El Mekong, el río de todos los conflictos

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Songkran es el nombre con que se conoce la celebración del año nuevo tradicional en Tailandia. Su celebración, el 13 de abril, coincide con el inicio de la temporada de lluvias. Es un día de celebraciones en el que los tailandeses acuden a los templos a bañar a Buda en una ceremonia que representa la purificación y desprenderse uno mismo de los pecados y la mala suerte, pero también la petición de que las lluvias monzónicas sean abundantes y propicien una buena cosecha de arroz. Unos rituales que con el paso del tiempo han derivado en celebraciones multitudinarias en los que la muchedumbre sale a la calle a rociar con agua a familiares, vecinos y viandantes en señal de buena suerte. Unos festejos que también se celebran en otros países del Sudeste Asiático, como Laos, Birmania y Camboya, y que reflejan la importancia que se concede al agua en esta región.

Pero el agua no es solo motivo de alegría y entusiasmo, también es un foco de disputas y tensiones debido al protagonismo que tiene el Mekong, principal fuente de vida para los países de esta parte de Asia. Alrededor de 60 millones de personas que viven en el sur de China, Birmania, Laos, Tailandia, Camboya y Vietnam dependen, en mayor o menor medida, de sus aguas para alimentarse, desplazarse y comerciar. Unos recursos hídricos compartidos, cuya gestión son motivo de tensiones por su valor económico y estratégico que podrían derivar fácilmente en un conflicto debido a unos intereses nacionales dispares y a la influencia que ejerce China en la región.

Y es que el Mekong, con sus 4880 km y una cuenca de más de 800 000 km2, es una enorme fuente de vida que ningún país ribereño quiere perder y por ello es motivo de recelos y disputas entre los Estados vecinos. Conocido como Lancang en China, el Mekong nace en la cordillera del Himalaya, en la región china de Tíbet y serpentea por Birmania, Laos, Tailandia y Camboya, antes de desembocar en el sur de Vietnam, en lo que se considera como uno de los mayores deltas del mundo. Un paraje donde el río se ramifica en múltiples canales que irrigan esa parte de Vietnam conocida con el nombre de Cuu Long o río de los nueve dragones.

El valor añadido de esta vía fluvial es ingente y eso lo ha llevado a convertirse en objetivo prioritario de explotación de los seis países que atraviesa, así como un potencial foco de enfrentamientos en materia de seguridad similar al del mar Meridional de China. Unas disputas provocadas por el hecho de que se trata de la segunda vía fluvial del mundo con mayor diversidad, después del Amazonas; genera la mayor producción pesquera del planeta y en su cuenca se cultiva arroz suficiente para alimentar a 300 millones de personas. Cinco veces más que la población que habita en su cuenca. Factores, todos ellos, a los que hay que agregar su enorme potencial como fuente de energía hidroeléctrica, el verdadero origen de todas las tensiones en la región.

Así, de forma involuntaria, estas aguas no solo aportan desarrollo económico, sino que también avivan las desavenencias entre los países de la zona, ávidos por sacar el máximo rendimiento del río. China ve en él una fuente inagotable de energía para su voraz desarrollo económico y no duda en aprovecharlo. Laos, el único país del Sudeste Asiático sin salida al mar, pretende explotarlo con el objetivo de convertirse en «la batería del sudeste de Asia» y vender su energía a otros países. Una iniciativa que pretende aprovechar el país más desarrollado de la zona, Tailandia, que financia buena parte de los planes laosianos. Un reparto de papeles donde Vietnam y Camboya son los grandes perjudicados al sufrir la sobreexplotación del río aguas arriba. Birmania, con sus propios problemas internos y de economía en desarrollo queda prácticamente fuera de juego y en manos de su principal inversor, China.

Se trata de un esquema regional que ha impulsado a diversos observadores internacionales a señalar el río Mekong como el próximo mar Meridional de China, en términos de tensión política emergente. El analista independiente Eugene Chow no titubeó en señalar en el 2017 que el plan de construcción de presas hidroeléctricas que llevaba a cabo China en la parte alta del río «le permiten retener a una cuarta parte de la población mundial como rehén sin disparar un solo tiro».

La diplomacia de la llave de paso

La afirmación de Chow no era baladí. Hasta ahora, China ha construido un total de 11 presas y tiene planes para construir ocho más en el tramo superior del río, entre Laos y Camboya, donde sus aguas bañan las tierras del gigante asiático. Una iniciativa que, además de proveer energía a la segunda economía de planeta, proporciona a Pekín una gran capacidad de influencia sobre los países de la zona. Y es que, con la construcción de presas en la parte alta del río, las autoridades chinas se han adueñado del control del flujo de agua a las naciones río abajo. Una capacidad de presión que podría utilizar, llegado el caso, para devastar las economías agrícolas de esos países y crear una escasez de alimentos en caso de conflicto, acarreando graves consecuencias no solo para el país afectado, sino también para toda la región.Atalayar_IEEE Mekong

Asimismo, Pekín podría aprovechar esa capacidad de persuasión para favorecer o sancionar a sus vecinos en función del apoyo que le prestasen. Así, por ejemplo, los países que compartieran sus planteamientos se verían premiados, mientras que serían castigados aquellos que se oponen a sus políticas expansionistas en la región, como pueden ser sus reivindicaciones en el mar Meridional de China o sus planes de la nueva Ruta de la Seda. Una estrategia que bien se podría definir como la diplomacia de la llave de paso.

Este es un horizonte que inquieta en Washington, tal y como reflejó el exsecretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, en una reunión con los países de la región en agosto del 2019, «Estados Unidos observa con preocupación una ola de construcción de represas río arriba que concentra el control sobre los flujos río abajo», advirtió a los representantes de esas naciones. Una reflexión que pone de manifiesto el interés norteamericano en no perder influencia en esa parte del planeta, una voluntad que impulsa a través de su estrategia Indo-Pacifico para contrarrestar la creciente presencia china en la zona. Una meta nada fácil de alcanzar dada la creciente asertividad del gigante asiático en la región y la política de repliegue que llevó a cabo la Casa Blanca durante el mandato de Donald Trump.

La vulnerabilidad de los países ribereños del Mekong respecto a las represas chinas afloró con toda su crudeza en el año 2016, cuando se vieron obligados a reclamar a Pekín que liberara más agua para aliviar la dura sequía que padecían. Las autoridades chinas lo hicieron, pero el incidente desveló el control que ha desarrollado el gigante asiático sobre esta vía fluvial.

Fue un episodio que impulsó a varios analistas internacionales a alertar acerca del control del coloso asiático sobre la cuenca del Mekong. Uno de ellos fue el profesor de Estudios Estratégicos, Brahma Chellaney, quien no titubeó en señalar que, en el futuro, Pekín podría utilizar el agua como moneda de cambio para sus intereses. «La próxima vez, China bien podría exigir algo a cambio, y un país desesperadamente sediento tal vez no pueda negarse. En resumen, China podría utilizar sus represas para convertir el agua en un arma» y advirtió que «a medida que las sequías son más frecuentes y severas, la red de presas concede a China una mayor influencia sobre los países que se hallan río abajo».

No fue esa, sin embargo, la única ocasión en que China impuso sus prioridades a los países vecinos. A principios del 2019, las autoridades chinas abrieron las compuertas de la presa Jinghorn para tareas de mantenimiento sin avisar y causaron inundaciones en Laos y Tailandia, así como la destrucción de cultivos y pesquerías. Luego, cuando cerraron las compuertas para rellenar el embalse, provocaron el efecto contrario y los niveles de agua cayeron a niveles mínimos. Debido a que esos trabajos se llevaron a cabo cuando una sequía azotaba el Sudeste Asiático, el caudal del río cayó a sus niveles más bajos en décadas, lo que llevó a los países de la región a apelar nuevamente a Pekín para liberar más agua.

Las autoridades del gigante asiático rechazan las acusaciones sobre sus pretensiones de convertir el control sobre el Mekong en un arma y subrayan su voluntad de colaborar en el desarrollo de la región. No obstante, subsiste una creciente inquietud entre los países ribereños sobre el comportamiento de Pekín. Vietnam es el más preocupado. No en balde es el país con quien mantiene unas relaciones más tensas debido al contencioso territorial por la soberanía de las islas Paracelso y Spratly en el mar Meridional de China. Hanoi teme que la «diplomacia de cañoneras» que esgrime Pekín en el mar Meridional de China se convierta en «diplomacia de la llave de paso», en el Mekong.

La batería del sudeste de Asia

Pero si hay un país en el Sudeste Asiático sin recursos y que esté atado de pies y manos respecto a China, este es Laos. El único Estado de la zona sin salida al mar bien se puede afirmar que depende del gigante asiático, ya que su deuda soberana con la segunda potencia mundial equivale a alrededor del 65 % de su PIB. Una situación asfixiante para el pequeño país sin litoral, generada por los compromisos que ha adquirido durante casi dos décadas con Pekín en materia de construcción de numerosos proyectos hidroeléctricos y de infraestructuras, las últimas relacionados con la nueva Ruta de la Seda. Según la prensa oficial laosiana, China es el principal inversor extranjero, con cerca de 800 proyectos en marcha por valor de 12 000 millones de dólares, según cifras del año 2019.

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La influencia de Pekín sobre Vientián no es nueva, pero sí ha aumentado de forma considerable en los últimos años. Ha crecido en paralelo al poderío económico del gigante asiático, debido especialmente a que las nuevas infraestructuras con la provincia china de Yunnan han abierto la región a un flujo de inmigración e inversiones del coloso asiático. Un aluvión de miles de millones de yuanes que han impulsado a Laos a salir de la órbita de Vietnam, su aliado tradicional, en favor de China.

Los planes del gigante asiático tienen su lógica. Laos no tiene salida al mar, pero su situación geográfica lo hace estratégicamente importante, al estar situado en el corazón del sudeste de Asia. Además de poseer importantes yacimientos minerales por explotar, cuenta con el valor añadido de que el río Mekong lo atraviesa de norte a sur y constituye una importante vía de transporte fluvial. Y a ello suma que su territorio es fundamental para asegurar el acceso de China, a través de carreteras y líneas de ferrocarril de alta velocidad, a todos los países del Sudeste Asiático y al océano Índico, a través del mar de Andamán, al sur de Birmania.

Conscientes de esa valiosa posición estratégica, las autoridades laosianas decidieron apostar hace prácticamente dos décadas por la energía hidroeléctrica como principal fuente de desarrollo económico del país. Un envite apoyado por los estudios de la Comisión del Río Mekong (CRM), compuesta por Laos, Tailandia, Camboya y Vietnam, que en los primeros años 2000 estimaba que dichos países obtendrían unos considerables beneficios económicos de la construcción de presas a lo largo del Mekong. Desde entonces, el Gobierno de Vientián decidió transformar Laos en «la batería del sudeste de Asia» mediante la construcción de 100 presas hasta el año 2030, de las cuales 78 ya están en funcionamiento, en el Mekong y en sus afluentes.

Los dirigentes laosianos apostaron fuerte y decidieron no escuchar a los expertos de la CRM que, en el año 2010, les recomendaron aplicar una moratoria de 10 años en la construcción de presas. El resultado de esa apuesta es el fuerte endeudamiento de Laos, además de contar con un exceso de producción eléctrica que no encuentra compradores. Una situación que no les ha impedido proseguir con sus planes de construcción de nuevos embalses con el objetivo de asegurar su futuro financiero a través de la venta de electricidad al extranjero, sin tener en cuenta los daños medioambientales y socioeconómicos que puedan provocar estos proyectos en la agricultura y la pesca de la región, además de obligar a pueblos enteros a emigrar a otros parajes.

Pero el horizonte es cada vez más sombrío para Laos. Especialmente después de que Camboya y Tailandia modificarán sus políticas de explotación del Mekong tras escuchar las reivindicaciones de científicos, pescadores y medioambientalistas. Así, en marzo del 2020, Camboya anunció que no construiría ninguna represa más durante los próximos 10 años con el objetivo de preservar la biodiversidad de la cuenca del Mekong. Tailandia, a su vez, advirtió a finales de este mismo año que se negaría a comprar electricidad de una nueva presa planificada por Laos, debido al fuerte impacto medioambiental y a que el país tenía ya un exceso de oferta energética y ya no necesitaba comprar más megavatios a Laos.

Estos últimos reveses han complicado los planes del país de un millón de elefantes — como se conoce a Laos— y provocado tensiones con sus vecinos. En poco tiempo, el Gobierno de Vientián se ha visto al borde del impago de su deuda debido a la reducción de ingresos provocada por sus dificultades para vender su electricidad y la pandemia de la COVID-19, que ha hundido la industria turística y ha asfixiado sus remesas exteriores. Un abismo al que se ha asomado debido a su alto nivel de endeudamiento, del orden del 65 % del PIB, y a la reducción de las reservas del país, valoradas en 860 millones de dólares a mediados del 2020, una cifra insuficiente para cumplir con las obligaciones del pago de una deuda que supera los 1000 millones de dólares anuales hasta el 2024 y que en total supera los 12 000 millones de dólares. Una cifra enorme en comparación con su PIB, que se sitúa en torno a los 18 000 millones de dólares.

No obstante, su endeudamiento no parece haber alcanzado todavía el punto máximo. Muchos analistas apuntan a que el país es víctima de la trampa de la deuda y se verá obligado a contraer nuevas obligaciones financieras con sus acreedores, al haber decidido impulsar varios proyectos englobados en la iniciativa china de la nueva Ruta de Seda, financiados por el Banco Asiático de Inversión e Infraestructuras (AIIB) promovido por Pekín. Un ejemplo de ello la decisión del gobierno laosiano de ceder el control de la empresa estatal de electricidad —con una deuda estimada en 8000 millones de dólares— a una empresa china, en septiembre del 2020, con el fin de reducir los números rojos.

Una situación de asfixia financiera que puede empeorar, debido al coste del proyecto de ferrocarril de alta velocidad que debe unir la capital, Vientián con la frontera china. Una iniciativa cuyo presupuesto de 6200 millones de dólares, financiado en su mayor parte por entidades chinas, podría aumentar considerablemente debido al terreno montañoso del largo país asiático, lo que contribuiría a incrementar todavía más la deuda laosiana.

No obstante, a pesar de este lúgubre horizonte financiero, el Gobierno de Laos ha anunciado recientemente que seguirá adelante con sus planes de construcción de nuevas represas hidroeléctricas, ejecutadas por empresas chinas. Una actividad que permite a dichas compañías compensar la disminución de oportunidades en su país debido a la ralentización económica y a Vientián mantener una relación fluida con Pekín, ante el temor de que China decidiera cortar los flujos de agua al país si no puede seguir adelante con sus planes en Laos, lo que conllevaría una grave desestabilización social en ese país.

El aliado incondicional de Pekín

Laos no es, sin embargo, el único país del Sudeste Asiático supeditado a Pekín. Camboya es el otro gran aliado incondicional del coloso asiático en la región. Durante años, las empresas del gigante asiático han contribuido a levantar la economía de este país bañado por el Mekong y devastado por décadas de conflictos bélicos internos y con los países vecinos. Una iniciativa que incluye la construcción del 70 % de sus puentes y carreteras, así como de varias plantas hidroeléctricas, que suministran cerca del 50 % de la energía nacional y contribuyen a paliar el problema crónico de la falta de electricidad en el país.

A cambio, el Gobierno camboyano compensa esta financiación china con materias primas y una fidelidad política inquebrantable a Pekín. Phnom Penh suministra al gigante asiático alimentos, petróleo y otras materias primas, a lo que se suma un apoyo geoestratégico. Un compromiso que implica la posibilidad del arrendamiento del puerto de aguas profundas de Sihanoukville, lo que le asegura a China una salida al océano Índico, además de la garantía de que Camboya, junto a Laos, impedirá cualquier iniciativa que pudiera impulsar la Asociación de Naciones del Sudeste de Asia (ASEAN) en detrimento de los intereses chinos. Una situación que ya se ha dado en el pasado, cuando esta organización pretendió exigir a Pekín una salida negociada al contencioso que mantiene con varios países en el mar Meridional de China y más recientemente por la gestión de la pandemia del coronavirus COVID-19.

Pero a pesar de su afinidad con China, Laos y Camboya mantienen serias diferencias respecto a la explotación del Mekong. Phnom Penh critica la política de sobreexplotación del río por parte de Vientián, debido a los efectos perniciosos que tiene en su territorio, ya que el 90 % de los 16 millones de camboyanos viven en torno a esa vía fluvial.

Son quejas lógicas. Cualquier variación de la cantidad o calidad del agua puede tener unos efectos desastrosos para los sectores de la agricultura y la pesca camboyanos. Una situación que ya sufrieron cuando, en julio del 2019, el caudal del Mekong cayó al nivel más bajo de su historia, lo que alarmó a las autoridades de Phnom Penh ante la amenaza que supone para la fertilidad de la zona. Unos campos y unas aguas que ya padecen además los estragos provocados por el cambio climático y la construcción de embalses río arriba, que altera la biodiversidad de la cuenca del Mekong.

Es esa suma de factores lo que impulsó a principios del 2020 al gobierno del primer ministro Hun Sen a descartar la construcción de nuevas represas hidroeléctricas en la corriente principal del Mekong. Una iniciativa que forma parte de una moratoria hasta el año 2030 y que tiene como objetivo preservar la frágil biodiversidad de una vía fluvial seriamente amenazada por los numerosos proyectos de desarrollo que alberga su cuenca.

Con esta decisión, Camboya se suma a las peticiones de Vietnam y de Tailandia, a Laos para aparcar sus planes de construcción de nuevas represas y evitar así provocar así daños irreparables en la cuenca del Mekong.

Tailandia cambia de bando

Tailandia, la segunda economía más poderosa del sudeste asiático, tiene a su vez intereses particulares en el río Mekong. Ávida de energía para su desarrollo económico y consumista (Bangkok, una de las principales metrópolis de la región, consume más electricidad que todo el noreste del país), ha financiado durante años la construcción de presas en Laos. Desde el 2020, sin embargo, se ha convertido en el país que más presiona al gobierno laosiano para que modifique sus planes y ponga fin a su carrera por convertirse en «la batería del Sudeste Asiático». Una demanda difícil de ser recogida por el régimen de Vientián, que ha supeditado el desarrollo del país a la explotación del Mekong.

El antiguo reino de Siam ha decidido dejar de ser, junto a China, la principal fuente de financiación de los planes energéticos laosianos debido a los crecientes problemas económicos y sociales que les causaba las iniciativas del vecino del este. El gobierno de Bangkok comunicó a Vientián que no le compraría más megavatios de la central hidroeléctrica que Laos está construyendo al otro lado de la frontera tras revisar sus necesidades energéticas y concluir que el país tenía un exceso de suministro de electricidad. Una decisión en la que influyeron las protestas de los tailandeses por el impacto medioambiental de este y otros proyectos a lo largo de los 800 km de frontera fluvial que comparten ambos países, así como el alto coste de estos planes en tiempos de recesión económica provocada por el coronavirus.

En esa negativa tuvo también un papel importante la catástrofe de la presa de Xepian- Xe Nam Noy, en la provincia laosiana de Attapeu, de julio del 2018. La presa en construcción cedió y 5000 millones de metros cúbicos de agua destruyeron seis poblaciones situadas a escasos kilómetros de la frontera con Camboya y Vietnam. El accidente se cobró la vida de al menos 40 personas, más de 1000 fueron dadas por desaparecidas y 6600 más perdieron su hogar y todas sus pertenencias. Un desastre que impulsó a los miembros de la CRM a ser extremadamente exigentes con Laos en sus trabajos de supervisión de las nuevas represas.

Esta catástrofe también influyó en el descarte, por parte del Gobierno tailandés, en febrero del 2020, de un proyecto liderado por China para dragar y abrir un tramo poco profundo y rocoso del Mekong a lo largo de la frontera entre Tailandia y Laos. Una negativa que agrietó las relaciones entre Pekín y Bangkok.

Los planes del gigante asiático consistían en la conversión de un tramo de rápidos del río para hacerlo navegable para buques de carga. Pretendían así dar salida a los barcos cargados de mercancías desde la provincia china de Yunnan, sin salida al mar, a las rutas comerciales marítimas del mar Meridional de China. Un proyecto que inquietaba a las autoridades tailandesas que temían que el Mekong se transformase en un corredor industrial fluvial donde las grandes empresas obtuvieran unos beneficios enormes respecto a los medios de vida locales.

El último de la fila

La realidad es que todos los países ribereños consideran el Mekong como un elemento fundamental para su desarrollo, pero para Vietnam, el segundo productor mundial de arroz, esta vía fluvial es especialmente importante. Su delta tiene un valor estratégico primordial, tanto para su desarrollo económico como para la seguridad y defensa nacionales. Sus 3,9 millones de hectáreas de superficie configuran el principal centro de producción industrial del país, además de albergar a un total de 13 ciudades y provincias vietnamitas, incluida la ciudad de Ho Chi Minh, la antigua Saigón, considerada la capital económica del país.

Un cúmulo de factores que impulsa a las autoridades de Hanoi a ser especialmente sensibles a todo lo que suceda aguas arriba del Mekong. Les inquieta, en este sentido, la enorme cantidad de presas que han construido todos los países vecinos y que afecten a sus arrozales, cuya producción superó los 13 millones de toneladas en la zona del delta en 2020. Una serie de centrales eléctricas que han contribuido, por otra parte, a reducir la resiliencia hidrológica del delta del Mekong y la capacidad de sus agricultores para aprovechar al máximo las variaciones medioambientales de la zona.

Actualmente, Vietnam observa con preocupación cómo la explotación desaforada del Mekong y los efectos del cambio climático perjudican sus intereses nacionales. Sus expertos consideran que la multitud de presas construidas disminuye los niveles de agua del río, lo que provoca la intrusión de salinidad y sedimentos procedentes del mar que merman, a su vez, los nutrientes del lecho del delta, con sus correspondientes efectos sobre la biodiversidad de la región.

Sin embargo, a las autoridades vietnamitas no les preocupa solo el impacto económico de la construcción de represas en la parte alta del Mekong. Lo que de verdad les inquieta es la influencia que puedan tener en su esquema de seguridad, ya que el control del caudal del Mekong recae en China, el país que se halla más aguas arriba del río y con el que Vietnam mantiene unas complejas relaciones. Por una parte, Hanoi sostiene una dura pugna con Pekín por la soberanía territorial de las islas Paracelso y Spratly en el mar Meridional de China, con escaramuzas en alta mar incluidas, pero, por otra parte, el gigante asiático es el principal socio comercial de Vietnam, quien a su vez no quiere enemistarse con su vecino de norte, porque teme que le aplique medidas de retorsión si no se aviene a sus intereses. Un problema complejo de resolver para la diplomacia vietnamita.

Conclusiones

El destino de la cuenca del río Mekong y de sus Estados ribereños está por escribir. No obstante, en esta región del Sudeste Asiático se dan todos los componentes para que estalle un conflicto, si los países que bañan sus aguas no son capaces de ponerse de acuerdo en torno a un beneficio común. Un consenso nada fácil de alcanzar, ya que unos buscan la simple explotación de esta vía fluvial para favorecer su desarrollo económico y otros pretenden frenar ese aprovechamiento para no empobrecer a sus comunidades locales dedicadas a la agricultura y la pesca, ni deteriorar más el medio ambiente de la zona.

Unos factores, en definitiva, que revelan que el Mekong contiene todos los elementos imprescindibles para avivar un posible conflicto, como son la gestión compartida de un bien necesario y escaso, como es el agua y la existencia de diversos países con intereses contrapuestos.

Un escenario agravado, además, por la presencia de dos organizaciones regionales que pugnan por la supremacía. Una es la Comisión del Rio Mekong (CRM), creada en 1995 para el desarrollo económico de la cuenca y la gestión de sus recursos e integrada por Laos, Camboya, Tailandia y Vietnam. La otra es la Cooperación Lancang-Mekong (CLM), impulsada por China en el 2016 y centrada en la cooperación para el desarrollado económico a partir de la financiación del gigante asiático. De su voluntad de colaboración depende el futuro de toda la región, aunque una cosa es segura y es que el Mekong es el principal foco de tensión regional y su protagonismo es determinante para el Sudeste Asiático.

Isidre Ambrós/Periodista Corresponsal de La Vanguardia en Asia-Pacífico en 2008-2018.

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