Opinión

El regreso al futuro de Etiopía

photo_camera Primer ministro de Etiopia

Una rápida ojeada a la historia de Etiopía nos hace ver que los problemas del país nunca se han resuelto con baños de sangre. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en la guerra civil de 1974, precipitada por la rebelión contra el gobierno del emperador Haile Selassie, liderada por el militar Mengistu Haile Mariam, a cuyas órdenes se  asesinó del presidente moderado del Consejo Administrativo Militar Provisional, junto a 60 aristócratas y ex funcionarios del antiguo régimen imperial, lo que acabó desatando el periodo del “Terror Rojo” dirigido contra la oposición y la sociedad civil etíope, que culminó con la llegada de un contingente de tropas cubanas para ayudar al ejército etíope a luchar contra el somalí,  por la disputa de los territorios de Oganden. 40 años después, la crisis pandémica ha creado las condiciones propicias para un nuevo conflicto armado en la región de Tigray, en el norte de Etiopía. 

La pandemia llevó al aplazamiento de las elecciones nacionales de agosto por parte del ejecutivo federal, lo que fue contestado por Frente de Liberación del Pueblo de Tigray organizando unos comicios unilaterales,  que motivaron una ruptura entre las dos administraciones, y desembocaron en enfrentamientos armados el cuatro de noviembre; la imposición del estado de emergencia;  y el establecimiento de una administración interina que efectivamente disolvió la autonomía de Tigray. 

La temperatura de la conflagración subió prontamente, aumentando el número de bajas en el oeste de Tigray, cerca de Sudán y Eritrea. Salta a la vista  que esta enésima crisis armada tiene todo el potencial para abrir un  segundo frente en la franja del Sahel: el riesgo de que Eritrea se vea arrastrado es una oportunidad de oro para que los grupos extremistas que deambulan en la región traten de llevar a Etiopia al colapso total,  a fin de crear un efecto dominó que alcance la costa mauritana y parta el continente africano en dos. 

La maraña de fuerzas beligerantes está trufada de lealtades solapadas e intereses de actores exteriores, que van a hacer muy difícil detener la dinámica de confrontación general en ciernes. Por un lado, la Fuerza de Defensa Nacional de Etiopía tiene sobre el papel una clara superioridad armada, pero el cuartel general de su Comando del Norte está bajo control del Frente de Liberación del Pueblo de Tigray, artífice de la derrota en 1991 del régimen marxista-leninista, y que si bien resultó diezmando en la guerra de Eritrea, conserva una fuerza armada más que respetable, notablemente en Mekelle, uno de los objetivos bélicos del gobierno federal de Abiy Ahmed Ali, y cuya proximidad con Eritrea puede poner en jaque los acuerdos de paz de 2018, habida cuenta de que hay 100.000 refugiados eritreos en la zona de Tigray. 

Eritrea es precisamente uno de los países que puede precipitar la rápida escalada internacional de la crisis, junto a Sudán y Egipto, ambos partes interesadas en el contencioso sobre la presa etíope de Gerd, en el Nilo Azul.  De hecho,  los dos países están llevan a cabo unas maniobras conjuntas planificadas con anterioridad, que facilitan una potencial movilización contra Etiopia, algo que ha llevado a Rusia y a China a lanzar advertencias contrarias a cualquier acto de hostilidad contra Etiopía, después de  que Trump optase por una posición cercana a los intereses egipcios, por activa, por pasiva,  y estentóreamente. 

En cualquier caso, no podemos pasar por alto que Egipto y Rusia comparten intereses estratégicos en la guerra de Libia, por lo que el Cairo difícilmente puede desoír las admoniciones de Moscú, que participa del interés que Beijing tienen en estabilizar el Cuerno de África como fundamento para asentar sus respectivas presencias geopolíticas en la región.  

Por el momento, Sudán ha cerrado parte de su frontera oriental al mismo tiempo que el primer ministro sudanés, Abdalla Hamdok,  hacía un llamamiento a Abiy Ahmed Ali para reconducir la situación. No obstante,  algunas informaciones señalan que Tigray ha establecido un corredor a través del cual se introducen armas y suministros provenientes de Sudán, en lo que cabe interpretar como un guiño al Frente de Liberación del Pueblo de Tigray, un encaje de bolillos que puede terminar mal para toda la región, si  Abiy Ahmed Ali se ve impelido a retirar las tropas etíopes de la Misión de la Unión Africana en Somalia, lo que daría alas a las milicias  islámicas milicia terrorista al-Shabaab para crear aún más desestabilización en Somalia, otorgándole de este modo una dimensión árabe al conflicto: los Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Arabia Saudita y Turquía han estado luchando por influencia en África Oriental durante años, por lo que el riesgo de llegar a una  guerra indirecta, un guirigay de relativamente baja intensidad, pero de facto perenne – similar al modelo libio- aumentará a medida que la duración de las hostilidades obligue a la intervención de las potencias rivales del Golfo, parece inevitable, si Somalia se ve directamente afectada. 

Caben pocas dudas de que el conflicto en territorio etíope no tiene visos de alcanzar una resolución a corto plazo, por más que el gobierno federal tenga puestas todas sus esperanzas en una gran ofensiva final después del ultimátum a las fuerzas rebeldes de Tigray. Incluso si las acciones militares tienen éxito, la urdimbre étnica de Etiopia hace que los problemas de fondo sean casi intratables. Como acostumbra a ser el caso en África, es un error hacer extrapolaciones basadas en dinámicas políticas eurocéntricas; la política etíope no está organizada en un espectro de izquierda a derecha cardinalmente definido por cuestiones materiales, sino que funciona bajo parámetros étnicos, que se traducen en exigencias de reconocimiento, autogobierno y participación activa en los asuntos federales.  Siendo estas identidades trasnfronterizas, y dado que en Etiopia cohabitan 80 grupos étnicos diferentes (35%  Oromo,  27%  Amara,  6% Tigriniano, y un 30% de minorías heterogéneas) alcanzar la estabilidad nacional requiere de una altura de miras de la que ninguna de las partes en conflicto hace gala, lo que a la postre resulta en la reafirmación de las dinámicas secesionistas que flirtean con la balcanización del Cuerno de África,  y el fin de Etiopía como estado nación.  

Por consiguiente, la estabilización de Etiopia -y por extensión, de toda la región circundante- pasa  por una reforma constitucional antes que por una paz militar que, a fuer de pírrica, sólo compraría tiempo a un alto precio. Son pocas,  sin embrago,  las razones para el optimismo. Las posibilidades de celebrar elecciones seguras, y mucho menos libres y justas en 2021, son casi inexistentes. Lamentablemente, la ausencia de liderazgos mundiales fuertes, capaces de mediar para que se aborden de manera creíble y no intervencionista  los problemas subyacentes (facilitando un cierto grado de consenso nacional, que ponga sobre la mesa un plan de reconciliación y estabilidad a largo plazo de Etiopía), es un aliciente para pescar en rio revuelto, dentro y fuera del país.