El dilema eterno de Estados Unidos

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Con el vigésimo aniversario del brutal atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York ya superado, y con la caótica retirada de tropas norteamericanas de Afganistán fresca en nuestra memoria, abundan los debates acerca del lugar que ocupa Estados Unidos en el mundo actual. Y, claro está, también se habla mucho de Biden y su administración, inaugurada hace apenas nueve meses. ¿Es Joe un aislacionista que pondrá fin a las numerosas intervenciones de su país en otros Estados, tras culminar la retirada de Kabul? ¿Supone ello que Washington renuncie, por primera vez desde 1945, a liderar el mundo? ¿O, al contrario, está simplemente reorientando su política exterior hacia los océanos Índico y Pacífico, para contener el ascenso chino? Pero siguiendo esa lógica, ¿no debería Biden haber mantenido la influencia americana en Afganistán, un país fronterizo con China?

Asimismo, debido a la posición preeminente de Estados Unidos sobre sus aliados europeos, también han abundado los análisis que interpretan el fin de la intervención americana en Afganistán como una derrota sin paliativos de Occidente, al haberse rendido en su intento por proteger a la población afgana frente al integrismo talibán. Así lo decía José María Aznar en una entrevista al ABC, en la que calificaba de “débiles” a los tres últimos presidentes en Washington y criticaba lo que él concibe como un repliegue global de Estados Unidos, simbolizado en Afganistán como una “rendición incondicional innecesaria” de Occidente. En la misma línea hablaba Armin Laschet, candidato del partido Unión Demócrata Cristiana (CDU) en las elecciones alemanas, al considerar la retirada de Afganistán como la “mayor debacle” en la historia de la OTAN. 

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A lo largo de su historia reciente, los Gobiernos en Estados Unidos han asumido el liderazgo de Occidente y, en la medida de lo posible, del mundo. No es por casualidad que se le haya considerado como el ‘policía del mundo’, que actúa para proteger sus intereses y el orden liberal internacional que dice defender. Y tras el colapso de la Unión Soviética hace tres décadas, la posición de dominio estadounidense se reforzó considerablemente, dando pie al llamado momento unipolar: una corta etapa de la historia, más o menos entre 1990 y 2005, en la que Estados Unidos (y, por extensión, Occidente) no tenía rivales por la hegemonía global. Madeleine Albright, secretaria de Estado durante la Administración de Bill Clinton, se refirió a Estados Unidos como la “nación indispensable”, reflejando una visión sobre el país y sobre el orden mundial que hasta hoy ha reverberado en la toma de decisiones en la Casa Blanca, tanto para presidentes republicanos como demócratas.

Pero el momento unipolar estadounidense fue precisamente eso, un breve instante en la historia del mundo. El mundo multipolar de hoy, donde el poder se encuentra fragmentado y dividido entre varias potencias, es muy diferente al de 1990, con el muro de Berlín derribado y la Unión Soviética en plena descomposición. Dos ejemplos lo ilustran a la perfección. A pesar de las numerosas coincidencias entre ambos eventos, sus consecuencias y el contexto en el que ocurrieron no podrían ser más diferentes. 

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En 1990, Estados Unidos declaró la guerra al Irak de Saddam Hussein, que había invadido al diminuto emirato de Kuwait. La invasión amenazaba con desestabilizar el golfo Pérsico y todo Oriente Medio, y especialmente a aliados de Estados Unidos como Arabia Saudí, fronteriza con Irak. Estados Unidos, presidido entonces por George H.W. Bush, contó con el apoyo de más de treinta países, formando la coalición más numerosa desde la segunda Guerra Mundial. La Operación Desert Storm (Tormenta del Desierto) fue un éxito rotundo que desalojó a las tropas iraquíes de Kuwait, y restableció el equilibrio en la región. Bush, a pesar de las presiones por miembros de su gabinete, rechazó invadir Irak. Pero consolidó el liderazgo incontestable de Estados Unidos, y relegó al derrotado Irak de Hussein al ostracismo económico y la irrelevancia política durante la década siguiente.

Avancemos trece años. La historia es caprichosa y en aquel 2003 el presidente de Estados Unidos era el hijo de George H.W. Bush. Habían pasado dos años del atentado contra las Torres Gemelas y la Guerra contra el Terror anunciada por Bush Junior estaba empezando a cobrar forma. Tras alegar (falsamente, como se demostró más adelante) que Saddam Hussein estaba desarrollando armas de destrucción masiva, el Gobierno de Bush empezó la guerra contra Irak, que Bush justificó como necesaria para evitar de forma preventiva un futuro ataque contra América. 

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Hasta aquí, la guerra de 2003 y la de 1990 presentan paralelismos. Sin embargo, esta vez Estados Unidos no obtuvo el apoyo de una coalición global. Sólo Reino Unido (a pesar de la negativa de su Parlamento), y, en menor intensidad, Estados como España y Polonia se unieron a Washington en la ofensiva contra Hussein. Estados Unidos estaba más solo que trece años atrás. Además, gracias a la perspectiva que otorga el tiempo, hoy hay consenso en que las consecuencias de la guerra de Irak fueron desastrosas para los intereses de Estados Unidos. Hussein fue depuesto y ejecutado, sí, pero el Estado iraquí fue desmoronado y nunca sustituido por una estructura eficiente y representativa que pudiera integrar a millones de iraquís de sectas diferentes, y que fueron testigos de las atrocidades perpetradas por el ejército americano. El resultado fue la proliferación de guerrillas y de grupos terroristas, el colapso de toda autoridad y el aumento de la presencia de Irán, el gran rival regional de Estados Unidos, que utilizó sus vínculos con la población chií en Irak para influir a los sucesivos Gobiernos en Bagdad hasta hoy. Además, la guerra convirtió a Estados Unidos en enemigo a ojos de buena parte de la población en la región. 

En efecto, el fracaso en Irak aceleró el declive de Estados Unidos en la región, para beneficio de aquellos actores a los que Bush precisamente quería frenar mediante la invasión. Durante los años que siguieron a la invasión de Irak en 2003, el tablero global empezó a cambiar: China y Rusia asomaban sus cabezas en el terreno económico y también el militar; la Unión Europea trataba de armar una política coherente entre todos sus estados miembros; y varios países en desarrollo, como Brasil, Sudáfrica, Irán, México y por supuesto la India se mostraban en pleno ascenso económico, ganando cada vez más influencia en la gobernanza global. 
Estados Unidos ya no estaba sólo en la cumbre. El mundo multipolar estaba en marcha.

Las consecuencias de la ocupación de Irak iniciada en 2003 fueron nefastas para Estados Unidos. Tal fracaso puede ser atribuible al ‘overreach’, un exceso de ambición de la política exterior estadounidense, por entonces basada en la voluntad de ser el único poder hegemónico en el mundo, el policía global. Estados Unidos debía estar en todos los sitios posibles todo el tiempo posible. Así como Bush padre se negó a abrir la caja de Pandora en 1990 e invadir Irak tras liberar Kuwait, Bush hijo lideró una guerra brutal que tenía como fin consolidar la posición de Estados Unidos en Oriente Medio y en el mundo y expandir la democracia, lo que desde su administración se conoció como la ‘Freedom Agenda’. Si los terribles atentados del 11S simbolizaron el fin del momento unipolar, los años siguientes a la Guerra de Irak confirmaron la incapacidad de Estados Unidos de moldear el mundo a su manera. 

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Barack Obama fue elegido presidente en 2008 con un mensaje marcadamente crítico con la política exterior de su país, y bajo su mandato se produjo la evacuación progresiva de las tropas de Irak. En 2011, sin embargo, Estados Unidos realizó una serie de bombardeos sobre Libia que contribuyeron al asesinato de Muamar El Gadafi, demostrando que la pulsión de intervenir militarmente en otros países, a costa de la vida de miles de inocentes, sigue muy presente en Washington.

Sin embargo, la Guerra de Irak y la intervención en Libia parecen haber provocado una reacción a favor de una política más precavida y humilde entre los votantes de Estados Unidos. La retirada de Afganistán contó con el apoyo de un 77% del electorado, según una encuesta conjunta de Washington Post y ABC News. Este apoyo se extiende tanto a los votantes demócratas (88%) como republicanos (74%), algo que parece antinatural en tiempos de extrema polarización.

De hecho, tanto Donald Trump como Joe Biden hicieron del fin de las ‘forever wars’, y sobre todo de la retirada de Afganistán, una de sus promesas electorales. La Administración Trump alcanzó un acuerdo con el Gobierno afgano y con los talibanes para abandonar el país en 2021, y Biden cumplió con su promesa de evacuar todas las tropas americanas antes de septiembre de este año. A pesar de sus diferencias en su retórica y estilo, Trump y Biden son más parecidos de lo que a sus votantes les gustaría reconocer, al menos en política exterior. Ambos presidentes han consolidado la reorientación de la política exterior de su país hacia Asia iniciada por Obama, debido a lo que desde la Casa Blanca se percibe como una mayor agresividad de China y de Rusia. La presencia militar en Oriente Medio, de unos 60.000 efectivos, se ha moderado desde el pico de 200.000 a inicios de este siglo. 

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En Estados Unidos parece estar ganando terreno la postura realista que aboga por una limitación del rol global preeminente que ha tenido hasta ahora, en contraposición al idealismo propio de la visión de Estados Unidos como el policía global. En los círculos académicos y políticos, esta estrategia de restraint (auto-restricción) está popularizándose cada vez más. El propio Biden ya fue una de las voces críticas con el intervencionismo de Obama, especialmente en el bombardeo en Libia, y este año puso fin a la guerra en Afganistán después de dos décadas. Su administración parece haber optado por la visión más realista, menos ambiciosa pero adaptada a los tiempos que corren. Eso no implica que Estados Unidos haya perdido su posición de privilegio, sino que ya no es el único con tal posición.

Esta nueva visión, más pesimista acerca de las posibilidades que tiene Estados Unidos de ser el líder de un mundo multipolar, implica necesariamente un estrechamiento de sus intereses nacionales. Ahora que Estados Unidos no puede (ni debe) estar presente en todos los sitios posibles todo el tiempo posible, su estrategia debe ser más selectiva: no todos los rivales de Washington suponen una amenaza existencial; no todos los sucesos, por trágicos que sean, se pueden solucionar satisfactoriamente a través de la fuerza. Ese es el gran reto del presente y de los futuros gobiernos norteamericanos: detectar dónde y cuándo debe Estados Unidos defender sus intereses, y dónde y cuándo debe abstenerse de actuar.

De momento, a pesar de los frecuentes lamentos sobre la deriva aislacionista de Estados Unidos, la realidad es que lo que se está promoviendo en la Casa Blanca desde la era de Obama es una reorientación de su política exterior ajustada a los tiempos que corren, no una claudicación total de sus intereses vitales. Estados Unidos no se está aislando, simplemente está sustituyendo su estrategia de hegemonía global por una más comedida, selectiva y realista. Y en esta revisión de sus prioridades, la región del Indo-Pacífico ha reemplazado a Oriente Medio como el principal escenario en el que Estados Unidos, a ojos de sus líderes, debe consolidar su posición. El reciente pacto entre Estados Unidos, el Reino Unido y Australia (AUKUS) tiene como fin contrarrestar las ambiciones de China en esta área del mundo. 

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Y aquí entra en juego Afganistán. Lo cierto es que el país centroasiático no es hoy en día un enclave estratégicamente importante para Estados Unidos, y quizás nunca lo ha sido. Por deleznables que sean las políticas del califato talibán respecto a las mujeres, las niñas y las minorías religiosas, desde el punto de vista geopolítico Estados Unidos tenía poco que ganar y mucho que perder. Tras veinte años de ocupación americana, el Gobierno afgano apoyado por Washington no ha sido capaz de convertirse en una alternativa creíble a ojos de muchos de sus ciudadanos frente a los talibanes. Y en el caso en que China y Rusia consigan incrementar su presencia en Afganistán (algo que está por ver), la posición global de Estados Unidos no se vería amenazada seriamente – y tampoco la de Occidente, a pesar de los apocalípticos lamentos expresados por varios políticos y analistas. En un mundo multipolar, las potencias tienden a asegurar un área de influencia alrededor de sus fronteras. Y de la misma forma que Estados Unidos se asegura tener buenas relaciones con México y otras repúblicas centroamericanas al sur y con Canadá al norte, China tiene interés en hacer lo propio con el nuevo Afganistán de los talibanes. Quizás hubo en tiempo en que Estados Unidos podía mantener una fuerte presencia en un país tan remoto y diferente como Afganistán (otro tema es si debería hacerlo), pero hoy en día eso es prácticamente imposible.

La tensión entre idealismo y pragmatismo siempre ha impregnado los debates sobre la política exterior norteamericana. El electorado y el ‘establishment’ en Estados Unidos parece haber aprendido la lección de Iraq y, a pesar de contar todavía con centenares de bases en el extranjero y estar involucrado en seis guerras a día de hoy, es posible que su política exterior del futuro sea más realista, limitada y adaptada a un mundo fragmentado en el que no puede estar en todos los lugares todo el tiempo. Ese es el dilema eterno de Estados Unidos: alcanzar el equilibrio entre sus ambiciones y la realidad; no retirarse por completo del mundo, pero no pecar de intervencionismo. Ambas posturas son en última instancia perjudiciales para sus intereses y su propia población.

John Quincy Adams, sexto presidente norteamericano, declaró en 1821 que América “no va al exterior, en búsqueda de monstruos que destruir”. Doscientos años después, y tras décadas de guerras en las que Estados Unidos se embarcó con el fin de acabar con un sinfín de monstruos amenazantes, existen indicios de que su política exterior está ajustándose al deseo de Adams. El futuro dirá si la retirada de Afganistán se queda en un mero símbolo o si realmente Estados Unidos está dispuesto a repensar su rol en el mundo, uno más discreto y acorde con sus capacidades. El complejo industrial-militar, sobre el que ya avisó Eisenhower en los años 50, sigue teniendo una gran influencia en el día a día en Washington. Aun así, hay motivos para suponer que la era de las ‘forever wars’ y de América ejerciendo de policía global ha tocado a su fin. Ahora son varios policías los que patrullan el planeta, y Estados Unidos debe actuar en consecuencia.
 

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