Opinión

Hacia una nueva ciudadanía europea

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El propio Preámbulo del vigente Tratado de la Unión Europea proclama que los Estados miembros están RESUELTOS a crear una ciudadanía común a los nacionales de sus países. En realidad, la ciudadanía europea no la ha creado este Tratado, sino que ya fue una gran aportación del Tratado de Maastrich, en 1992, dotándola de derechos que la Unión concedía a todos los nacionales de sus Estados miembros.

Esa creación constituyó una revolución para el Derecho. Hasta entonces, y tras una larga evolución (María Ángeles Pérez Samper nos la detalla) en la que cuajó, tras la Revolución Francesa, que la ciudadanía constituía un vínculo de una persona con un Estado que le atribuía derechos y obligaciones, la nueva ciudadanía que creaba la UE creaba un vínculo nuevo, superpuesto al anterior, puesto que todos los ciudadanos de los Estados miembros de la UE pasaron a tener unos derechos complementarios que le vinculaban a una organización supracional. Se creaba una nueva institución jurídica, con enorme valor añadido, distinta de la ciudadanía clásica. A esta nueva institución jurídica y sus posibilidades de desarrollo nos vamos a referir en estas nuevas reflexiones que iremos publicando a lo largo de los próximos días.

¿Cuáles son los derechos de ciudadanía? Estrictamente hablando, tanto los Tratados como la Carta de Derechos Fundamentales de la UE enumeran el derecho a ser elector y elegible en las elecciones al Parlamento Europeo y derecho a ser elector y elegible en las elecciones municipales, derecho a una buena administración, derecho de acceso a los documentos, derecho a acceder al Defensor del Pueblo Europeo, derecho de petición y de dirigirse a las instituciones en la lengua oficial de su Estado y recibir respuesta en dicha lengua, libertad de circulación y de residencia y derecho a la protección diplomática y consular. 

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Pero a lo largo de los Tratados, la ciudadanía va siendo objeto de regulaciones que le confieren otros derechos, por ejemplo, cuando regulan la vida democrática de la Unión se dispone que las instituciones facilitarán que los ciudadanos y las asociaciones que les representen puedan expresar su opinión ante ellas, para que se pueda dar un diálogo abierto, transparente y regular con las organizaciones representativas y la sociedad civil, incluso organizando consultas; también se regula la denominada iniciativa legislativa ciudadana, consistente en poder proponer que la Comisión elabore una norma a partir de la petición de un millón de firmas de ciudadanos europeos recogidas en un número significativo de Estados miembros. 

En otras ocasiones, la referencia a la ciudadanía se realiza para que la toma de decisión se produzca lo más cercana posible, o que las cargas administrativas o tributarias impuestas por cualquier autoridad (incluidas las de los Estados miembros o las autoridades regionales o locales) sean lo más reducidas y proporcionadas a tenor de sus objetivos. 

Existen también regulaciones, por ejemplo, en relación con los Estados que formen parte del Espacio Schengen, para controlar el acceso de  ciudadanos de terceros Estados al territorio de la Unión, pues la libre circulación sin existencia de fronteras está reservada a los ciudadanos europeos, como derecho superpuesto a la nacionalidad como pertenecientes a un Estado miembro; se hace también referencia a la ciudadanía en la regulación del espacio europeo de libertad, seguridad y justicia, o en el espacio europeo de educación superior; por lo que aparece la distinción entre ciudadano europeo y ciudadano proveniente de terceros países, que puede dar lugar a situaciones jurídicas distintas.

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Podríamos, pues, señalar muchas otras referencias a la ciudadanía, dispersas a lo largo de los Tratados y sus Protocolos, que sería bueno sistematizar de algún modo, como se pretendió en el Estatuto de Ciudadanía promovido por la eurodiputada Maite Pagazaurtundua en la legislatura anterior, habida cuenta de la ingente cantidad de personas que viven y trabajan establemente en el seno de la Unión pero que, al no tener la nacionalidad de un Estado miembro (a veces les es imposible obtenerla porque ello depende de las leyes de nacionalidad internas) no tienen acceso a tales derechos. A veces, como sucede con el derecho que tenemos, como europeos, a la protección consular en terceros países por parte de cualquier representación accesible de un Estado miembro, conseguimos extenderla a ciertos familiares, pero no siempre.

Algunas voces se alzan alrededor de extender los derechos de sufragio a los residentes europeos arraigados en cualquier Estado miembro. Los Tratados vinculan el derecho de sufragio en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones locales, tanto a la ciudadanía como a la residencia, pues cualquier ciudadano europeo puede ejercerlos en su país de residencia, no sólo en el país del que es nacional. Joao Piroto, por ejemplo, aboga por extender el sufragio activo y pasivo al Estado de residencia, para vincular mejor a la Unión con la ciudadanía, favoreciendo también la disminución del abstencionismo que suele presidir las elecciones europeas, abriendo, eso sí, la regulación, con las cautelas necesarias para evitar el doble voto; y también se hace eco de las trabas burocráticas que todavía hoy afectan al sufragio en elecciones europeas y locales, en las que existen todavía, en bastantes Estados miembros, significativas trabas para el ejercicio del voto por correo o a través de los consulados.

Ciertamente, con los avances técnicos se podría pensar en cómo facilitar el ejercicio de estos derechos, y de muchos otros, pues hoy en día ya hablamos de derechos de ciudadanía digital, que es necesario, en palabras de Enrique Goñi, identificar, difundir y proteger. No olvidemos que el tratamiento de los datos, el funcionamiento de la economía o, por poner algunos ejemplos, el cumplimiento de la tutela judicial efectiva, precisa de un entorno digital europeo adecuado. Claro está que, para ello, se tendría que hacer efectiva la idea de que el acceso a internet tendría que ser un derecho universal, como venimos promoviendo distintas personas y entidades, especialmente desde que la pandemia nos recluyó en un entorno digital que ha venido para quedarse, y que no tendría que generar brechas o situaciones discriminatorias en el ejercicio de los derechos.

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También hay que destacar la vinculación entre ciudadanía, acercamiento de la toma de decisión e integración de la ciudad en el marco europeo, como defiende Santiago Castellá. Así, como es la residencia quien, complementariamente a la nacionalidad, determina la ciudadanía de tal modo que aquellos que forman parte de una comunidad política son los que residen con una cierta vocación de permanencia en la misma, ello supone la emergencia de la Europa local, de la ciudad, como elemento estructurador de la actual Europa. Rompiendo con el tradicional vínculo exclusivo entre nacionalidad y ciudadanía, en el que lo extranjero quedaba excluido, la puesta en valor de la residencia efectiva, con derechos vinculados a la misma, hace emerger a la ciudad como la cuna cosmopolita de la convivencia democrática y de la tolerancia liberal. Para Castellá ello tiene un valor simbólico extraordinario, pues ello aporta principios básicos frente al identitarismo esencialista y las políticas iliberales.

Y no deja de tener razón, pues, como resalta Folchi, hay que proporcionar soluciones globales a los problemas globales, sobre todo en el contexto actual, en el que la preeminencia de los Estados territorial o económicamente gigantes obliga al resto de los Estados a asociarse para escapar de la irrelevancia. Lo cual, para el autor, no excluye la importancia del marco municipal, puesto que es necesario gobernar la globalización, desburocratizándola, y es ahí, en el ámbito local, donde tenemos muchas veces que encontrar respuestas cercanas a los retos que presentan la movilidad, la contaminación, la transición energética, la vivienda o la lucha contra la desigualdad o la exclusión. 

Es en marco europeo donde, juntamente con el marco nacional, regional o local, la sociedad civil puede desarrollar con eficacia el conjunto de derechos que podríamos considerar como derechos de ciudadanía. Ello implicaría, para Aldo Olcese, que la ciudadanía europea fuera concebida como un sentimiento común por parte de los europeos. Tenemos una historia complicada que, hasta la segunda mitad del siglo XX, ha estado jalonada de guerras entre europeos (no olvidemos tampoco la guerra en los Balcanes), no tenemos un idioma común (pues el que acogimos como lingua franca por razones de necesidad, con el Brexit ya no es lengua oficial en ninguno de los Estados miembros). Pero también comenzamos a tener ya una cierta experiencia de sociedad civil organizada, que participa en la vida democrática de la Unión, en consultas públicas, en los diálogos con los ciudadanos, en la misma Conferencia sobre el futuro de Europa en cuyo marco ofrecemos estas reflexiones. 

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Y ello abre un futuro más esperanzador porque, como constata Santiago Ripol, la defensa de los intereses de los europeos es una constante en la Historia de la UE, máxime cuando nos afectan problemas globales, como el terrorismo, o la crisis económica, o la pandemia que estamos atravesando. La ciudadanía ha estado también en el centro de las preocupaciones económicas de la UE, a través del Comité Económico y Social o del Comité de las Regiones, pues la integración europea no afecta sólo a los representantes políticos sino a los propios europeos, que han de tener un papel más destacado y activo en el establecimiento de las prioridades.

El Brexit nos ha mostrado, desde otro orden de consideraciones, el lado oscuro de la regulación de la ciudadanía europea, al estar vinculada a tener la nacionalidad de uno de los Estados miembros de la UE. En efecto, al abandonar la UE, los ciudadanos del Reino Unido dejaron de ser ciudadanos europeos y perdieron los derechos de ciudadanía vinculados a tal condición y el resto de los ciudadanos europeos los perdimos también en el Reino Unido. En palabras de Juan Antonio Cordero, el suplemento de ciudadanía europea es otorgado o retirado a los Estados, pues éstos lo transmiten, lo administran o lo retiran, con todos los efectos que ello produce en vida cotidiana de las personas. Recuerda el autor que ello no sucedió así cuando se consolidó el federalismo en los Estados Unidos, puesto que la unión federal es considerada en la Constitución como no reversible, siendo ello reafirmado por el propio Tribunal Supremo de la federación. Por ello considera, en forma un tanto audaz, que no hay ciudadanía europea sin Unión indestructible.

Quizás ello, el refuerzo indestructible de la ciudadanía europea tuviera que conllevar no sólo un fortalecimiento de las instituciones y una mejor regulación en los Tratados, sino el ir formando esa voluntad de vida en común a la que antes hacíamos referencia. Por ello, también, la Unión se asienta sobre los valores que, en el art. 2 TUE, son imprescindibles para formar parte de ella y cuya puesta en riesgo puede dar lugar al procedimiento de sanción por infracción de valores. Efectivamente, una comunidad no se puede asentar en el vacío axiológico, tiene que poder transmitir una idea-fuerza que origine que sus integrantes, la ciudadanía, se sienta orgullosa de ellos, los respete y los promueva en común, en el sentido de esa ciudadanía activa y consciente tan querida por Bobbio. 

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No podemos forjar Europa en torno al identitarismo nacional, étnico, lingüístico o histórico. Afortunadamente ello fue ya así entendido desde los padres fundadores y ha sido reforzado progresivamente en los sucesivos Tratados. Desde antiguo (Tito Livio o Cicerón) hasta la modernidad (Maquiavelo, Montesquieu, Rousseau) o los defensores de la paz mundial como Kant o los utópicos… incluso en Kelsen con su visión estatalista y positivista, la patria, como comunidad, se ha asimilado al Derecho y las instituciones del país, generándose la idea de un reconocimiento o adhesión cívica a la misma, que no tenía que ser traicionado. Habermas, profundizando a Sternberger, originó un debate que también tuvimos en el seno de la Convención para el Futuro de Europa, cuando pretendimos adoptar una Constitución para Europa, fundamentando el llamado patriotismo constitucional sobre los derechos de participación política y de democracia social y económica, no sólo para nosotros, sino para las futuras generaciones. La Constitución no pudo adoptarse por las resistencias de algunos Estados miembros, pero los principios y valores que la sustentaban han permanecido en el vigente Tratado de Lisboa, pues la democracia constitucional ha sido, desde tal perspectiva, un paradigma con vocación universal. 

Por ello, aunque el proceso de integración europea ha sido a veces poco comprendido por la ciudadanía y me atrevo a decir que tampoco muchos políticos lo comprenden, intelectualmente hablando, estamos ante una idea que, aunque incomprendida, es muy sólida. No la han comprendido a pesar de que la idea de la Europa unida, sobre la base de un modelo federativo, ha ido forjándose en paralelo a la evolución de la regulación de las políticas generando así un sistema que además comprende a la ciudadanía europea como un instrumento válido, y tremendamente útil, en la lucha contra los nacionalismos y populismos que pretenden hacer fracasar lo que hemos venido construyendo desde hace ya más de seis décadas. La ciudadanía y sus derechos, articulada sobre la democracia representativa y apoyada por la democracia participativa, según rezan los Tratados, constituyen un baluarte desde el cual poder hacer frente a los desafíos de este mundo global, tan complicado. 

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Por ello, instamos a la Conferencia sobre el Futuro de Europa a promover que se acerque más la UE a la ciudadanía, reforzando los lazos que unen a ciudadanos con instituciones, integrando a los residentes de terceros países arraigados en la Unión, facilitando que esa Europa verde y esa Europa digital, que está ahora en el centro de las políticas europeas, se sustente sobre las personas, facilitando la conexión con la sociedad civil y, en suma, adoptando ese Estatuto de Ciudadanía que organice sistemáticamente los derechos vinculados a esa ciudadanía nueva y les dote de mejores garantías de eficacia, para que la UE pueda conseguir sus objetivos, en el marco del respeto a los valores de Estado de derecho, democracia y derechos humanos que la han presidido desde los orígenes.

Teresa Freixes, catedrática de Derecho Constitucional y catedrática Jean Monnet ad personam, además de vicepresidenta de la Real Academia Europea de Doctores y presidenta de Citizens pro Europe.