Opinión

El odio nacionalista en Armenia y Azerbaiyán

photo_camera Soldados armenios

2020 está siendo un año cargado de malas noticias. En las últimas semanas hemos visto como se reabría el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por la región del Alto Karabaj, Artsaj en armenio. El enfrentamiento ya ha dejado numerosos muertos e imágenes terribles, insólitas y virales compartidas a toda velocidad por redes sociales: desde soldados armenios prácticamente adolescentes grabando su propia muerte bajo el fuego azerí hasta videoclips musicales propagandísticos grabados a pocos kilómetros del frente, pasando por infografías oficiales que celebraban la destrucción de objetivos militares diversos. La guerra del siglo XXI es un espectáculo mediático y distópico, donde soldados imberbes y casi adolescentes hacinados en trincheras rudimentarias tienen que hacer frente a drones suicidas y armamento de precisión. 

La desinformación y la propaganda también son, claro está, una parte inseparable del conflicto, y las redes sociales uno de sus campos de batalla. Resulta curioso que miles de usuarios que no tienen nada que ver con ninguno de los dos países se decanten por uno de los bandos, celebrando las victorias como si de triunfos deportivos se tratase. Esta banalización del conflicto bélico es parte de lo que algunos especialistas denominan la “guerra de quinta generación,” donde la propaganda cibernética y la opinión pública son casi tan importantes como los enfrentamientos sobre el terreno. Una parte importante de la propaganda en Internet es difundida por bots automatizados y “troles” a sueldo, pero también hay un volumen considerable de información difundida de forma voluntaria. En las redes hispanohablantes, la tendencia parece ser el calificar la guerra como una suerte de conflicto religioso entre un país cristiano, Armenia, y otro musulmán, Azerbaiyán.

Esta caracterización, a pesar de ser muy popular y extendida, no resiste el más mínimo análisis. No se trata de una guerra religiosa, aunque los líderes de ambos países hayan tratado de obtener la bendición de sus respectivas autoridades espirituales. Basta con comprobar los apoyos internacionales de cada bando: Azerbaiyán, una potencia energética, cuenta con la ayuda de la Turquía de Erdogan, pero también de Israel, país que le provee de armas e informes de inteligencia. Irán, un país que comparte religión y cultura con Azerbaiyán, apoya en cambio a Armenia, aliada de Rusia. Tampoco se trata de un conflicto con unas raíces milenarias: hasta 1828 el sur del Cáucaso estaba controlado por los Qajar, la dinastía gobernante en Irán, que perdió los territorios frente a Rusia en una serie de guerras que terminaron con el tratado de Turkmenchay.

El nacionalismo, más que la religión, parece ser el principal motivador de la violencia. El conflicto del Alto Karabaj ―o Artsaj― es más bien uno de los tantos conflictos étnicos y territoriales producto de la desintegración de la Unión Soviética y que han quedado congelados en el tiempo. La animadversión entre azeríes y armenios, no obstante, ya existía antes de la formación de la URSS. Al final de la Primera Guerra Mundial y durante la Guerra Civil Rusa se dieron varias masacres de armenios por parte de azeríes, y viceversa. El periodo soviético no consiguió eliminar las diferencias entre las comunidades ―algunos autores incluso especulan con que esto fue una estrategia deliberada para facilitar el gobierno desde Moscú―; durante años los representantes del Alto Karabaj se quejaron de que a pesar de ser una región de mayoría armenia la educación y los productos culturales estaban en azerí.  A finales de los 80 se desató la violencia entre comunidades, en un contexto global de auge de los nacionalismos. El conflicto escaló significativamente tras la disolución de la URSS: la región autónoma del Alto Karabaj proclamó su independencia unilateral de Azerbaiyán y solicitó unirse a Armenia. Esto acabó provocando una guerra entre las dos exrepúblicas soviéticas recién independizadas que se saldó con decenas de miles de muertos y más de un millón de refugiados, pues ambos bandos llevaron a cabo operaciones de limpieza étnica. 

Armenia ganó esta primera guerra y ocupó tanto el Alto Karabaj como los territorios azeríes circundantes que separaban Karabaj de la frontera armenia. Desde entonces, el territorio ocupado ha sido administrado por la autoproclamada República de Artsaj, apoyada militar y económicamente por Armenia pero no reconocida por ningún otro país. De acuerdo con la legalidad internacional, Artsaj y el Alto Karabaj son parte de Azerbaiyán, un factor que, sumado a los enormes recursos energéticos azeríes, explican por qué este país está logrando tantos apoyos internacionales en 2020. Este año, a diferencia de 1992, el país que está lanzando una ofensiva militar y que cuenta con mayor capacidad bélica es Azerbaiyán. Ambos países se acusan mutuamente de haber iniciado las hostilidades y de ser responsables de la escalada. Lo cierto es que ambos tienen razón: el choque parece haber sido buscado por ambas partes, de forma análoga a lo sucedido en 2016 ―en aquella ocasión, el enfrentamiento fue breve, aunque se cobró dos centenares de vidas. 

En efecto, el conflicto del Alto Karabaj ha sido hábilmente instrumentalizado por los líderes de Armenia y Azerbaiyán para distraer de otros asuntos y sumar apoyos. Así, tanto Nikol Pashinián ―primer ministro de Armenia― como Ilham Aliyev ―presidente de Azerbaiyán― han elevado el tono respecto a Karabaj en el último año. Pashinián, que llegó al poder en 2018 encumbrado por una oleada de protestas, ha visto como su popularidad caía en el último año, especialmente a raíz de la gestión de la pandemia. En una durísima entrevista con la BBC a mediados de agosto, el periodista inglés Stephen Sackur acusaba al primer ministro armenio de estar aprovechando la supuesta lucha contra la corrupción para perseguir a la oposición, así como de escalar el conflicto en Karabaj con declaraciones nacionalistas grandilocuentes y con la construcción de infraestructura en las tierras ocupadas a Azerbaiyán. La estrategia, a pesar de las terribles pérdidas humanas y materiales que está sufriendo Armenia, ha permitido al presidente recuperar el apoyo de buena parte de la sociedad.

Armenia, no obstante, tiene muchos más mecanismos de control democrático que Azerbaiyán, donde la dinastía Aliyev lleva gobernando desde antes de la disolución de la URSS. A pesar del control férreo de los medios y las redes y del clima de miedo las calles, hace un año la oposición azerí consiguió manifestarse en Bakú para protestar contra la corrupción y el desempleo, que había alcanzado cotas históricas. Desde entonces, cientos de activistas han sido arrestados, a la vez que el presidente denunciaba a los opositores como agentes extranjeros y elevaba el tono frente a Armenia. La tensión continuó elevándose durante el verano, hasta el punto de que en julio la policía azerbaiyana disolvió una protesta en Bakú que pedía una guerra contra Armenia en respuesta a la muerte de varios militares en una escaramuza fronteriza. El gobierno azerbaiyano ha aprovechado la coyuntura para mostrarse más asertivo, hasta el punto de iniciar una ofensiva que parece estar siendo muy exitosa. El éxito no es solo militar, sino también interno: quienes no apoyan el conflicto son calificados de antipatriotas, y la popularidad del régimen ha aumentado.

Dos semanas después del recrudecimiento de las hostilidades, parece que ambas partes están dispuestas a dialogar y lograr un acuerdo con la mediación de Moscú. Esto no resolverá el conflicto, pero sí puede suponer un cese temporal de las hostilidades. La posición más delicada es la de Armenia: su inferioridad militar respecto a Azerbaiyán hace que, si Rusia no ofrece su apoyo inequívoco, sus posiciones en Artsaj sean indefendibles a medio plazo. Además, Artsaj es visto por la mayoría de los armenios como parte integral de su nación; abandonar la región no es una opción, mucho menos teniendo en cuenta que Azerbaiyán está incluso bombardeando monumentos históricos ―replicando parte de la estrategia armenia en los 90, cuando decenas de mezquitas y elementos patrimoniales azeríes fueron destruidos. Rusia, por su parte, parece querer ejercer de árbitro. Su influencia en Azerbaiyán aún es notable: no solo les suministra con armamento, sino que buena parte de la élite y la clase media alta habla ruso y envía a sus hijos a estudiar a Moscú. El peso de Turquía en Bakú está aumentando en el país en los últimos años ―como evidencia el apoyo de Ankara al gobierno de Aliyev―, y Rusia no puede permitir que Turquía, que apoya a sus adversarios en Siria y Libia, se convierta en el socio principal del gobierno de Azerbaiyán, un país con el que comparte frontera. 

Ante este escenario, especialmente teniendo en cuenta la superioridad militar de Azerbaiyán, es posible que Moscú presione a Armenia para que se siente a negociar y alcance algún tipo de acuerdo. Este acuerdo será con toda probabilidad un alto el fuego temporal, pues ninguno de los dos países está dispuesto a renunciar a lo que consideran una parte integral de su territorio. El nacionalismo y el resentimiento hacia el país vecino, sin duda alguna, continuará siendo una poderosa fuerza aglutinadora en ambas repúblicas. Las heridas del conflicto, que se vuelven más profundas con cada bombardeo, tardarán décadas en cicatrizar. Es comprensible: muchos armenios y azeríes perdieron a familiares durante la guerra de los 90, y muchos parientes jóvenes están siendo movilizados para luchar en el conflicto actual. El trauma de los actuales bombardeos se sumará al recuerdo de las masacres y limpiezas étnicas en los 90, dificultando mucho la resolución del conflicto.

Desde el exterior, solo nos queda desear lo mejor para ambos países y que el conflicto se acabe lo antes posible. Para muchas personas lo natural parece ser posicionarse a favor de uno u otro bando, pero no puedo compartir este sentimiento. Conozco personalmente a gente de mi edad tanto de Armenia como Azerbaiyán, y lo único que espero es que no les pase nada ni a ellos ni a sus familiares. Algunos de mis amigos, los menos, comparten su dolor en las redes sociales y piden humanidad a sus compatriotas, pero sus voces son ahogadas en un mar de exaltación nacionalista. Pedir empatía hacia la nación enemiga es visto en ambos países como un signo de escaso patriotismo. Criticar al gobierno ―sea el de Armenia o el de Azerbaiyán― es percibido casi como una traición. Y entre vítores por las bajas enemigas y gritos de venganza ante las propias, el nacionalismo y los deseos de venganza acaban con el sentido crítico, la misericordia y la humanidad.