El fin del principio del Brexit, ¿año cero de Europa?

Brexit

Sería ingenuo enmarcar la salida definitiva del Reino Unido de la Unión Europea incurriendo en el error de dar por hecho que los británicos dejarán de medrar en los asuntos continentales. Una rápida lectura en diagonal de cualquier tratado de Historia Contemporánea muestra a las claras que desde el inicio de la Edad Moderna, la estrategia al otro lado del Canal de la Mancha siempre ha estado basada en la delineación de esferas de poder en el continente europeo. En el caso de España, estos esfuerzos de influencia son fácilmente trazables en hitos como las guerras de Flandes, de Sucesión y de Independencia, y,  más recientemente,  en la política británica ante la guerra civil española. 

Por consiguiente, confiar en que la futura relación del Reino Unido con la Unión Europea podrá reducirse al ámbito de un conjunto de arreglos normativos y comerciales, se antoja más como un ejercicio de voluntarismo económico que de realismo político.  Si algo puede colegirse de las maniobras de última hora en Westminster,  diseñadas para libarse de lo firmado en el tratado de salida de la UE,  es que la determinación británica por no tener su margen de maniobra estratégico restringido por las estructuras legales europeas, es lo suficientemente importante como para seguir caminando en el filo de la navaja de la inconstitucionalidad, y flirtear con el desistimiento de los acuerdos de paz en Irlanda del Norte, para cuya consumación es preciso transgredir el derecho internacional, transfigurado el principio de ‘Pacta Sunt Servanda’ en un cínico ‘Pacta Sunt Delenda’. 

En el cálculo de costes y beneficios del núcleo duro promotor del aislamiento británico, ambos riesgos parecen ser asumibles, indudablemente porque parten del convencimiento de que el valor del premio  que esperan obtener compensará con creces las pérdidas en términos de reputación: en la mentalidad de las élites británicas prevalece el dictar a los otros las reglas de juego, antes que acatarlas,  como todos los demás.

Irlanda

 

Desde esta óptica, poner sobre la mesa el renegar de los Acuerdos del Viernes Santo era una mera cuestión de tiempo, habida cuenta de que, una vez descartado el ‘backstop’ de Theresa May (la permanencia de facto del Reino Unido a la unión aduanera), las únicas opciones disponibles para proteger la integridad del mercado único europeo son la implementación de una aduana comercial entre Irlanda del Norte y la Gran Bretaña,  o el establecimiento de aduanas comerciales entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte. Sólo cabe entender la firma y ratificación del vigente acuerdo de salida (que establece el mencionado control aduanero en el Mar de Irlanda) como una estratagema instrumental, que Johnson nunca tuvo voluntad real de cumplir, porque suponen un corsé para su modelo de política económica y fiscal, el verdadero caballo de batalla que mueve al Brexit. 

A modo de ejemplo, el artículo 10 del protocolo para Irlanda del Norte establece que las normas europeas de ayudas estatales se aplicarán al Reino Unido en todo lo relativo al comercio de mercancías entre Irlanda del Norte y la Unión Europa. En la práctica, esto implica que cualquier incentivo fiscal otorgado en el territorio del Reino Unido y que afecte a empresas de Irlanda del Norte estaría fiscalizado por la Comisión Europea, lo que conlleva que las leyes de la competencia de la Unión Europea sigan vigentes en el conjunto del Reino Unido. La misma situación en la que quedarían las regulaciones de productos fitosanitarios y agroalimentarios, o las normas de origen. 

A ojos continentales, la fluidez y los volantazos de la política británica en asuntos de Estado resulta a veces incomprensible, cuando se miran  con las lentes de los sistemas constitucionales codificados que son normales en Europa. La clave reside en que en el sistema británico, el parlamento ostenta la soberanía absoluta, lo que en la práctica significa que el grupo parlamentario que goza de una mayoría suficiente tiene una capacidad cuasi ilimitada para llevar a cabo cambios legislativos: la constitución del Reino Unido no está codificada, y depende,  a efectos prácticos,  de controles y contrapesos que tienen poca más fuerza que el tácito respeto a las convenciones: la resolución de disputas constitucionales mediante litigio es una excepción a la norma.  

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No obstante, sería erróneo concebir la Cámara de los Comunes como el terreno de juego de los principales partidos. En realidad, debido al sistema uninominal por circunscripción electoral, el Parlamento Británico tiene 650 partidos, que en no pocas ocasiones actúan siguiendo el célebre criterio de Edmund Burke, y votan en base a su conciencia; como representantes fiduciarios de sus votantes, no como simples delegados de los mismos. 

Así -y más allá de la presión que el lobby de la diáspora irlandesa puede ejercer sobre el Congreso Norteamericano, para que garantice el cumplimiento de los Acuerdos del Viernes Santo, por ejemplo vetando un acuerdo de libre comercio entra ambos países- el verdadero Talón de Aquiles para el Proyecto de Ley de Mercado Interior del premier británico y sus acólitos no está realmente en Bruselas, sino en Londres, y, para mayor abundamiento, entre sus propias filas.

Por un lado, la soberanía del Parlamento está reglamentada por una serie de estipulaciones de cuyo cumplimiento es responsable el ‘Speaker’ de la Cámara –el equivalente al Presidente del Congreso de los Diputados español. Una de los artículos de este reglamento, el III.5, somete a los miembros del parlamento a un código de conducta que les exige el respecto a la Ley. Es concebible que votar por el quebrantamiento de un  Tratado Internacional aprobado por ellos mismos constituya una infracción manifiesta, que puede hipotéticamente llevar al  ‘Speaker’  a inhabilitar a los diputados que votaron a favor de la Ley de Mercado Interior.  

A su vez, en la Cámara Alta un número relevante de lores ha anunciado su intención de bloquear la tramitación de la ley en cuestión,  por divergir del manifiesto del partido en el poder, con el soporte moral de los cinco predecesores de Boris Johnson en Downing Street, y grandes de los conservadores del calibre de Michael Howard, Geoffrey Cox, influidos todos ellos por las sonoras dimisiones de altos responsables legales  del gobierno. 

Parlamento británico

 

Estas reacciones denotan que el cúmulo de despropósitos que ha llevado a la situación actual, lejos de ser el fruto de un desacierto súbito e improvisado, es el resultado de un ardid gubernamental, a cuyo coste de oportunidad se ha dedicado mucho tiempo, esfuerzos y recursos de la administración. Dicho de otro modo; el anuncio de un secretario de estado, en serie parlamentaria, de que su gobierno se disponía a “infringir el derecho internacional de una manera muy específica y limitada”, no hubiera sido posible sin la complicidad activa o pasiva de los responsables de la aplicación de los  Códigos Ministeriales y del Cuerpo de Funcionarios Civiles y del Fiscal General, que ostenta las funciones de la de Abogacía del Estado. 

Todo lo cual nos permite inferir que el gobierno de Boris Johnson está convencido de que podrá sortear los restantes impedimentos internos, y de que puede ignorar tanto las multas que previsiblemente impondría el Tribunal de Justicia de la Unión Europea a instancias de la Comisión Europea de acuerdo con el artículo 178 del aún vigente acuerdo de salida, como las subsiguientes sanciones, en forma de barreras comerciales, que desembocarían, tras un proceso largo y sinuoso, en una crisis política y diplomática entre ambos actores internacionales. 

Pero para entonces, según estos cálculos políticos, el Reino Unido habría ya  roto la baraja y soltado amarras, avanzando en su singladura hacia la activación de una política de defensa no eurocéntrica, aún más asimilada a la norteamericana, y focalizada en pivotar la influencia británica hacía Japón, Australia, Nueva Zelanda, Singapur y Malasia. Estás manifiestas ambiciones globales del Reino Unido, desarrolladas en un contexto de acrimonia entre ambas partes, resultarían probablemente en que cada vez fuese más ineludible para los países del continente asumir una responsabilidad mucho mayor en la seguridad europea, con todas sus consecuencias, y a sabiendas de que Londres no cesará en sus empeños por disgregar la unión Europea y condicionar su política exterior,   mediante la manida,  pero eficaz,  fórmula de dividir para vencer.   

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