El masala de Cachemira, una mezcla explosiva

Santiago Mondéjar

Pie de foto: El masala de Cachemira, una mezcla explosiva.

En el decurso de la guerra de Vietnam, el célebre periodista norteamericano Ed Murrow dijo que cualquiera que no estuviese confundido acerca de la evolución del conflicto bélico en Indochina, no entendía realmente la situación. Algo de esto ocurre asimismo a lo largo de la franja del paralelo 33, entre Turquía y China, donde se suceden atrocidades que a primera vista parecen desconectadas, pero que forman parte en realidad de una dinámica de lucha regional por el poder repleta de  solapamientos y complicidades tácitas, enmarañada con insospechados compañeros de viaje.

Hay algunos puntos clave, como el vértice del Valle de Cachemira, donde estas superposiciones son harto evidentes, en cuánto nos esforzamos por dar con la raíz y los mínimos comunes denominadores de los eventos cruentos y recurrentes que plagan la zona, como la limpieza étnica llevada a cabo contra la población hindú pandit hindúes en Cachemira, acarreada entre 1980 y 1990, que causó la pérdida de decenas de miles de vidas y un éxodo de 350.000 pandits, de los que ahora quedan menos de 4.000 en su antiguo hogar. Históricamente, lospandits habían ejercido el grueso de las profesiones médicas y académicas en Cachemira, las cuales quedaron  diezmadas como consecuencia del terrorismo de Masood Azhar -que contaba con el poco disimilado apoyo de los Servicios de Seguridad paquistaníes- creando así unas condiciones sociales rudimentarias propicias para el desmantelamiento del tolerante sincretismo sufí de inspiración sunita que facilitó la conllevancia de las tres religiones en Cachemira, conditio sine qua non para plantar las semillas que hagan arraigar el integrismo islámico.

Los esfuerzos internacionales por desactivar a Masood Azhar chocaron contra un muro, ya que durante décadas, China bloqueó la inclusión de Azhar en la lista de terroristas de la ONU, honrando así su autodenominada "hermandad de hierro" con Islamabad y causando –según lo esperado- no poco desasosiego e inestabilidad en Nueva Delhi.

Han sido en gran medida las fricciones entre India y China las que finamente han llevado a este país a retirar en mayo de 2019 un veto técnico en el Consejo de Seguridad de la ONU que facilita la inclusión de Masood Azhar en la lista internacional de parias de la yihad, pese a lo cual y tras un breve arrresto en Pakistán, sigue campado por sus respetos desde su madrasa de Bahawalpur, en el vecindad de una base militar paquistaní entre cuyas filas,  Azhar y sus soflamas de “India delenda est” gozan de gran predicamento. Por otra parte, la existencia de campos de reeducación para musulmanes en China, -incluidos los  ismaelíes, una rama del dogma chií cuyo líder es el Aga Khan- hace que China sea potencialmente vulnerable a brotes de insurgencia religiosa auspiciada por terceros. Sin ir más lejos, Teherán no le hace ascos a invocar para su causa a practicantes no chiiés del Islam, como los rohinyá.

Pero esto no parece preocupar a Beijin por el momento. Desde la perspectiva China, es más importante y perentorio medrar en la India, un gigante demográfico que las élites del Partido Comunista de China perciben como un obstáculo para su estrategia de hegemonía asiática, por lo a China no le molesta la existencia de insurgencias activas que socaven la integridad territorial de la India, para acercarse lo más posible al escenario ideal planteado en 2009 por el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos Chino, consistente en fragmentar la India en un par de docenas de estados independientes, bajo líneas étnicas. 

Por otra parte, la olla a presión en la que Trump ha convertido a Irán, también tiene segundas derivadas que afectan a la India de Modi, de nuevo focalizadas en Cachemira, territorio con una superficie comparable a la del Reino Unido, en el que Irán está maniobrando para expandir y consolidar su influencia entre el millón y medio de chiíes residentes en Budgam, distrito central de Cachemira, y que representan un nada desdeñable 15% de la población cachemira.

No están los iraníes solos en estos empeños, ya que tanto Turquía como Arabia Saudí están urdiendo actividades en Cachemira para impulsar sus propios intereses políticos y religiosos, con la coartada de contrarrestar la influencia de Teherán, lo que sugiere que al Estado indio se le está escapando por momentos el control efectivo del territorio, corriendo el riesgo de que los enfrentamientos endémicos entre sunitas y chiíes, ya cronificados en otros lugares del paralelo 33,  estallen de pronto en Cachemira. Esto representa un gran problema para Modi, ya que los chiíes, tradicionalmente opuestos al separatismo, están virando hacia posiciones más cercanas a las del independismo tahreek,  fruto de los tejemanejes iraníes, que está logrando una mayor obediencia a Teherán por parte de los chiitas cachemiros, que se percibe incluso en el profuso exhibicionismo de iconografía iraní en vallas publicitarias en ciudades de Cachemira, y los panfletos del movimiento Movimiento Amal y la literatura de Hezbollah que se prodigan en sus hogares y centros cívicos, que cuentan además con ayatolás que visitan la región con asiduidad en el doble papel de misionarios y comisarios políticos. 

Todas estas son malas noticias para la India, que ve como se está desarrollando ante sus narices una competencia geopolítica a la luz del día, entre organizaciones no gubernamentales saudíes invierten enormes recursos económicos en Cachemira exportando con cierto éxito el integrismo salafista a Cachemira, mientras que en respuesta, diversas agencias turcas están llevando a cabo una estrategia de proselitismo dirigido a las nuevas generaciones, a los empresarios locales y sobre todo a los influyentes clérigos musulmanes, pero también a líderes de opinión de la intelligentsia cachemira.

Cachemira se ha convertido así pues en un teatro de guerra fría entre las principales corrientes mahometanas, que rivalizan en la proyección de su poder blando en Cachemira con el fin de cimentar su poder duro en casa. 

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