Opinión

Fiesta nacional por el fin de la esclavitud

photo_camera Sheila Jackson Lee

Hace ahora 156 años que el estado de Texas liberaba a los últimos esclavos, dos años después de que el presidente Abraham Lincoln decretara la Proclamación de Emancipación, el 1 de enero de 1863. No dejaba de resultar chocante que un hito tan decisivo en la historia de Estados Unidos no fuera conmemorado como tal a nivel nacional. Ahora el Congreso norteamericano acaba de aprobar por aplastante mayoría -415 votos a favor frente a 14 en contra- que el Juneteenth (contracción en inglés de junio y 19), sea fiesta en todo el país, tan pronto como la ley sea sancionada por el presidente Joe Biden.

Ha sido un debate rápido y sin apenas polémica, fruto sin duda de la marea desencadenada a raíz del asesinato, en mayo de 2020, en Minneapolis del afroamericano George Floyd, asfixiado durante nueve interminables minutos por la rodilla de un policía blanco, Dereck Chauvin, condenado ya a permanecer entre rejas prácticamente el resto de su vida. 

Aquella decisión de Lincoln, inicialmente contrario al abolicionismo, tuvo sobre todo un carácter estratégico militar, ya que en la Guerra de Secesión americana (1861-1865), la liberación de los esclavos negros significaba casi automáticamente la integración de los emancipados en el Ejército de la Unión. De hecho, fueron más de 200.000 los esclavos liberados los que cambiaron sus cadenas por las armas, contribuyendo así a la victoria final de la Unión sobre la Confederación de los Estados del Sur. En este territorio la esclavitud permaneció incólume durante toda la guerra, hasta la rendición del general confederado Robert Lee el 9 de abril de 1865. No obstante, y debido a las grandes distancias y a los medios de comunicación de entonces, aquella noticia no llegó a la ciudad texana de Galveston hasta el 19 de junio, ese Juneteenth que en adelante conmemorará en todo Estados Unidos el fin oficial de la esclavitud. 

Una larga lucha de discriminación, injusticia e impunidad

La historia posterior a aquel día de 1865 no trocó radicalmente la suerte de la población negra, que aún sufriría largos años de segregación, discriminación, persecución y linchamientos impunes en los vencidos estados sureños. El apartheid se impondría en todos los territorios agrícolas mientras en el norte del país, aunque en menor medida, tampoco desaparecerían las discriminaciones sociales hasta la segunda mitad del siglo XX, y tras una larga y sangrienta lucha en pos de la igualdad de los derechos civiles. 

Aquella lucha, encabezada por figuras tan relevantes como el pastor Martin Luther King, daría sus frutos bajo la presidencia de Lyndon B. Johnson, sucesor del asesinado John F. Kennedy. Sin embargo, los usos y costumbres de la Administración, y especialmente entre los funcionarios de los cuerpos policiales, permanecieron prácticamente inalterados, con una aplicación práctica de la ley que convertía por principio en sospechosos, y más que presuntos culpables, a todos los negros, seguidos después por los hispanos. 

Todo ello es lo que ha emergido tras el asesinato de Floyd y explotado como “racismo sistémico”, recogido así por la historiadora Elizabeth Hinton en su ensayo America on Fire (Ed. Liveright, 2021), en el que narra el fracaso del presidente Barack Obama en pasar definitivamente página a ese apartheid moral, económico y social. Los cuatro años en la Casa Blanca de Donald Trump han supuesto de hecho una explosión descarada del denominado supremacismo blanco, una suerte de revancha por la derrota en la Guerra de Secesión y la consiguiente abolición de la principal seña distintiva de la muy próspera agricultura sudista: el trabajo forzado por afroamericanos, condenados a permanecer uncidos para siempre, ellos y sus descendientes, a una tierra que no poseían. 

De todo ello ha hablado la diputada demócrata negra Sheila Jackson Lee al presentar la nueva ley aprobada por el Congreso. Delante de la foto antigua de un hombre negro con la espalda lacerada por los latigazos, la diputada ha calificado de “un gran día para la libertad” esta nueva ley federal. Los republicanos también se han unido a la marea, de manera que diputados como John Cornyn se han sumado al voto favorable tras entonar una suerte de mea culpa: “Reconocer y aprender de los errores del pasado es esencial para avanzar”. Ambos diputados representan precisamente a Texas. 

Mientras, la presidenta de la Cámara, la veteranísima Nancy Pelosi, resumía el hito con brevedad y contundencia: “El 19 de junio nos recuerda una historia repleta de brutalidad e injusticia, y nos llama a la responsabilidad de construir un futuro de progreso para todos, que honre el ideal de igualdad de los Estados Unidos”.