El golpe de Trump

Atalayar_Donald Trump

Conviene que nadie tenga al respecto ninguna duda: la que ocurrió en el Capitolio de Washington en la tarde y noche del 6 de enero de 2021 fue un golpe de estado, instigado por Donald Trump, presidente de los Estados Unidos de América. El hecho se inscribe en la misma categoría que llevó, bajo la inspiración de los generales Milans del Bosch y Armada, al teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero a ocupar el Congreso de los Diputados en Madrid el 23 de febrero de 1981 y el que propiciaron el 27 de octubre de 2017 los separatistas catalanes Carles Puigdemont y Oriol Junqueras al someter al Parlamento catalán la declaración de independencia de la región. Los tres intentos estaban dirigidos contra el ordenamiento constitucional existente en el marco democrático con el que se gobiernan las respectivas sociedades, los tres incluyeron diversos grados de intimidación y violencia y los tres fracasaron en el intento debido a la fortaleza en la respuesta de las instituciones elegidas por los ciudadanos: el mismo Congreso de los Estados Unidos en el caso de Trump, el rey Juan Carlos I en su calidad de jefe del Estado en el caso del Congreso de los Diputados de Madrid y el gobierno presidido por Mariano Rajoy en el caso del Parlamento catalán. Los casos españoles dejaron profundas huellas positivas y negativas en nuestra sociedad, muchas de ellas no exentas de lecciones imprescindibles que aprender y practicar, y es más que previsible que los mismo ocurra en la sociedad americana: nunca, desde que las tropas británicas invadieron Washington a principios del siglo XIX, se habia producido en la capital de los Estados Unidos nada parecido. Y nunca se había dado el caso de que un presidente de los Estados Unidos hubiera osado inducir a la utilización de la fuerza para arrogarse una continuación en su mandato cuando las elecciones presidenciales celebradas según los cánones y las salvaguardias que el sistema ofrece, habían elegido como presidente a otra persona. Joe Biden en este caso.

Siempre quedará la duda de como los votantes americanos, aun teniendo en cuenta el peculiar sistema por el que a través del Colegio Electoral eligen a sus presidentes, pudieron haber depositado su confianza en Trump, un conocido hombre de negocios del que era notoria la irregularidad de su conducta pública y privada en todos los terrenos de la actividad humana. Su comportamiento desde los primeros tiempos en la Casa Blanca estuvo marcado por la imprevisibilidad de sus decisiones, su falta de capacidad intelectual, la corrupción dominante en sus entornos y la grandilocuencia populista de sus propuestas, bien conocidas por el aislacionismo del “América First” y por la inútil falsedad del “Make América Great Again”. Pero sus baladronadas populistas en contra de los emigrantes, de las minorías raciales, de los vecinos, de los aliados, en lo fundamental dirigidos hacia las poblaciones de raza blanca en el interior del país, castigadas por la desindustrialización, desprovistas de medios económicos suficientes y consiguientemente ayunas de los mínimos accesos educacionales, han cimentado la existencia y el relativo crecimiento de una base reivindicativa que no excluye la utilización de la violencia para conseguir  lo que el jefe manda. Es esa base, convertida en violenta manada y alentada pocos instantes antes por el propio Trump, la que invadió el Capitolio, interrumpiendo el proceso constitucional de proclamación de los resultados electorales y suspendiendo por unas horas el funcionamiento ordinario de la hasta ahora tenida como potencia democrática ejemplar e impoluta.

Trump es un megalómano que posiblemente nunca tuviera un razonable equilibrio mental y que con toda seguridad ha perdido, a través de un enloquecimiento terminal, los pocos elementos que aun retuviera de contacto con la realidad. Nunca quiso admitir que había sido derrotado en las elecciones y desde el momento de su celebración no ha cesado de intentar por todos los medios a su alcance la reversión de la voluntad del electorado con alegatos jurídicos que han sido sistemáticamente rechazados por los tribunales y por las correspondientes mentiras sobre la supuesta e irreal fragilidad del sistema electoral. La última manifestación del desvarío ha sido precisamente el golpe perpetrado contra el Capitolio, cuando Trump esperó que la interrupción del debate tarjera consigo una votación por estados de la unión en la que esperaba obtener, dado que cada uno de ellos en ese caso extremo tiene un solo voto, lo que las urnas le habían negado. En su locura, que aquí adquiere una calidad clínica y no necesariamente insultante, Trump ha demostrado que está dispuesto a destruir el sistema con tal de que en sus delirios él mismo pueda prevalecer. Y tienen razón los que ahora demandan la urgencia que reviste la puesta en práctica de la vigésimo quinta enmienda, en el párrafo que prevé la decisión del vicepresidente para declarar incapaz al presidente en el caso de que se presuma que ya no está en condiciones de cumplir adecuadamente con sus funciones. Algunas de las decisiones que ha tomado después de celebradas las elecciones, condicionando con ello los márgenes de actuación de sus sucesor-como por ejemplo el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sahara occidental- hacen temer que en los pocos dias que restan hasta el 20 de enero, día en que, según la Constitución, el nuevo presidente debe jurar su cargo, cualquier cosa pudiera ocurrir. Hay que recordar que la utilización del botón nuclear sigue estando a disposición del libre albedrío presidencial.

Cumplieron estrictamente con la inaplazable necesidad del momento los líderes políticos- el vicepresidente Pence, la presidenta de la Cámara Pelosi y los líderes republicano y demócrata del Senado McConnell y Schummer- al reanudar la sesion de proclamación de los resultados electorales en cuanto las nuevas fuerzas de seguridad enviadas al Capitolio pudieron desalojar a la mugre golpista. Toda ella, por cierto, blanca. Y supieron hacer frente a las urgencias del momento tanto el Departamento de Defensa al enviar efectivos de la Guardia nacional como los Gobernadores de Maryland y Virginia, limítrofes con Washington, al desplazar a la capital personal armado de sus propias policías. Y fueron impecables las intervenciones de Pence, McConnell y Schummer al condenar lo sucedido en términos inequívocamente constitucionalistas. Los tres eran dolorosamente conscientes de que el lamentable espectáculo había sido observado por todo el mundo habitable y sabedores con ello del impacto de duda que arrojaba sobre la hasta ahora impecable democracia americana.

Que para seguir siéndolo deberá responder a ciertas inaplazables preguntas. Por ejemplo, ¿cómo es posible que el Partido Republicano se haya dejado enrollar ciegamente en las mortales aventuras de un perturbado populista? ¿Sabrán sus hasta hora silenciosos responsables recuperar el sentido de sus obligaciones y abandonar la peligrosa senda del colaboracionismo que les ha mantenido en la alianza con un potencial y a la postre real enemigo de la democracia en los Estados Unidos? ¿Ha llegado la ciudadanía americana a un nivel de polarización entre izquierda y derecha sin retorno ni solución? ¿Será capaz el Partido Demócrata, que ahora ostenta la Presidencia del país y las mayorías en las dos Cámaras legislativas, ofrecer a la ciudadanía un pacto de pacificación y entendimiento dentro de la pluralidad? Y con referencia a la situación creada por la turba golpista el 6 de enero en el Capitolio, ¿cómo es posible que el despliegue policial que hace todavía pocas semanas impidió con eficacia que la manifestación de protesta contra la brutalidad policial organizada por Black Lives Matter traspasara los limites exteriores del Capitolio mientras que en la práctica no hubo ninguna acción similar que impidiera la ocupación del Congreso por parte de las bandas de seguidores de Trump? ¿Fue casualidad, imprevisión o complicidad? ¿Existe una vara de medir diferente según se trate de manifestaciones nutridas por blancos con respecto a las que mayoritariamente encarnan los negros? Y entre muchas otras cuestiones que saltan a la mente, ¿dejarán las instituciones democráticas americanas que Trump salga de su delincuente atolladero como si nada hubiera ocurrido, permitiéndole incluso que, como el está pretendiendo, se “autoperdone” por sus fechorías? ¿Cabe el indulto para los golpistas?

Como era de prever, el escándalo de la ocupación del capitolio americano por una masa golpista ha tenido y está teniendo repercusión universal, no exenta de consideraciones de ejemplaridades o de similitud. En España, sin ir más lejos, las fuerzas políticas han procurado condenar el evento en tonos más o menos ardientes para inmediatamente después arrimar las ascuas a la correspondiente sardina. Así, socialistas con cierta moderación y podemitas sin ninguna vergüenza han procurado hacer ver las cercanías que existen entre Trump y las demás derechas, léase las domésticas. El PP ha sido contundente en la condena sin por ello dejar de recordar que socialistas, separatistas catalanes y podemitas en diversos momentos han utilizado la consigna de “rodear al Congreso” para practicar la intimidación sobre los legisladores. Y viendo las fotos retrospectivas cabe siempre preguntarse que hubiera ocurrido si el local de los legisladores no hubiera estado adecuadamente protegido por la fuerza pública. Por su parte VOX lleva este último aspecto a sus últimas y dramáticas consecuencias sin atreverse frontalmente a condenar el desmán trumpista, sin darse cuenta de los apoyos que pierde por esa contumaz manía de simpatizar con el golpista presidente de los Estados Unidos.

Curiosamente ninguno de ellos ha recordado lo evidente: que nada hay mas parecido al 6 de enero de 2021 en el Congreso americano como el 23 de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados de España. Quizás no habían nacido todavía los correspondientes portavoces y líderes. Quizás no les servía para su habitual tangana doméstica. Quizás no han leído lo suficiente para saberlo o recordarlo. Y sin embargo no hay nada más parecido a un golpe que otro golpe y ambos merecen el mismo nivel de condena y recuerdo, para conocer sus alcances y evitar sus tentaciones de repetición. Y también para evitar los errores de su análisis. El secretario de Estado americano en el tiempo del 23 F era Alexander Haig y no tuvo mejor idea, cuando por el incidente le preguntaron, que afirmar que se trataba “de un asunto interno español”, como si nada en ello le fuera a importar. Hoy, sin embargo, los que allí estuvimos y sentimos el horror de la impotencia, sabemos que lo del 6 de enero en Washington nos afecta a todos los que en la democracia pensamos y vivimos y sentimos la misma urgencia de combatir a sus inductores y participantes sin ningún tipo de contemplación. Aunque se trate del presidente de los Estados Unidos de América.  Cualquier otro tipo de análisis o de consideración sobra ampliamente. Esto no es un "asunto interno americano". Y para no equivocarnos conviene llamar a las cosas por su nombre. Trump ha intentado dar un golpe de Estado.

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