Opinión

Guerras indirectas en Irak

photo_camera Imagen de la bandera de Irak

Aunque en el Oriente Próximo nada es lo que parece, todo es tal y como se espera que haya de ser. Por ello, los optimistas en la región piensan que los actuales conflictos de relativa baja intensidad representan el mejor de los mundos posibles, mientras que los pesimistas sospechan que los optimistas tienen razón. Este fatalismo parece tener cierta justificación a la luz de la serie de eventos que están teniendo a Teherán como epicentro, pero cuyo alcance se está propagando de manera extensiva por toda la región. 

Un ejemplo de ello lo encontramos en las informaciones que apuntan a sendos ataques quirúrgicos de la aviación israelí a objetivos militares iraníes en la ciudad iraquí de Ashraf, al noreste de Bagdad y a 80 kilómetros de la frontera con Irán, donde al parecer dieron cuenta de misiles balísticos procedentes del país persa, y causaron bajas entre los asesores militares iraníes.

Estos ataques seguirían la estela de los llevados a cabo por Israel en 2018 contra efectivos de la Guardia Revolucionaria y Hezbolá en territorio sirio en torno a Al-Hara, al sudeste de Damasco, levantando las habituales protestas de las impotentes autoridades sirias. 

Sin embargo, los ataques israelíes en Ashraf, y los previos en Amirli -que causaron la muerte del asesor militar irían de perfil alto, Abu Alfazi Sarabian, quien fue enterrado con honores militares en Irán- han tenido la callada como respuesta de Bagdad, lo que posiblemente apunte a una acción triangulada con Washington, interesado en procurar relaciones entre Irak e Israel. 

El potencial desplazamiento del frente contra Irán a Irak, sería,  primariamente,  un intento de impedir la amenaza tangible que supone para Israel la consolidación de un baluarte iraní en territorio iraquí, que pone sobre la mesa el interrogante sobre la posible inhibición de Bagdad ante una acción militar de terceros contra Irán, que sería consistente con los contactos discretos entre funcionarios de alto nivel israelíes y representantes del Gobierno iraquí, de los que cabe inferir una suerte de componenda circunstancial entre ambos países,  bajo la égida de Trump y con el apoyo explícito del movimiento opositor iraní Mujahedeen-e-Khalq, de cuyo representante se especula con que visitó Israel poco antes de los ataques aéreos de este país en Irak. Asimismo, se da la circunstancia de que Mujahedeen-e-Khalq tuvo su base en el exilio iraquí precisamente en Ashraf.

Todo apunta, por consiguiente, a que EEUU está haciendo valer su protectorado de facto en Irak (a diferencia de su decisión de retirar las fuerzas estadounidenses de Siria y Afganistán, Trump no muestra ninguna intención de retirar el contingente de 5.000 soldados estadounidenses estacionados de Irak), coaccionando a sus autoridades para alinear sus políticas a los intereses del Departamento de Estado norteamericano. Una muestra de ello es la exigencia por parte de Trump al Gobierno iraquí para que éste consiga fuentes alternativas -léase Arabía Saudí- de gas natural y electricidad a los suministros que obtiene de Irán. Estas presiones ponen en un brete a los políticos iraquíes, ya que, a pesar de haber invertido docenas de millardos de dólares en la red eléctrica del país en los últimos 15 años, sigue padeciendo una escasez crónica de electricidad, que le hace dependiente de Irán y que ha provocado revueltas violentas en el sur del país en protesta por la precariedad del suministro eléctrico en Basora y sus áreas colindantes. 

Es por lo tanto comprensible que el Ejecutivo de Irak se muestre reluctante a abrir un nuevo frente de inestabilidad cortando por lo sano el suministro de energía de Irán, lo que indudablemente sacaría a las calles multitudinarias manifestaciones de protesta violenta, reforzadas por las carencias que podrían surgir de la erosión de las relaciones comerciales con Irán, de donde proceden la inmensa mayoría de las importaciones de bienes de consumo básicos para la población iraquí.

Así pues, EEUU parece ser ahora tan incapaz de leer la situación en Irak como lo fue cuando planificó la invasión del país en 2003, y tan indiferente a los efectos indeseados de sus injerencias como lo fue entonces: Irán e Irak comparten un tejido religioso y cultural chií que une a la gran mayoría de sus respectivas poblaciones en la repulsa a la influencia de los suníes saudíes en Mesopotamia. Además, el Gobierno iraquí -que alcanzó el poder en octubre de 2018- está liderado por chiíes, cuyas bases son de obediencia proiraní, radicalmente opuestas a ser cómplices de la política de sanciones de la Administración norteamericana contra Teherán. Es posible en consecuencia que el gabinete de Adil Abd al-Mahdi haya optado, como mal menor, por mirar hacía otra parte ante los ataques de la fuerza aérea israelí en su propio territorio.

No es este el único quebradero de cabeza para el Gobierno de Irak, que tiene que tratar simultáneamente con los intentos cruentos de Abu Bakr al-Baghdadi de rehacer el Estado Islámico en Irak, cuya política de tierra quemada y la consecuente crisis humanitaria están siendo combatidas mediante una alianza de conveniencia de sus servicios de seguridad con la organización paramilitar chií al-Hashd al-Shaabi (Fuerzas de Movilización Popular), a la vez que asiste como espectador a los ataques que el Ejército y la Fuerza Aérea turca están llevando a cabo contra las posiciones kurdas en el norte de Irak. 

Aunque Irak haya pasado a un segundo plano en el ciclo de noticias de los canales de 24 horas, los juegos de apariencias que están teniendo lugar fuera del maltrecho país no disminuyen un ápice la potencialidad devastadora para la región que tiene la propensión de Irak a desintegrarse caóticamente, merced a las injerencias de propios y extraños en los destinos de un país que parecen dar por desechables.