Opinión

Isabel II: una gran profesional entre el Imperio y el Brexit

photo_camera Isabel II

Ha muerto la reina más longeva de la historia británica y mundial, y los periódicos llenarán páginas y páginas tratando el asunto en todos sus pormenores desde su nacimiento hasta su funeral, añadiendo todos los chismorreos que han surgido en torno a su familia durante el último medio siglo. Isabel II fue una mujer con competencias mayormente simbólicas que desempeñó con maestría, pese a que cuando nació no esperaba reinar, pues solo era la tercera en la línea de sucesión del trono, y que ha presidido la vida del Reino Unido en los últimos 70 años, durante los cuales se ha ganado el respeto de sus conciudadanos y la admiración de los extranjeros. 

Hay cuatro dimensiones que cabe considerar en su larga vida (96 años) que casi ha llegado al siglo, hasta el punto de que cuando falleció sólo había 150.000 británicos que la superaban en edad de un total de 67 millones, lo que quiere decir que la inmensa mayoría no han conocido otro jefe de Estado en su vida. Les va a extrañar tener que decir ahora que God save the King

La primera dimensión es la política. Isabel II ha presidido el declive británico, ascendió al trono en 1953 cuando su país tenía el mayor Imperio del mundo y ha fallecido cuando el Reino Unido está solo y compuesto por una isla y un trozo de otra en mitad del Atlántico, sin imperio que echarse a la boca  y  en  medio  de una  crisis profunda que es tanto política como económica (con una inflación que podría alcanzar hasta el 15%) y que agravan el Brexit (que  la reina  se  dice que apoyaba), la pretensión escocesa de haber un referéndum de independencia (que a la reina dicen que  no  le gustaba), y los desacuerdos con Europa, sobre todo en relación con Irlanda del Norte, que Lizz Truss (republicana en otras épocas) puede exacerbar al pretender volver atrás de lo firmado con Bruselas con el riesgo de reabrir los Acuerdos de Viernes Santo que pusieron fin a los años más sangrientos de su reinado. 

En este plano político la reina que ha tenido a quince primeros ministros, ha conocido a siete papas e innumerables jefes de Estado en los demás países de su entorno, y con todos ha hecho gala de discreción y de buen hacer. Su influencia se ha basado en sus silencios, su ejemplo, su dignidad, su discreción, su exquisita neutralidad, su sentido de Estado, que falta a tantos políticos, y que ella ha colocado por encima de todo. Su conducta personal ha sido siempre intachable, como debe ser la de un monarca, alejada de todo escándalo personal. 

En definitiva, una gran profesional que hizo de su sentido del deber el norte de su vida y que exigía que los de su entorno hicieran lo mismo. Por eso impidió a su hermana casarse con el amor de su vida. Como mujer se casó enamorada y tuvo que aguantar malhumores y otras cosas de un marido con ácido sentido del humor y nunca del todo satisfecho con el papel secundario que le otorgaba el protocolo. Isabel II daba imagen de mujer fría que hace recordar aquella frase atribuida a Lord Byron de que “cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”, porque donde ella estaba realmente –y nunca mejor dicho– a gusto era en Balmoral con sus perros, sus caballos y su caza. Eso es lo que de verdad le gustaba. La frialdad con la que trató la muerte de la princesa Diana, por antipática que le fuera, causó estupor entre sus súbditos. No entendía qué significaba eso de ser “la princesa del pueblo” porque la idea resultaba totalmente ajena a su concepto distante de la monarquía, envuelta en una pompa de otras épocas que los británicos cuidan (y explotan) como nadie. Pero supo rectificar cuando Tony Blair la puso delante del espejo en el que según ella misma confesó fue su annus horribilis. Y lo superó hasta el punto de dejar la institución con un alto grado de popularidad a su muerte, que no es seguro que su hijo vaya a ser capaz mantener. 

En su dimensión como madre, lo primero que hay que entender es que la relación con los hijos en el Reino Unido es diferente que en España, es más distante y aún más entre las clases altas de la que se sin duda la sociedad más clasista de Occidente, y no me atrevo a decir del mundo porque ahí está la India, donde las categorías tienen rango legal. En ningún lugar más que en el Reino Unido se le ocurre a un diputado insultar a un policía llamándole “plebeyo”. Y sus hijos y nietos le han dado muchos problemas, algunos muy recientes, a lo largo de sus setenta años de reinado, chismes que han llenado páginas de los tabloides de medio mundo. Ha procurado ayudarles pero siempre poniendo por delante sus deberes como monarca con respeto a la tradición, pero introduciendo también algunos toques de prudente modernidad como cuando autorizó la boda del actual rey con una mujer divorciada. 

Y esto nos lleva a la cuarta dimensión del monarca en el Reino Unido que no deja de ser peculiar pues Carlos III, divorciado, es jefe la Iglesia Anglicana que no acepta el divorcio cuando fue creada con un rey, Enrique VIII, que lo que quería era precisamente divorciarse de Catalina de Aragón. Lo que se dice rizar el rizo. Esta doble legitimidad política y religiosa la comparte el monarca británico con el rey de Marruecos, el de Arabia Saudí y algunos monarcas del sureste asiático como Tailandia o Bután, con la enorme diferencia de que en el Reino Unido el rey preside una democracia asentada y de vieja raigambre que muestra a los añorantes de la república que las monarquías pueden ser tan democráticas como ellas. O bastante más. 

Descanse en paz. Ojalá su ejemplo perdure.

Jorge Dezcallar es embajador de España.