Opinión

El arte de la diplomacia entendida como filibusterismo

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Sostiene el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su ensayo ‘Sobre el poder’ que la verdadera demostración del poder no se manifiesta en la lucha, sino en su ausencia. Usa para explicar su tesis la alegoría del ratón que ha sido atrapado por un gato, y juguetea con él, dejándole corretear fútilmente para escapar del felino que simplemente ha retrasado el sino del roedor. 

A la luz del comportamiento errático de las autoridades británicas, en contraste con la burocrática circunspección de la que ha hecho gala la Unión Europea desde que se confirmó el resultado del referéndum sobre la pertenencia del Reino Unido a la UE, es difícil resistirse a pensar que el Brexit ha parido un ratón al que sólo le queda huir hacia adelante.  

No deja de ser insólito que esto le esté sucediendo a un país que durante casi medio siglo ha sido miembro de pleno derecho de una organización a la que buena medida dio forma. Así, el Reino Unido negoció la creación de Fondos Regionales, impulsó una política que implicaba una mayor coordinación de la política exterior en Europa, renegoció la Política Pesquera Común, lideró la Reforma de la PAC y la creación del mercado único, abogó por incrementar la colaboración en materia de defensa; abogó por la incorporación de los países del este, y hasta votó a favor de la adhesión de Turquía. 

Pero la última andanada diplomática contra lo pactado voluntariamente es difícilmente sorpresiva. El nudo Gordiano del problema irlandés es irresoluble, y lo único que es discutible es dónde situar la aduana que salvaguarde el mercado único europeo, entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido, o entre las dos irlandas. Siendo esto último inviable por estar prohibido en el tratado internacional del Acuerdo del Viernes Santo, Downing Street apuesta por crear el alboroto suficiente para que la Bruselas y Washington presionen a Dublín para que la aduana se implante entre la República de Irlanda y el resto de la Unión Europea. De ahí que pongan el foco en retirar la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), porque saben que mientras Irlanda del Norte sigue siendo parte del mercado único y de la unión aduanera, la legislación pertinente para ambos es la legislación de la Unión Europea, cuya autoridad legal recae sobre el TJUE. 

Boris Johnson y sus acólitos son conscientes de que la fuerza de la Unión Europea radica en su poder normativo, por lo que perder la batalla del TJUE conllevaría que se replegase a una segunda línea de defensa.  Es por esto que en respuesta a la presentación por parte de la Unión Europea de  un paquete de soluciones técnicas para corregir las disfuncionalidades surgidas tras la aplicación del Protocolo sobre Irlanda e Irlanda del Norte que todas las partes firmaron libremente, el Gobierno de su Graciosa Majestad ha respondido con un documento político, por cuanto supone una enmienda a la totalidad de lo aprobado rotundamente por el Parlamento británico, que disfraza de solución lo que en realidad es un nuevo e inextricable problema, puesto sobre la mesa para hacer imposible un acuerdo, y  dilatar el clima de agravio.

No parece, sin embargo, que esta estratagema tenga probabilidades de triunfar. Esperar que, convirtiendo la isla irlandesa en un escenario de confrontación, el Reino Unido pueda salir airoso de una guerra comercial que la Unión Europea puede ganar sin pestañear, sólo es creíble si se cuenta con la anuencia del influyente lobby irlandés-estadounidense. 

Siendo el actual presidente norteamericano de ascendencia irlandesa, y dado el protagonismo que tuvo Estados Unidos en poner fin a la guerra civil en el Ulster, es harto improbable que la Comisión Europea no le vea el órdago a Londres, especialmente después de su apuesta por hacerse un sitio en la región del Asia-Pacífico y congraciarse con la Administración Biden, a costa de París.

Bruselas, por su parte, es consciente tanto de que la población británica está empezando a mostrar síntomas de hartazgo del Brexit, como de lo útil que le resulta a Johnson invocarlo para eludir su responsabilidad achacando a Europa las consecuencias de sus propias decisiones.  Por mor de estas dinámicas, a Bruselas le basta con resistir para ganar, dejando que Downing Street sufra el desgaste sistémico que comporta relativizar su propio Estado de derecho repudiando un compromiso legal al que está vinculado por el derecho internacional. 

La política exterior de Gran Bretaña en los últimos 400 años ha girado en torno a evitar que hubiese un poder predominante en el continente europeo. Dado que ahora que ese poder existe encarnado en la Unión Europea, y toda vez que Londres ya no puede seguir poniendo palos en las ruedas del proyecto europeo desde dentro, era totalmente previsible que el Reino Unido volvería a agitar el antiguo cóctel estrategia de divide et impera y filibusterismo diplomático, mitad Lord Palmerston, mitad Henry Morgan, que tan pingües beneficios le reportó en el pasado.