Golpe de Estado en Myanmar

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Uno pensaba que los golpes de Estado tradicionales, con militares y sables es algo que pertenece al pasado, al siglo XIX o al siglo XX en América Latina y África, aunque en España tengamos la vergüenza de haber sufrido dos en ése siglo: el de 1936 y el intento frustrado de 1981. Hoy los golpes se dan de otra manera, desde dentro del poder y en nombre de la misma democracia que pretenden destruir, como ocurrió en la Cataluña del referéndum ilegal y las “leyes de desconexión” de 2017 auspiciadas desde la Generalitat, o en el reciente intento de toma del Capitolio de los EEUU por masas animadas por el mismo presidente.

Por eso lo que acaba de ocurrir en Myanmar es como un regreso al pasado porque allí el jefe del Ejército, general Min Aung Hlaing, ha dado un golpe de Estado de los antiguos, de los que sacan al Ejército por las calles en camiones adornados con banderas, cierran el espacio aéreo, la televisión emite músicas patrióticas, se apagan internet y las conexiones de teléfonos móviles, y se detiene al gobierno y a otros líderes políticos y parlamentarios. El Ejército ha declarado el estado de alarma y ha anunciado que dentro de un año se celebrarán nuevas elecciones que los propios militares supervisarán para asegurar que no se produzcan fraudes masivos como afirman que sucedió en las del pasado noviembre. En esas elecciones, que se celebraron en un clima de bastante libertad, barrió el partido Liga Nacional para la Democracia que preside Aung San Suu Kyi, la hija del asesinado héroe de la independencia y fundador del ejército. Ella recibió el Premio Nobel de La Paz en 1991 por la dignidad y gallardía de su oposición pacífica, a la Ghandi, a las juntas militares durante 15 años de arresto domiciliario cuando su matrimonio con un ciudadano británico le hubiera permitido salir del país.

Porque Myanmar, antigua Birmania o Burma, vive en una permanente dictadura militar desde que los uniformados se apoderaron del poder en 1962, pocos años después de la independencia. Los militares se han adueñado desde entonces de las riquezas del país y constituyen un auténtico estado de privilegios y riqueza dentro de un estado tan pintoresco y bello como pobre, lleno de armas, apenas capaz de alimentarse y con fuertes tensiones de tipo racial entre las numerosas etnias que allí conviven,  y también entre las dos religiones dominantes, Budismo e Islam.

Tras muchos años de dictadura, las presiones internacionales llevaron a la celebración de elecciones en 1988 que ganó la Liga y que no fueron reconocidas por los militares, sobre los que aumentó la presión internacional. Eso condujo a que en 2015 se celebraran otras elecciones cuyos resultados está vez fueron aceptados por la casta militar que permitió un gobierno civil aunque reservándose ministerios claves, el control económico y el 25% de los asientos del nuevo Parlamento. A pesar de ello el mundo recibió este paso con la esperanza de que permitiera al país avanzar por la vía democrática aunque fuera de forma gradual y vigilada. Lo que acaba de ocurrir muestra que pecamos de ingenuos y que los militares no están dispuestos a perder el poder y los privilegios que disfrutan.

Verdad es que los últimos años no han sido fáciles. Myanmar ha atraído sobre sí la atención mundial cuando en 2017 disputas religiosas entre budistas y musulmanes se saldaron con masacres y violaciones indiscriminadas y con la quema de aldeas de la etnia rogingya, 750.000 de cuyos miembros tuvieron que buscar refugio en la vecina Bangladesh en condiciones de vida muy precarias. Se culpó entonces a los militares birmanos, y en particular al actual golpista general Min, de estar detrás de unas atrocidades que algunos han calificado de genocidio. La líder Aung San Suu Kyi se dejó muchas plumas en las Naciones Unidas en Ginebra al empeñar su prestigio en rechazar esas acusaciones contra los militares de su país. El asunto no está cerrado, las investigaciones continúan y los rohingya siguen malviviendo en campos de refugiados y sin poder regresar a su país. No parece que su situación vaya a mejorar tras los recientes sucesos.

El golpe de Estado se veía venir, los diplomáticos destacados en Yangon lo anunciaban desde hace semanas y las propias Naciones Unidas se hicieron eco de los rumores la semana pasada. Antonio Guterres, su secretario general, ha deplorado lo ocurrido como un “serio golpe a las reformas democráticas en Myanmar” y eso los generales no lo habrían hecho de no tener las espaldas guardadas por China.

Porque China es el primer socio comercial de Myanmar, compra el 33% del gas que exporta y le ofrece un modelo de crecimiento alternativo al de la democracia liberal que no interviene en los asuntos internos de los países con el pretexto de los derechos humanos. Ambos países han estrechado sus relaciones desde la visita de Xi Jinping a la nueva capital birmana Naipyiró el pasado año con motivo de cumplirse el 70 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países, cuando afirmaron formar parte de “una comunidad de destino”. Con ese motivo se firmaron una treintena de acuerdos que refuerzan el “Corredor Económico Sino-Birmano” con carreteras, vías férreas, redes eléctricas y desarrollo del turismo, como parte de la participación birmana en la red de infraestructuras que crea la Ruta de la Seda. Esa buena sintonía se ha reforzado con el apoyo que Beijing ha prestado a Myanmar durante la crisis de los Rogingya, mientras arreciaban las críticas de occidente, y luego con el respaldo dado por China a lo largo de los últimos meses para combatir el impacto de la pandemia del Covid-19 que ha afectado muy duramente a la incipiente industria turística del país.

Estoy convencido de que los generales birmanos no hubieran dado este golpe de Estado si no tuvieran la garantía de que China les guardaría las espaldas...a cambio, eso también, de una mayor dependencia del gigante asiático.

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