Opinión

Derrota dolorosa en Afganistán

photo_camera Taliban in Afghanistan

Estaba claro que Estados Unidos no tenía más opción que marcharse de Afganistán. Prolongar aún más su estancia solo hubiera servido para seguir enterrando miles de millones de dólares en aquellas indómitas tierras, además de los muertos. Con el líder del mundo que se ha dado en llamar Occidente, abandonan también sus aliados de la OTAN, España incluida, que ahora deberían esforzarse en dar amparo y cobijo a los afganos que les sirvieron de intérpretes, ayudantes o auxiliares, y evitar que sean despellejados por los talibanes que se están haciendo a marchas forzadas con las riendas del país. 

Como en tantos otros capítulos de la política internacional, el actual presidente Joe Biden no ha hecho sino seguir la estela de lo que ya hizo su predecesor, Donald Trump. Su Administración firmó en febrero de 2020 con los talibanes, en la capital de Qatar, un acuerdo para instaurar la paz en Afganistán. En realidad, tal acuerdo se reducía a disponer los plazos de la retirada de las fuerzas extranjeras, que en principio debería haberse completado en abril de este 2021, pero que Biden, quizá por distinguirse, lo ha fijado en el próximo 31 de este mes de agosto. No llegarán, pues, a cumplirse los veinte años desde que el presidente George W. Bush lanzara su ofensiva sobre Afganistán el 7 de octubre de 2001 en represalia por los ataques terroristas del 11 de septiembre anterior. 

Como se han encargado de denunciar numerosos historiadores, ni Estados Unidos entonces, ni previamente los invasores de la Unión Soviética, ni aún antes los ingleses en el siglo XIX llegaron a comprender la complejidad de Afganistán. Unas tierras secas, inhóspitas, guardadas por grandes montañas tras las que se guarece un conglomerado de tribus pastunes, tayikas, hazaras, a menudo en guerra entre ellas mismas, pero cuyas hostilidades cesan si de lo que se trata es de combatir a un enemigo extranjero. El periodista e historiador franco-americano Guy Sorman resumía ese mosaico con la declaración que le hizo en Jalalabad, allá por 2003, uno de los jefes tribales a los que logró acceder: “He sido pastún durante 2.500 años, musulmán durante 1.000 y afgano desde que en el siglo XIX los rusos y los británicos intentaron colonizarnos”. 

Para Sorman, como para muchos otros analistas, es materialmente imposible que los servicios de documentación del Pentágono ignoraran las lecciones de historia que ya nos dejara Alejandro Magno, quién tras untar convenientemente a los líderes tribales del año 325 a.C., pudo atravesar las tierras al este de Persia, esto es Afganistán, sin mayores contratiempos, tras prometerles que su verdadera intención era llegar a la India, lo que entonces se consideraba el fin del mundo por el lado de Oriente. En todo caso, a la vista está que si tales informes documentados existen, tanto en el Pentágono como en la propia Casa Blanca prefirieron ignorarlos, como antes hicieron en el Kremlin o en el 10 de Downing Street. 

Dura sharía en el interior, pragmatismo en el exterior

Absolutamente herméticos en lo que respecta a su propia organización interior, todo lo que en adelante pueda hacer el poder talibán es mera deducción por indicios. Lograron mantenernos durante dos años en la ignorancia de la muerte en 2013 de su líder, el mulá Omar, el amigo y protector del fundador y a su vez líder de Al-Qaeda, Osama bin Laden. El actual máximo jerarca sería el mulá Haibatullah Akhunzada, en realidad más un jefe religioso que militar. A él se le atribuye haber decretado la erradicación de un peligroso brote islamista, el EIJ (Estado Islámico de Jorasán), en realidad una ramificación afgana del Daesh. El pasado julio una delegación talibán, que sostuvo conversaciones en Moscú con el Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, transmitió el mensaje de Akhunzada de que “jamás toleraría que el Daesh se instalara en Afganistán”. Y parece que lo está cumpliendo, a tenor de los golpes que está asestando a los militantes del EIJ.  

Si en lo ideológico no se observan grandes cambios entre los talibanes de hoy y los que instalaron su régimen de prohibiciones, castigos y terror a finales del siglo XX, los actuales seguidores de Akhunzada parecen optar por el pragmatismo en sus relaciones con el extenso vecindario circundante. China ha sido la primera gran potencia en aproximarse, tanto para intentar salvaguardar sus inversiones como para proponer un pingüe comercio a propósito de las tierras raras que también se han descubierto en los desiertos afganos. Pakistán aspira a mantener su impronta e influencia con el nuevo régimen. Bien es verdad que para que ello suceda, los talibanes habrán de tomar Kabul y el cada vez menor territorio controlado por el presidente Ghani y el líder opositor Abdullah, algo que de momento parece que sólo lo ejecutarán cuando la endeble democracia afgana termine por desmoronarse. 

Esto último es sin duda el mayor fracaso de la operación de Occidente, porque ni se ha implantado la democracia, ni se ha logrado la estabilidad del Gobierno central de Kabul, los dos grandes objetivos que se propusieron sucesivamente Bush y Obama. 

Es, pues, otra de las lecciones que debieran aprenderse de esta larga guerra: que la democracia liberal no se establece, y menos se consolida por decreto, en territorios que no solo no son Estado sino ni siquiera nación, conforme a los parámetros euro-americanos. Sin renunciar a la primacía y superioridad de Occidente, éstas deberán ser el fruto de otras estrategias, especialmente las que demuestren de manera persuasiva que el valor de la libertad conlleva aparejada la prosperidad general, de tal suerte que cada pueblo crea que merezca realmente la pena luchar por la libertad y la democracia contra viento y marea.