Israel y la geopolítica de Oriente Medio

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Israel es uno de los países más controvertidos del mundo, y ciertamente resulta difícil hablar de él sin hacer referencia a guerras, religión o conflictos políticos. Sin embargo, más allá de la imagen parcial y distorsionada que presenta a este país como parte de un enfrentamiento bélico percibido como desigual e injusto, nos encontramos con una sociedad diversa, dinámica, solidaria y compleja, que mantiene un vínculo inquebrantable con el pasado y la tradición mientras apuesta decididamente por el futuro; una sociedad caracterizada por su creatividad, su firme voluntad de superación, una vitalidad que se plasma en la ingente producción científica y artística y por una apuesta decidida por la democracia y el respeto por las libertades individuales en consonancia con las tradiciones más ancestrales.

Muchos son los ingenios israelíes que se están incorporando a nuestra vida cotidiana, desde la informática a la robótica, la ciberseguridad, la aeronáutica, la agricultura, la gestión eficaz del agua, la búsqueda de energías alternativas o la investigación médica y la biotecnología. Israel, en este sentido, empieza a ser también un referente para sus vecinos de Oriente Medio, que vislumbran que el desarrollo económico, y lo que se conoce como Inteligencia Económica, podría ser la llave del cambio de paradigma necesario en esta región tan convulsa. 

Las banderas nacionales de Bahrein, los Emiratos Árabes Unidos, Israel y los Estados Unidos se proyectan en los muros de la Ciudad Vieja de Jerusalén el 15 de septiembre de 2020

Oriente Medio, foco de  rivalidades y conflictos desde hace siglos, lugar de encuentro entre Europa, África y Asia y paso de acceso rápido a sus recursos por el mar Rojo y el golfo Pérsico, se enfrenta a desafíos políticos, económicos, sociales y medioambientales sin esperanzas de cambio a corto plazo en la mayor parte de la región. La sensación de vulnerabilidad se acrecienta, en esta zona donde la Historia determina la Geopolítica, al contemplar la naturaleza de las relaciones mutantes y las alianzas, cada vez más líquidas, entre actores tradicionalmente rivales. Tratar de abordar las estrategias que dominan en una región donde los aspectos políticos y religiosos condicionan la realidad de un entorno en el que las fuerzas centrífugas y los actores paraestatales compiten también por la hegemonía regional es una tarea ambiciosa.

En este nuevo diseño geopolítico de Oriente Medio al que asistimos, todavía muy volátil e imprevisible, el papel de Israel como potencia militar y su modelo económico y tecnológico despierta curiosidad por la posibilidad de replicar su ecosistema en otros entornos geográficos que buscan diversificar sus economías, apuestan por la industrialización y quieren aportar un plus de calidad a su marca país. Israel es un país que, a pesar de estar anclado geográficamente en Oriente Medio, ha sabido entrelazarse positivamente en la cultura, la educación, las ciencias y la economía de los países occidentales, lo que le ha permitido implementar políticas internas y externas que han facilitado su inclusión en la dinámica de la economía global, especialmente en las áreas donde los israelíes en general, y los judíos en particular, son más sensibles, como la alta tecnología, el desarrollo científico o la innovación.

Con un territorio reducido – apenas 22.072 km cuadrados -, una población de casi nueve millones de habitantes, sin recursos naturales y rodeado de un entorno geopolítico vulnerable, este pequeño Estado ha tenido que concentrarse en desarrollar y potenciar su talento humano si querían sobrevivir.  Y es precisamente la convicción de la fortaleza militar de Israel, la colisión del eje suní-chií – precipitada por la guerra de Siria - , la preocupación por la amenaza de la yihad global, el resurgimiento de los Hermanos Musulmanes y la geopolítica derivada del gas y los hidrocarburos – en especial de las reservas descubiertas en el Mediterráneo oriental en 2009 - lo que está cambiando una tendencia geopolítica de acercamiento en principio estratégico, pero que, más allá del efecto disuasorio y de contención frente a Irán, puede tener impacto positivo a largo plazo en el ámbito del ‘soft power’ y en el cambio de mentalidad que ya se acusa.

El presidente iraní Hassan Rouhani

En geopolítica, los huecos son rápidamente ocupados por otro que busca posicionamiento, ya sea este estatal o no. Un factor que no podemos descuidar es el avance simultáneo de China ante el retroceso de Estados Unidos que comienza tras el discurso del presidente Barack Obama en El Cairo el 4 de junio de 2009. No sólo porque el mundo suní e Israel, sus aliados naturales, entendieron entonces que Washington ajustaba su política exterior hacia Irán, sino porque la meta utópica de cooperación que planteaba coincidió con la reducción de su dependencia de los proveedores de hidrocarburos de Oriente Medio y África. Se calcula que, para 2035, el 95% de las exportaciones de petróleo y gas desde el entorno MENA fluirán hacia los países emergentes de Asia-Pacífico, lideradas por China. Esta tendencia implica un cambio geopolítico para el estatus de Israel en Oriente Medio y para el conflicto árabe-israelí.

El acercamiento de China a Irán, materializado en el reciente Acuerdo de Asociación Estratégica Integrada, por el que China invertirá a lo largo de 25 años 400.000 millones de dólares, tiene un componente energético y militar en condiciones económicas favorable a largo plazo y supondrá un refuerzo del régimen de los ayatolás al dar oxígeno a su débil economía, pero también, de forma indirecta, se podría unir a Estados Unidos en el intento de lograr la paz y la estabilidad en Oriente Medio. La presencia de China a corto plazo aún está lejana, y su carácter pragmático la convierte en un actor situado al margen de la confrontación estratégica por tener Acuerdos también con Arabia Saudí y con Israel. 

Para entender lo que está ocurriendo en la actualidad hay que remontarse unos años atrás. A mediados de noviembre de 2017 la Agencia de noticias AFP (France Press) se hacía eco de una noticia significativa y de especial transcendencia a largo plazo para la región de Oriente Medio: la discreta visita que el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salman habría realizado en septiembre a Israel. Una visita que no tendría que ser percibida como anormal en el escenario internacional, y que pasaría desapercibida en cualquier otro contexto diplomático si no fuera porque se trata de dos países oficialmente en guerra desde el nacimiento del Estado de Israel en 1948 y porque es un asunto que se considera tabú en la región.

El príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman bin Abdulaziz Al Saud

El príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman bin Abdulaziz Al Saud

Y es que Israel, desde su origen como nación del pueblo judío, es un país en permanente estado de alerta. La hostilidad de sus vecinos – traducida en siete guerras, dos intifadas, cuatro conflictos armados, más de 12.000 cohetes, misiles y morteros lanzados hacia su territorio, más de 170 ataques suicidas, miles de ataques terroristas frustrados con éxito y 22.993 soldados y personal de seguridad asesinados, sin contar las víctimas civiles – que consideran al Estado judío un injerto colonialista en el corazón  mismo de las tierras del islam, aunque se ha relajado en los últimos tiempos – ya no hay guerras abiertas – no ha desaparecido. El terrorismo islamista, el no reconocimiento del Estado de Israel, el conflicto palestino y la injerencia iraní a través de Hamás y Hizbulá, junto con el profundo antisemitismo y la agresiva campaña de boicot, deslegitimación y sanciones (BDS) contra el Estado de Israel en las Instituciones Internacionales, que impiden la plena normalización en su área geográfica de la única democracia de Oriente Medio, siguen siendo asuntos que ocupan y preocupan la agenda política de los sucesivos gabinetes israelíes, independientemente del color político del partido y la coalición que gobierne.  

En realidad, el periodista de AFP no descubría nada nuevo, sólo se enteraba de que la realidad de Oriente Medio es compleja, que nada es como parece y que los discursos que sirven para exaltar o apaciguar a las opiniones públicas internas responden, más bien, a unos cálculos de estrategia de liderazgo personal que poco tienen que ver con las cuestiones de Estado y con los intereses de una geopolítica cambiante que hoy se juega en cinco países: Arabia Saudí, Irán, Israel, Egipto y Turquía. Los silencios en esta región son tan importantes como lo que se dice y el tono en el que se dice, y un analista que se precie debe aprender a interpretarlos. Las razones religiosas y nacionalistas, tradicionalmente esgrimidas para oponerse a Israel y a la existencia de un Estado judío en la región – que son un factor de constante desestabilización – parece que ceden ante la convergencia entre países tan radicalmente antagónicos: la amenaza de un enemigo común, Irán, y la apuesta personal del príncipe Bin Salman de abrir tímidamente Oriente Medio, y en particular las monarquías del Golfo, a una modernidad controlada, apostando por una diversificación de su economía sin renunciar del todo a la estabilidad autoritaria particular de la visión salafista del mundo.   

: Esta imagen tomada de una transmisión de UNTV de las Naciones Unidas el 29 de septiembre de 2020 muestra al Primer Ministro de Israel, Benjamin Netanyahu,

La prensa israelí, que pasa por ser una de las más libres e independientes del mundo, también de las más críticas, viene recogiendo, de forma esporádica, encuentros y tanteos entre ejecutivos y oficiales de alto rango de ambos países y de otras monarquías del Golfo, incluso de Libia, Argelia, Marruecos y otros países considerados poco afables, como Sudán. Desde 1999 existe una oficina comercial israelí en Qatar y antes de la formalización del reconocimiento entre Israel, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin tras la firma de los Acuerdos de Abraham el pasado 15 de septiembre de 2020, no era infrecuente el intercambio turístico – discreto – y de negocios entre ciudadanos de ambos países.

De hecho, la primera toma de contacto de este proceso lento de normalización se producía en 2002 con la Propuesta de Paz Global para la región de Arabia Saudí, y aunque inviable por los términos maximalistas con los que se presenta, acusa el agotamiento que ya se percibe en el mundo árabe y musulmán ante el lastre que supone la causa palestina. El punto de inflexión de este cambio llegará en 2006, año de pleno apogeo del enfrentamiento entre Irán y la Comunidad Internacional a causa del Programa Nuclear del primero y del estallido de la guerra de Hizbulá contra Israel. Implícitamente, Egipto y Arabia Saudí se alinearon con Israel, no por simpatías, sino porque percibieron, por primera vez, la amenaza que el régimen chií de los ayatolás significaba para la integridad de Líbano y para la estabilidad de toda la región. Los encuentros al más alto nivel se incrementan, hasta el punto de que, en 2015 los movimientos que sacudían el mundo árabe y las estrategias de los países que aspiran a expandir su influencia, como Turquía e Irán, estaban ya modificando el escenario geopolítico de Oriente Medio.

El temor a Irán, que a pesar de sus dificultades económicas comenzaba a dibujar con eficacia el Creciente chií de la mano del general Qassem Soleimani, - el caudillo de la Fuerza al-Quds de la Guardia Revolucionaria, esencial para la proyección internacional del poder iraní en el exterior y muerto en un ataque quirúrgico ordenado por Estados Unidos el 3 de enero de 2020 cerca del aeropuerto de Bagdad - , es mayor que la aversión a Israel, de ahí que asistamos a estos movimientos tectónicos de acomodamiento de unos fenómenos simultáneos que convergen en las actuales convulsiones en el mundo árabe y que tienen a Israel como epicentro.     

Una de las principales reclamaciones contra el Estado de Israel es que su presencia política en el territorio de la tierra de Israel no es natural, que no pertenecen a la región y que es obra de las potencias coloniales que redibujaron el mapa político del antiguo Imperio Otomano. Palestina, según esta concepción, habría sido siempre una entidad árabe independiente, mostrando una imagen bastante simplista, además de inexacta, de la propia demografía y de las dinámicas socio-culturales de Oriente Medio. A lo largo de la historia, la tierra de Israel ha conocido muchos cambios de población.

Una vista muestra el asentamiento israelí de Ariel en la Cisjordania ocupada, el 1 de julio de 2020

Las campañas de conquista y las sucesivas colonizaciones han dejado su huella demográfica. Sin embargo, el único factor étnico que ha mantenido una huella continuada a lo largo del tiempo desde que llegó hace 3.000 años es el pueblo judío. Esta presencia creó la infraestructura básica para que el movimiento sionista compitiera con el resto de nacionalismos que, en los momentos posteriores a la desmembración del Imperio Otomano, anhelaban establecer sus propios hogares nacionales. Israel no es el único país con fronteras no definidas y con territorios bajo disputa que surgió en estas condiciones.

Sin entrar en el fondo de esta cuestión, sí es necesario entender este momento porque, tras el colapso de los Imperios coloniales tradicionales - Gran Bretaña y Francia - tras la Segunda Guerra Mundial, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética entendieron que el control del Levante pasaba por tener a Israel bajo su aurea. De este modo, veremos cómo durante la guerra de la Independencia de 1948 y después, en la que Israel se enfrentaba a una amenaza simultánea en varios frentes, la Unión Soviética, vía Checoslovaquia, va a ser el principal proveedor de armas de Israel, en un intento de penetrar en el Mediterráneo oriental.

Consciente de que podía perder su autonomía y entrar en la órbita de un modelo político que no le convenía, los dirigentes israelíes vieron en Francia un patrocinador que no estaba en esos momentos en condiciones de reducir su autonomía estratégica. Sin embargo, el realineamiento de Francia con el mundo árabe tras la guerra de Argelia convirtió a Israel en un lastre, por lo que ambos países finalizaron su Alianza en 1967. Fue la Guerra de los Seis Días de 1967 la que finalmente decidió la alianza de Israel con Estados Unidos. Una alianza que era del interés de Estados Unidos, puesto que su imperativo estratégico era mantener a la marina soviética fuera del Mediterráneo o, al menos, bloquear su acceso. Eso significaba que Turquía, que controlaba el Bósforo, debía alinearse con Estados Unidos, circunstancia que la dejaba, a su vez, en una posición muy precaria: si los soviéticos  presionaban por el norte, y Siria e Irak por el Sur, su destino sería incierto, y el equilibrio global estaría en riesgo.

En este juego de intereses, Estados Unidos utilizó a Irán para entretener a Irak e Israel fue útil para ocuparse de Siria. Mientras hubiera tensión con Israel en el sur, Siria no trasladaría tropas al norte y Turquía se mantendría a salvo. El coste de alinearse con Estados Unidos no fue excesivamente gravoso para Israel en esos años, porque, si bien sintió algunas limitaciones, mantuvo su total autonomía en el interior y libertad para perseguir sus objetivos estratégicos. Tras la Guerra de 1967, la supervivencia de Israel no volvería a estar amenazada. El levantamiento palestino tampoco es un problema desde el punto de vista geopolítico, sino que es más bien un asunto de seguridad interna. El único motivo serio de preocupación para Israel sería que una potencia externa se hiciera con el control de la cuenca del Mediterráneo o pretenda controlar la región situada entre Afganistán y el Mediterráneo. Hasta el momento, no ha habido ningún poder que haya contemplado esa posibilidad, aunque habría que tener en mente los movimientos de Turquía, China e Irán en el futuro.  

Los múltiples conflictos que atraviesan esta región - identitarios, religiosos, sectarios o territoriales -, encajonados en la división bipolar del mundo durante la Guerra Fría,  explotan a partir de 2003 con la descomposición de Irak, la destrucción de Siria, las transformaciones socioeconómicas que se traducen en convulsiones en Túnez, Libia o Egipto, la extensión del yihadismo, la rivalidad entre las monarquías del Golfo, las complicadas relaciones con Irán o el enquistado problema palestino. El elemento religioso, muy presente en los discursos de los ideólogos de las dos ramas mayoritarias del islam enfrentados – suníes y chiíes –, no es sino un catalizador de la inseguridad provocada por los desplazamientos del nacionalismo. En Oriente Medio, un acto estratégico puede cambiar toda la política, y han sido precisamente los pequeños estados de Emiratos y Bahréin los que han rasgado la cortina de hierro mental. El pastel – reconocimiento por parte de Arabia Saudí - está a punto de servirse. El sultanato de Omán, Kuwait y Sudán serán las siguientes guindas que lo adornen. 

El futuro de Oriente Medio, a pesar del pesimismo que generalmente imprime a los analistas en esta área, si se mira con visión estratégica y a largo plazo, es moderadamente esperanzador. No porque avancemos ante un Nuevo Oriente Medio, eso sería no entender la realidad de una región en la que las relaciones se forjan en función de lealtades tribales, y por tanto, salvo en Israel, la democracia tal y como la conocemos en Occidente es inviable e imposible, sino porque podemos construir un Oriente Medio diferente, pragmático y con una ‘hudna’ duradera.

El Primer Ministro israelí Benjamin Netanyahu, el Presidente de los Estados Unidos Donald Trump

A pesar de la cautela con la que la Comunidad Internacional debe seguir monitorizando el programa nuclear iraní y la expansión de su influencia regional a través de Hizbulá y los Hermanos Musulmanes, el cartel petrolero de la OPEP – que controla aun el precio del petróleo pero no del gas natural - terminará colapsando y con él el poder político del mundo árabe. Las monarquías del Golfo lo saben, y por eso han empezado a diversificar sus economías. Ante la falta de recursos hídricos y de tecnología de sustitución, buscan en Israel la capacitación que les permita afrontar el tránsito hacia la modernidad sin desprenderse de un pasado que, a todas luces, se percibe como anacrónico en un mundo abierto.

Las implicaciones son globales, y no sólo regionales. El debate sobre si Estados Unidos se está desvinculando o no como consecuencia de su giro a Asia-Pacífico está abierto. Es cierto que ya la actitud de la Administración Obama de mantenerse al margen de los problemas de la región alteró los cálculos de sus aliados tradicionales generando recelos en países como Arabia Saudí, Israel, Egipto, Turquía y las pequeñas monarquías del Golfo. El vacío que dejaría Estados Unidos sería ocupado, según algunos analistas, por Rusia e Irán. Otros analistas están convencidos, en cambio, de que la confrontación entre Estados Unidos y China por el control de las fuentes de energía como parte de su rivalidad por el control global es inevitable. Personalmente creo que la región de Oriente Medio volverá a equilibrarse bajo la supervisión de dos potencias mundiales, Estados Unidos – que pese a reducir su presencia militar no abandonará la región - y China, que situará su punto de control en Irán, paso estratégico al Collar de Perlas y obligado en su diseño de construir Eurasia. 

La cuestión palestina, ya empequeñecida ante los asuntos globales, perderá el foco de interés ante el retroceso y la falta de peso político de Europa, su único valedor, y quedará reducido a una cuestión de crisis de seguridad interna en Israel. Su resolución es poco probable, teniendo en cuenta la frontal oposición que provocó el ambicioso Plan de Paz del presidente Trump de enero de 2020, una especie de Plan Marshall, que, con una inversión de 50.000 millones de dólares en diez años, estaba pensado para resolver definitivamente un conflicto que los israelíes entienden que es territorial y los palestinos de identidad. Una lástima que sigan ahogados en una narrativa victimista, porque los beneficios hubieran sido mutuos. El establecimiento en Gaza de un puerto para las exportaciones de petróleo encajaría bien con las tendencias geopolíticas descritas. El Estado de Israel tiene un enorme potencial estratégico creado como resultado de la cooperación chino-estadounidense.

A Israel le permitiría volver a reactivar las antiguas líneas de flujo de petróleo y combustible: el oleoducto construido por los británicos desde Irak a Haifa y el oleoducto Eilat-Ashkelón, que conecta Irán con Israel y es propiedad  de la EAPC – Europe Asia Pipeline Co. – Pero como decía la que fuera primera ministra israelí, Golda Mayer, los palestinos no pierden oportunidad de perder una oportunidad. Esta puede que haya sido su última oportunidad de salir del enquistamiento en el que llevan generaciones instalados. Es el momento de que Israel se prepare ante estos cambios.     

Marta González Isidoro es periodista y analista.

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