistas. Es previsible que el alcance de la actual pandemia suponga un antes y un después de la globalización, tal y como la conocemos, por mucho que por ahora sólo podamos especular sobre la base de subrayar las implicaciones de lo que está a la vista, y las amenazas que se amagan tras el horizonte cercano.

Y lo que sabemos es que igual que la crisis financiera de 2008 puso en evidencia la fragilidad a la que la libre circulación de capitales había sometido a la economía global, la actual crisis pandémica está poniendo de manifiesto los riesgos inherentes a la libre circulación de personas en un mundo globalizado, y las debilidades subyacentes de la economía mundial.  

En ambos casos, la crisis fue posible por la ausencia de sistemas mundiales de gobernanza y regulación, aunque en el caso actual, si bien el hipocentro de esta crisis inédita es epidémico, su epicentro será económico, y de una magnitud y alcance aún por determinar. Por consiguiente, cuando una crisis dé paso a la otra, se pondrán sobre la mesa cuestiones geoestratégicas, una tectónica de placas de considerable calado y fricción, que será ineludible abordar: dos crisis sistémicas consecutivas, en menos de diez años, es más de lo que el orden mundial es capaz de absorber sin agrietarse: las economías nacionales sometidas a cuarentena,  repercuten en todo el sistema, porque éste depende del mantenimiento de la demanda, de la dinámica de la producción incremental, y de las cadenas de suministro distribuidas por todo el globo. 

A pesar de los cantos de cisne propios de los regresivos American First y del Brexit, y algunos esfuerzos puntuales por relocalizar y regionalizar la producción, lo cierto es que impensable un giro en el curso de la historia, para volver al paradigma de Wilson, o a un status similar al del Orden de Westfalia, por lo que se hará necesario actualizar y dotar de  capacidad de actuación  a los entes supranacionales existentes, a la vez que crear otros de nuevo cuño para gestionar –y sobre todo liderar- la realidad de la primera mitad del  Siglo XXI, no la de la segunda mitad del Siglo XX. Ni el criterio para la membresía del Consejo de Seguridad de la ONU puede medirse en megatones, ni el bienestar de la población puede depender de una alianza de conveniencia entre el anarcocapitalismo y el capitalismo de Estado. 

Como se suele decir, no se puede reintroducir el dentífrico en su tubo. Las dependencias mutuas que la globalización ha enhebrado, así como las expectativas de prosperidad que albergan los países del sur, resaltadas por la ubicuidad digital, son el combustible de un tren que carece de marcha atrás.

Tal y como ya han señalado tanto la OCDE como la UNCTAD, el pronóstico del impacto económico consecuente con la pandemia, apunta a una recesión que no se podrá remontar en el tiempo sin una concertación global de medidas de reactivación, que forzosamente tendrán que ser diferentes a las aplicadas en la anterior crisis: la deuda global ha alcanzado niveles sin precedentes, equivalentes a unas tres veces los ingresos medios per cápita, mientras que las inversiones que las empresas han venido llevando a cabo desde la última recesión, están fuertemente basadas en emisión de bonos, y sometidas a avales respaldados por derivados financieros. 

El FMI advirtió en 2019 de que una crisis económica la mitad de grave que la de 2008 pondría en riesgo casi el 40% de la deuda corporativa, conduciendo a quiebras masivas y a decenas de millones de desempleados. Nada anticipa que las ondas de choque de la pandemia no vayan a llevarnos a esa precisa situación. Aunque las políticas monetarias y fiscales puedan ayudar, lo cierto es que un componente crítico de la crisis en ciernes es la interrupción de la oferta, por lo que las políticas de estímulo de la demanda tendrán una efectividad limitada en algunos casos, y perjudicial en otros, como en aquellas economías centradas en la exportación. 

Por lo tanto, parece evidente que serán necesarios ajustes para reforzar las costuras de la gobernanza global, si se quiere estabilizar la economía, y añadir más actores económicos al sistema, lo que a medio plazo requerirá limitar la capacidad actual de algunos estados para imponer unilateralmente o por interposición del Consejo de Seguridad de la ONU, sanciones y embargos que incitan a los países que los sufren a usar una diplomacia asimétrica, en la que la dialéctica de la fuerza es una herramienta más, y someter a los países en desarrollo a las mismas prácticas de empréstitos que Francia puso en práctica en Túnez en 1863, y que ha llevado ahora a Líbano a declararse insolvente. 

A pesar de la contradicción aparente, tanto Francis Fukuyama como Samuel Huntington produjeron tesis correctas en sus respectivos libros seminales: si bien es cierto que el nuevo milenio nos trajo el final del historicismo marxista y la hegemonía capitalista, ésta ha traído consigo un choque de visiones socioculturales, al que con frecuencia se le ha dado una salida violenta, plasmada en guerras de baja intensidad relativa, pero con tendencia a hacerse perennes, en el Oriente Próximo, el Magreb y el Sahel, y el corolario de un problema de seguridad internacional, que en buena medida responde a las heridas que dejó abiertas el colonialismo europeo del siglo pasado, y la política de nation-building del presente siglo, en ambos casos con el control de los hidrocarburos como tema central. La enésima derivada de esta ecuación, es la guerra de precios del petróleo entre Arabia Saudita y Rusia,  que busca tanto acaparar mercados como hacer mella en el mercado americano del esquisto bituminoso (fraking). 

Sin embargo, desde la publicación de ambas obras, China se ha convertido en una superpotencia de pleno derecho, que no sólo está aquí para quedarse, sino que está ocupando a pasos de gigante los vacios creados por el fin del mundo bipolar. Del mismo modo, Moscú no renunciará a su legítima preocupación por la expansión de la OTAN hacia su esfera de influencia, ni permanecerá inactivo en la escena internacional, y tampoco los países que forman parte de Unión Africana, la Unión Europea, o la Unión del Magreb Árabe, tolerarán indefinidamente permanecer sin voz en el concierto internacional, dejando que la globalización sea un duopolio de suma cero, que propicia  que ciertos países y entidades financieras aumenten su riqueza a costa del estancamiento y del endeudamiento de otros. 

Como decíamos anteriormente, la propia lógica del mercado hace que las medidas unilaterales resulten contraproducentes, y por ende fútiles. Por lo tanto, toda prescripción que aspire a tratar las contradicciones de la globalización -y no solamente los síntomas de los problemas que la aquejan- debe partir de la premisa de la cooperación multilateral coordinada; una ruta que pasa indefectiblemente por un modelo de globalización regulado y sujeto a una gobernanza arbitrada y empoderada. 

La solución a los desequilibrios de la economía global, y la mitigación de los riesgos geoestratégicos de las violentas respuestas espasmódicas que origina en los países más desfavorecidos, no pasa por volver a poner en marcha la máquina de imprimir aún más papel moneda, sino de buscar los consensos y pactos necesarios para  invertir en instituciones supranacionales de soberanía compartida y alcance global; que puedan tomar las riendas de una globalización que los mercados se han mostrado -por segunda vez- incapaces de gobernar en interés de todos.

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