España después de Trump en el Sáhara 

Cada vez que los Gobiernos españoles han tomado una iniciativa en la cuestión colonial del Sáhara Occidental, se han quedado a mitad de camino.   El primer gran error español en el Sáhara lo cometió el Gobierno de Sagasta, que fue incapaz de notificar en la Conferencia de Berlín (1884-1885) la instalación española a lo largo de la costa del Sáhara con la construcción de la ciudad de Villa Cisneros (hoy Dajla), lo que supuso que las potencias coloniales reunidas en Alemania no pudieran reconocer la soberanía

Cada vez que los Gobiernos españoles han tomado una iniciativa en la cuestión colonial del Sáhara Occidental, se han quedado a mitad de camino.  

El primer gran error español en el Sáhara lo cometió el Gobierno de Sagasta, que fue incapaz de notificar en la Conferencia de Berlín (1884-1885) la instalación española a lo largo de la costa del Sáhara con la construcción de la ciudad de Villa Cisneros (hoy Dajla), lo que supuso que las potencias coloniales reunidas en Alemania no pudieran reconocer la soberanía española sobre el territorio sahariano de medio millón de kilómetros cuadrados, mayor que el de la propia España. Más tarde, en 1900, el Tratado de París entre España y Francia permitió a ésta última anexionarse las salinas de Iyil que perdió España. En todos los acuerdos firmados entre España y Francia acerca de la delimitación territorial de las colonias, los Gobiernos españoles salieron siempre perdiendo. 

En 1958, el Gobierno de Madrid convirtió el Sáhara en provincia española, resultado de la unión de los dos territorios bajo su administración: el Sáhara español y Río de Oro. Fue una decisión necesaria, aunque tardía, pero no fue seguida de sus consecuencias prácticas, como la nacionalidad española íntegra para sus habitantes. Duró hasta 1976. En ese tiempo el Gobierno de España barajó la posibilidad de otorgar una amplia autonomía a la provincia, que tampoco llevó a la práctica. 

Cuando en 1973 surgió el Frente Polisario, que se proponía descolonizar la región, España tuvo contactos con el movimiento formado en su mayoría por antiguos estudiantes saharauis en España. El Gobierno de Madrid fue incapaz de ver el futuro y no dejó más alternativa al Polisario que caer en brazos de los coroneles Gadafi de Libia y Bumedian de Argelia

Otro gran error histórico fue el Acuerdo de Madrid del 14 de noviembre de 1975, firmado entre España, Marruecos y Mauritania, por el que Madrid anunciaba su retiro definitivo del Sáhara para el 28 de febrero de 1976, y traspasaba la Administración del territorio, hasta ese día tripartita con los firmantes, enteramente a Rabat y Nuakchot. Fue un acuerdo legal, depositado en el registro de las Naciones Unidas, y que nunca ha sido rechazado por la ONU. Sin embargo, España se olvidó del mismo, como si nunca hubiera existido, y durante los años pasados desde entonces, los Gobiernos de la Transición no han proclamado públicamente con declaración solemne, que la Administración del territorio recae hoy sobre Marruecos, tras retirarse Mauritania de esta.   

Estas notas previas podrían muy bien ser el preámbulo de la necesidad que hoy se plantea. Tras el reconocimiento por parte de Estados Unidos, establecido por una Orden Ejecutiva presidencial, de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, ¿cuál debe ser la posición española? La más consecuente con la responsabilidad española en el origen del conflicto, sería la de reconocer que el territorio se encuentra legalmente bajo la Administración de Marruecos, lo que de facto vendría a suponer la aceptación de su soberanía sobre el mismo.  

El entonces reconocimiento español de la soberanía marroquí, ¿significaría automáticamente el fin del conflicto? No, en absoluto. ¿Significaría la renuncia de España a su responsabilidad y papel en la búsqueda de una solución? Para nada. ¿Significa entonces que España traiciona a la población saharaui, como ligeramente se escucha aquí y allá? Por supuesto que no. España sigue teniendo su protagonismo para ayudar a los pocos de cientos de miles de saharauis a vivir en paz.  

El conflicto persistirá, mientras no se reconozca y materialice la identidad histórica específica de las poblaciones que habitan el Sáhara. Reconocer la soberanía territorial marroquí es solo cambiar el marco en el que se debe encontrar la solución definitiva. La propuesta hecha por Mohamed VI de una amplia autonomía avanzada para el territorio, es un primer paso fundamental.  

AFP PHOTO/HO/MOROCCAN ROYAL PALACE -El rey de Marruecos, Mohamed V
¿Qué gana y qué pierde España si reconoce la soberanía marroquí sobre su antigua provincia colonial?  

En primer lugar, ganaría la estabilidad política y la seguridad en la región que engloba el noroeste africano y el suroeste europeo. La búsqueda de una inclusión saharaui como territorio específico en el reino de Marruecos, desbloquearía el proyecto de Gran Magreb Unido, del que formaría parte naturalmente. Una solución marroco-saharaui dentro del Magreb unificado, desactivaría la bomba de relojería que pesa sobre la región, con los grupúsculos terroristas deambulando en sus territorios, aliados de las mafias del narcotráfico y del tráfico de personas hacia Europa.  

En segundo lugar, permitiría acuerdos tripartitos fructíferos entre España, Marruecos y Argelia. La rémora que el conflicto territorial hace pesar sobre la región, mantiene cerrada la frontera entre Argelia y Marruecos, la única frontera sellada herméticamente entre dos países en todo el mundo.  

En tercer lugar, permitiría a Madrid aprovechar la vía España-Marruecos para proyectarse económica y comercialmente hacia África occidental y central, por una parte, y hacia el anillo mediterráneo horizontal a través del norte de África, hasta Egipto y el Próximo Oriente, por otra.  

Sin embargo, es obvio que esta decisión histórica del Gobierno español, de producirse, acarrearía enemistades y levantaría ampollas. Enemistades de antiguas potencias coloniales de África, como Francia y Gran Bretaña, que no quieren que el área hispanófona se instale más abajo de Ceuta y Melilla, y que quede confinada en el archipiélago canario.   

En el plano interno español, una decisión de tal calibre haría rechinar dientes a viejos lobbys anti-marroquíes aún activos en las redes sociales y sociológicas, y en los círculos de amistades financiera o castrense. El simple recuerdo hecho por el primer ministro marroquí de “la marroquinidad de Ceuta y Melilla” estos días, y las enfurecidas reacciones hispanas, lo muestra.  

El Gobierno también debería enfrentarse con sus propios socios coyunturales, que hacen del apoyo a “la causa saharaui” un ariete contra la monarquía alauita, preludio de la cruzada republicana en la que quieren sumir a España. Algunos de sus socios tienen arraigo histórico y son por lo tanto rivales de fuerza, como los nacionalistas vascos y catalanes, con los que hay que sentarse a la mesa; otros, más populistas, son meros sucedáneos de mala calidad, que pierden fuelle sin cesar, y son por lo tanto prescindibles. 

En tercer y último lugar está la comunidad saharaui ya instalada en España, la mayoría con nacionalidad española, a la que el Gobierno debe explicar que admitir la soberanía y administración marroquí de la excolonia, no significa que se abandona la población de Tinduf o del territorio a su suerte. España seguirá defendiendo su derecho legítimo a su identidad, su historia y su cultura.  

Tampoco le será fácil al Gobierno español de hacer frente a las posibles reacciones airadas de Argelia, que no olvida lo ocurrido en los años 70. Reconocer el Sáhara bajo bandera marroquí, no acarrea excluir a Argelia. Todo lo contrario: Argel es una pieza irremplazable de la ecuación regional, lo que no es el caso ni de Francia, ni de Reino Unido, y, por lo tanto, tiene todo el derecho a formar parte de la negociación.  

En buena lógica, España debería seguir el camino abierto por Donald Trump. Sin embargo, hay un quid en todo esto, que aún sigue siendo una incógnita: ¿será el Gobierno español capaz de coger el toro por los cuernos, y reconocer la soberanía marroquí en el Sáhara, como ha hecho Estados Unidos?  Sería un gran paso en la estabilidad del Mediterráneo occidental. 

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