Opinión

El veneno de Moscú

photo_camera Putin

Envenenar a los críticos y enemigos políticos – entonces no había adversarios -– fue una costumbre muy generalizada en la Unión Soviética desde Stalin. Era práctica eficaz y discreta de quitar del medio a disidentes o simples personas incómodas para el Régimen. Envenenar astutamente estaba en los manuales de trabajo de la que suponíamos extinta KGB. Y son muchos nombres de víctimas que se han venido conociedo. 

Y no parece que la costumbre y la técnica hayan desaparecido con el cambio aparente que se ha producido en la política rusa actual, tan dudosamente democrática. La técnica del paraguas, consistente en disparar por la espalda desde un aparente paraguas un veneno poco menos que instantáneo al viandante que se quiere eliminar sigue vigente, como hace poco ocurrió en Londres.

El envenenamiento, alternando con disparos en la cabeza, incluye una larga lista de víctimas en los últimos veinte años tanto en la propia Rusia como en el extranjero. Ser crítico contra el Gobierno, implica en la égida de Vladimir Putin, igual que ocurría en los años comunistas, una condena a muerte silenciosa, sin juicio ni escándalo.

Alexie Navalni, un opositor brillante y valiente a Putin, fue envenenado en un aeropuerto de Siberia con una taza de té que tomó cuando iba a subirse a un avión para hacer campaña en unas elecciones locales. Ya en vuelo se sintió mal y se desmayó en la cabina del baño. Aunque el avión hizo un aterrizaje de emergencia, los médicos que enseguida supieron que había sido envenenado poco pudieron hacer.

Lleva varios días en coma, mientras cínicamente el Gobierno de Putin lamenta el caso y promete una investigación que es bastante probable que no aclare nada que ya no se sepa. Tanto Francia como Alemania se ofrecieron para acogerle y ponerle a disposición de médicos especialistas que podrían tratarlo y salvarle la vida. Pero Moscú rechazó la oferta.

El miedo a ser envenenado ya era habitual entre los políticos de la Unión Soviética. Cuando el entonces presidente de Rumanía, Nicolau Ceaucescu, visitó España, en los años de la transición, sorprendió al protocolo que organizó la visita, además de las extravagancias de la mujer, Elena, la exigencia de un lugar privilegiado para el probador. 

Inicialmente nadie sabía de que se trataba: se pensó en alguna interpretación imprecisa del idioma. Pero enseguida se comprobó que efectivamente la palabra era correcta. El probador no se apartaba del dictador rumano, le seguía a todas partes y probaba lo que iba a ingerir, incluido un simple vaso de agua, en previsión de que estuviera envenenado.

Fue muy desagradable cuando en alguna visita le brindaban algo ver al probador tomar un sorbo y esperar cerca del médico particular a ver si sentía alguna reacción. Especialmente delicado resultaba el espectáculo en las cenas y comidas oficiales. En algunos casos el probador hacía su trabajo en la cocina pero vigilando luego si era lo mismo que llegaba a la mesa.