Isabel II de Inglaterra: el cierre de un capítulo de la historia

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El óbito de la Isabel II de Inglaterra es mucho más que la muerte de un monarca. Con ella se desvanece definitivamente un mundo que hace mucho que solo existe como una ilusión a la que la credibilidad de la reina permitía aferrarse, en estos tiempos inciertos, y, según nos dicen, líquidos.

Pocos cosas pueden marcar con mayor dramatismo el deceso de una era que el hecho de que Isabel II fue coronada bajo la égida de Winston Churchill, y será sepultada con Liz Truss al frente de lo que queda del antiguo Imperio Británico, con más niebla en el Canal de La Mancha que nunca.

La lista de dignatarios y protagonistas de la historia que estrecharon la mano de la difunta reina es tan extensa que es absurdo tratar siquiera de enumerarla. Baste decir que, sin temor a errar, podamos afirmar que Isabel II creó el espejo de monarquía constitucional del mundo en el que todas las realezas democráticas han buscado reflejarse, sin haber logrado ninguna de ellas transmitir la combinación de gravitas  y authentēs que ella, lo que le permitió regir un período de inéditos cambios sociales y tecnológicos, haciendo de vínculo entre el pasado, el presente y el futuro. 

Naturalmente, Isabel II jugaba con la ventaja de reinar bajo el efecto halo derivado de su condición de Defensora de la fe y Gobernadora suprema de la Iglesia de Inglaterra, el equivalente anglicano del papado, una responsabilidad transnacional que sitúa la los monarcas ingleses en un plano diferente, efectivamente más allá del bien y del mal, lo que les obliga a una ejemplaridad ética y moral de la que están libres las demás realezas.

Con todo, Isabel II ha demostrado una más que notable inteligencia política durante sus 70 años de reinado, negociando problemas y crisis de manera invisible pero tangible, convirtiéndose en un verdadero pilar sin el cual será muy difícil que el país que deja sepa encontrar la sabiduría colectiva imprescindible para afrontar todos los desafíos que tienen por delante, incluido el de su propia supervivencia como unidad política y el reto de preservar unas instituciones tan tradicionalistas, extravagantes y orgánicamente centradas en la monarquía,  que su legitimidad se basa en gran medida en el consentimiento público; emocional,  de la figura del monarca.

El tiempo nos dirá si los rituales solemnes, las celebraciones multitudinarias con tanta pompa y circunstancia como profusión de banderas y autoestima dejan de tener sentido sin la radiante sonrisa de Isabel II de Inglaterra.

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