Opinión

Elizabeth Warren, fracaso a fuego lento

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La carrera presidencial de Elizabeth Warren comenzó, en cierto modo, en 2016. La victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, primera candidata presidencial de uno de los dos grandes partidos estadounidenses, fue una sorpresa mayúscula para gran parte de la sociedad y clase política del país. Pese a que el republicano perdió el voto popular, se aseguró la presidencia gracias a su control del Colegio Electoral, donde contaba con más apoyos que la antigua secretaria de Estado. Su triunfo movilizó a mujeres de todo el país, que protestaron en masa contra su declarada misoginia, y convocaron la manifestación más multitudinaria de la historia estadounidense: la Marcha de las Mujeres de 2017. La resistencia popular al magnate tuvo profundas implicaciones políticas, y en las elecciones de medio mandato de 2018, 117 mujeres fueron nombradas congresistas, una cifra histórica.  

Esta tendencia se replicó en las primarias demócratas para los comicios de 2020. Elizabeth Warren, Kirsten Gillibrand, Kamala Harris, Marianne Williamson, Amy Klobuchar y Tulsi Gabbard hicieron historia al formar parte de la carrera por la nominación más diversa de la historia. Sin embargo, la mayoría se retiró antes del llamado Supermartes, y Warren era la única mujer con posibilidades de ser candidata –todavía queda Gabbard en pie– que se enfrentó a la decisiva cita electoral. Una tercera posición en Massachusetts, estado que representa en el Senado, así como una popularidad estática, forzaron su salida el 5 de marzo, lo que redujo la nominación a una disputa entre dos hombres septuagenarios: el progresista Bernie Sanders y el centrista Joe Biden. 

La senadora, que llegó a ser favorita en diferentes encuestas, trató de posicionarse como una alternativa pragmática entre la revolución política de Sanders y el tradicionalismo de Biden. Warren parecía tener “un plan para todo”, –su lema de campaña– con el que reducir la flagrante desigualdad, acabar con la injusticia racial y frenar el cambio climático. Su ambicioso proyecto le granjeó el patrocinio de figuras como la futbolista Megan Rapinoe y de movimientos como el Partido de las Familias Trabajadoras. Además, influyentes medios de comunicación como The New York Times o The Boston Globe alabaron abiertamente su candidatura y según The Economist, era la candidata más popular entre la población blanca con educación superior. Su historia personal también parecía la adecuada para recuperar el voto de la clase obrera blanca que se decantó por Trump en 2016, así como para atraer a conservadores moderados. Nacida en Oklahoma en el seno de una familia empobrecida, Warren fue durante muchos años una convencida republicana, y no se afilió a los demócratas hasta 1995, con casi 50 años. Ese mismo año se convirtió en profesora titular de Derecho en la Universidad de Harvard. 

Pese a su abrumador currículum y su estoica candidatura –con memorables intervenciones en los debates–, su campaña se vio frustrada por una serie de factores que le han impedido avanzar triunfante hasta el 1.600 de la Avenida Pensilvania. Uno de sus mayores obstáculos fue su limitada base de simpatizantes, y su escaso apoyo entre las minorías raciales. En Carolina del Sur y Alabama, los dos estados con mayor porcentaje de población negra en los que han celebrado primarias, su apoyo fue del 5% y 4% respectivamente, según una encuesta de The Washington Post. Un sondeo del mismo periódico otorga a la senadora un 6% y un 8% del voto latino en California y Texas, territorios donde este colectivo es demográficamente significativo.

La homogeneidad de sus seguidores ha sido, en parte, uno de los motivos por los que los demócratas la veían incapaz de batir a Trump. Las primarias de este año han estado fuertemente marcadas por la búsqueda de la “electabilidad”, la selección de una candidatura capaz de alcanzar el Ejecutivo. Algunas medidas de Warren, como la prohibición del 'fracking', despertaban cierto recelo entre los demócratas, ya que dudaban de su aceptación en estados clave como Pensilvania. Sumado a ello, tras la candidatura fallida de Clinton se ha impuesto una mayor presión sobre las aspirantes políticas, y el sexismo que ha sufrido Warren ha erosionado su popularidad. Pese a que la senadora se esforzó por transmitir una imagen efectiva hasta con el lema de su campaña, lo cierto es que sus errores han sido escrutados más exhaustivamente. Por ejemplo, el hostigamiento al que se enfrentó tras defender su ascendencia nativa –de lo que posteriormente se retractó– fue mucho mayor del que soportó Biden tras ser acusado de comportamientos inapropiado con mujeres. La electabilidad es, por lo tanto, un umbral sesgado que perjudica desproporcionadamente a las mujeres. 

El Partido Demócrata se encuentra en un momento de tensión entre una base sedienta de cambio estructural y un 'establishment' cuya receta es la vuelta al pragmatismo de Barack Obama. Elizabeth Warren trató de convertirse en un puente entre ambas facciones, pero su vacilación en temas como la cobertura sanitaria despertó la cautela de los afiliados, y terminó por invisibilizarla frente a Sanders y Biden. Muchos ciudadanos tachaban su actitud de condescendiente e incluso de clasista, una crítica pertinente teniendo en cuenta el escaso apoyo de la base obrera demócrata. Su ardua historia personal y su reformadora visión económica no bastaron para convencer a este electorado, que se ha mantenido fiel a Sanders desde las últimas elecciones presidenciales. 

Su retirada de la carrera probablemente no implique una desaparición política ya que, con su salida, se ha convertido en una pieza fundamental en la futura nominación. Si la senadora apoya abiertamente a Sanders, este podría aumentar su número de simpatizantes y vencer a Biden en estados clave de las primarias. Si, por el contrario, prefiere alinearse con el 'establishment' y dar su beneplácito a Biden, sería recibida de vuelta en el Senado con los brazos abiertos y algún cargo de responsabilidad. Ambos candidatos están sedientos de su aval y hasta puede que le ofrezcan alguna cartera de peso en su futura Administración de ser elegidos presidentes. Sin embargo, Warren también puede permanecer impasible y no decantarse por ninguno, manteniendo una postura pragmática entre ambas corrientes, como ha hecho el presidente Obama hasta ahora. Puede que su plan definitivo sea soldar el partido con vistas a 2024 o, con un poco de suerte para los demócratas, 2028. Lo cierto, es que el plan de Warren parece no terminar aquí.