El juicio a Assange y el futuro del periodismo

Julian Assange

Woolwich es un distrito de la localidad de Greenwich situado al este de Londres. Tiene la particularidad, mundialmente conocida, de que allí se localiza el meridiano principal del planeta, que marca la hora coordinada de todos los países del mundo y sus usos horarios. Los habitantes de esta municipalidad están orgullosos de serlo y de la importancia que su enclave geográfico tiene para el resto de los mortales. En ese rincón junto al Támesis es donde está el juzgado en el que se celebra la vista por la extradición de Julian Assange, que está concitando la atención mundial. El tribunal lo preside la juez Vanessa Baraitser, y ocupa una de las salas del edificio judicial situado a apenas doscientos metros de la Her Majesty’s Prison (HMP) de Belmarsh, donde el reo ha pasado los últimos diez meses, nada que ver con las comodidades o incomodidades que tenía en la embajada ecuatoriana cerca de Hyde Park. 

Es la vista para la extradición de Assange a Estados Unidos, país que le reclama por dieciocho delitos y que le podría condenar a una pena de hasta 175 años de prisión. La primera semana de este juicio termina tras haber sido presentados los informes de la administración estadounidense y de la defensa del periodista australiano. Su defensor es el correoso Edward Fitzgerald, que se está midiendo dialécticamente a diario desde hace cinco días con el letrado que representa al distrito de Eastern Virginia, James Lewis. Assange, experto informático reconvertido en periodista, está acusado de violar un puñado de artículos de la Ley norteamericana de espionaje y un delito más por incitación al fraude informático. Junto a la analista de inteligencia Chelsea Manning, Assange accedió a informes reservados del ejército, a información confidencial, que fue publicada a lo largo de 2010 a través de la página Wikileaks: casi medio millón de archivos, cien mil de ellos de la guerra de Irak. Las aportaciones a la opinión pública de aquellos delitos de Assange permitieron que conociéramos episodios de torturas a detenidos en Guantánamo o actuaciones de los aviones cazabombarderos americanos en núcleos civiles de Bagdad. La publicación fue un hecho intachable de independencia periodística.

Pero la publicación de esos documentos, según está defendiendo Lewis ante el tribunal, puso en riesgo la vida de los colaboradores e informantes de Estados Unidos en las guerras de Irak y Afganistán. Comprometió la integridad de personas publicando aquellos videos y papeles. Puso en solfa miles de secretos oficiales, que los tiene Estados Unidos igual que cualquier otro país del mundo, destinados a la defensa y la seguridad de sus ciudadanos. Ahora la izquierda mundial ha tomado la causa contra Assange como un trascendental símbolo de los riesgos que corren el periodismo y la libertad de información, la defensa de la verdad y la publicación de todas las informaciones relevantes, afecten a quien afecten. 

El problema radica en que, una vez más, se desvía interesadamente el foco para crear una causa justa universal contra la que nadie puede tener una sola objeción. La cruzada pro-Assange trata de hacer creer a la ciudadanía que lo que EEUU quiere juzgar y castigar es la publicación de los dosieres del Pentágono, y lo califica de ataque a la libertad. Pero la realidad es que la reclamación penal que realiza la administración americana tiene que ver con el robo de material reservado.

Cualquiera que se lea los cargos comprobará que la acusación es por conspiración para infiltrarse en ordenadores públicos, descifrar la clave de un ordenador del Gobierno con información clasificada, intrusión en computadores con secretos oficiales. La acusación afirma que Asssange conspiró junto a Manning para conseguir información reservada, aprovechándose del trabajo de éste último en el Departamento de Defensa, y esa misma acusación cree que esta información iba a ser usada para dañar a Estados Unidos o beneficiar a un país extranjero. El periodismo no es una excusa para quebrar leyes criminales. Y este no es un debate entre los secretos de un Estado y la investigación periodística. Es algo muy distinto que está siendo utilizado, como tantas otras cosas, de manera ideológica para imponer una determinada forma de ver el mundo. 

El Assange al que se defiende así ha violado las condiciones de la libertad condicional en Reino Unido, motivo por el cual está internado en Belmarsh desde que fue entregado por las autoridades ecuatorianas. La Fiscalía sueca ha archivado el caso de las supuestas violaciones que cometió en su territorio, pero lo ha hecho confirmando la credibilidad del relato de la joven denunciante, “creíble y fiable” según la fiscal Eva-Marie Persson. Solo la pérdida de valor de las pruebas exime por ahora al periodista de esos cargos. Curiosamente, de este Assange la cruzada mundial no dice ni palabra. Ni del Assange que publicaba un tuit cada doce minutos desde su refugio en la embajada alentando la comisión de delitos en España durante el golpe independentista de octubre de 2017. Es además paradójico que se denuncie ahora el espionaje al que fue sometido Assange durante los años que ha durado su asilo en la legación diplomática: el más conocido de los espías, espiado en su propio cautiverio. Una denuncia que raya en lo ridículo. 

Con todo ello se distrae la atención de lo crucial: Manning hackeó supuestamente una computadora del Pentágono con la colaboración de Assange, y aquí se está pretendiendo que no haya reproche alguno para ellos porque eso supondría el final del periodismo universal. 

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