Historia, epidemias y eurocentrismo

Parlamento Europeo

Estamos viviendo un momento histórico. Si la situación actual es excepcional no es por el hecho de que haya una pandemia, sino porque en los países occidentales llevábamos un tiempo inusualmente largo -más de un siglo- sin sufrir una. Esta visión, no obstante, peca de un eurocentrismo miope que dificulta una visión de conjunto. Durante los últimos cien años se han producido numerosas epidemias en Asia, África y América Central y del Sur, algunas terriblemente letales como las “gripes asiáticas” de 1957 y 1968, que dejaron varios millones de muertos en el sur de China. Es probable que la preocupación y las precauciones iniciales de muchos ciudadanos y gobiernos del sureste asiático ante la expansión del COVID-19 -que hace dos meses los europeos percibíamos como exageradas- tengan más que ver con el recuerdo histórico de epidemias virulentas -algunas muy recientes, como el SARS- que con unos rasgos culturales determinados.

Durante las últimas semanas muchos occidentales hemos buscado antecedentes históricos y anécdotas para entender cómo los humanos del pasado experimentaban las enfermedades y cómo estas han afectado a nuestras sociedades. La historia es siempre una gran herramienta para adquirir perspectiva y entender lo que nos une y lo que nos diferencia de nuestros antepasados, aunque hay que tener en cuenta que a menudo nuestros sesgos y prejuicios distorsionan nuestra comprensión del pasado. Esto se puede observar claramente en la forma en la que los historiadores de hace unas décadas y los divulgadores actuales -especialmente los que tienen presencia mediática- han tratado una de las pandemias más destructivas de las que existe registro: la peste negra de mediados del siglo XIV provocada por la bacteria Yersinia pestis. 

Aunque los cronistas e historiadores han existido siempre, la historia académica tal y como la conocemos hoy surgió en la Europa del XIX, donde los nacionalismos dominaban la producción intelectual. En ese contexto, la mayoría de los historiadores -normalmente miembros de la élite- se centraban en su propio Estado-nación y excluían de sus análisis todo aquello que no encajase en este marco, como por ejemplo los inmigrantes. Este enfoque se fue ampliando paulatinamente coincidiendo con el imperialismo de la segunda mitad del siglo: los Estados-nación europeos pasaron a formar parte de una entidad mayor que según la ideología del autor era denominada Civilización, Cristiandad, Europa u Occidente. Este es el origen intelectual de la “historia universal” que aprendimos en el colegio, una mirada al pasado centrada en los países occidentales, convertidos en centro del mundo y en modelo de desarrollo. Si bien es cierto que en los últimos cincuenta años esta visión parcial de la historia ha sido cuestionada y derribada entre los académicos, la historia popular y divulgativa sigue estando muy influida por el sesgo eurocéntrico.

Volviendo a la peste medieval, el relato más extendido se centra en los devastadores efectos de la plaga en Europa: muchas regiones y ciudades quedaron despobladas y se abandonaron campos de cultivo que tardarían décadas en ser recuperados, lo que acabó provocando profundas transformaciones políticas y culturales en nuestro continente. Si bien esto es cierto, no deja de ser una visión parcial y sesgada. Europa en el siglo XIV no dejaba de ser una región periférica y relativamente poco poblada en un mundo profundamente interconectado. Los últimos estudios, en los que se combina el estudio de las fuentes documentales y el análisis de restos arqueológicos mediante técnicas de paleogenética demuestran que el impacto de la peste negra fue mucho mayor. La enfermedad no solo se cebó con las ciudades y las zonas rurales densamente pobladas, sino que incluso llegó a acabar con poblados aislados de África Occidental. Con la excepción de Oceanía y las Américas, casi todo el mundo medieval fue afectado por la epidemia de Y. pestis, uno de los muchos rebrotes de la “plaga de Justiniano” que en el siglo VI acabó con millones de personas. 

Aunque aún queda mucho por investigar, parece que la epidemia de peste de 1347 tuvo su origen en el Tíbet, una región relativamente aislada pero situada en el centro de Eurasia y con contacto comercial con otras regiones. El contacto humano facilitó la trasmisión de la peste a través los animales domésticos y sus parásitos asociados, aunque los biólogos no descartan que algunos mamíferos silvestres como los ratones de campo y los gerbillos fueran los verdaderos propagadores de la enfermedad. La peste de 1347 no fue un episodio único: en el siglo posterior hay documentadas al menos otros diez rebrotes de la enfermedad en distintas partes de Eurasia. 

Sea cual fuere el origen de la enfermedad, su impacto fue sin duda catastrófico. A mediados del siglo XIV África, Asia y Europa estaban conectados por una densa red comercial, tanto marítima como terrestre, lo que favoreció la rápida expansión de la enfermedad. La elevada mortandad causó inestabilidad política en lugares como Irán y el Cáucaso. También afectó a la producción y redujo considerablemente el comercio en el Mar Negro y el Mediterráneo y además llevó al abandono paulatino de la ruta de la seda en favor de las conexiones marítimas. Muchas regiones que habían estado en contacto quedaron separadas; los bosques y prados recuperaron campos de cultivo abandonados y lo que antes eran caminos seguros se convirtieron en senderos peligrosos. 

Si bien la peste no acabó con la circulación de mercancías, ideas y personas, muchas sociedades se replegaron sobre sí mismas. Los contactos entre Europa y el resto del mundo disminuyeron durante dicho siglo y la época de expediciones comerciales como la protagonizada por Marco Polo llegó a su fin. Los sucesivos brotes de la epidemia acabaron con millones de personas en todo el mundo -es difícil estimar una cifra aproximada- y trastocaron profundamente las relaciones políticas y comerciales del mundo medieval, aunque los investigadores solo han comenzado a darse cuenta de esto en las últimas décadas. La peste de 1347, en definitiva, no fue un acontecimiento único ni exclusivamente europeo, ni fue Europa la región más afectada.

En cierto modo, la forma en la que una sociedad concibe la historia refleja sus sesgos y prejuicios. A pesar de que el peso demográfico y económico de Europa en el mundo sea cada vez menor, muchas personas aún consideran que las sociedades occidentales seguimos siendo el centro del planeta y que los acontecimientos en otras partes del globo no nos afectan tanto. Al mirar al pasado no solemos tener en cuenta de que, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, nuestro continente no ha sido más que una región periférica alejada de los verdaderos centros políticos y comerciales, aunque al mismo muy ligada a ellos. Al igual que hace siglos, lo que hoy sucede en otras partes del mundo sigue afectándonos.
 

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