Opinión

Líbano: crónica de una eutanasia de Estado

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La sabiduría popular recoge en un refrán que a perro flaco, todo son pulgas. El desastre de Beirut se suma al resto de crisis simultáneas que asolan a Líbano, un país que está pasando de ser la eterna promesa del Medio Oriente a sumarse a la triste lista de Estados fallidos en la región. Sobre el papel, Líbano lo tenía todo a su favor para convertirse en un país de referencia en el Mediterráneo oriental. Su propia orografía determinó en buena medida su diferenciación cultural con el mundo árabe en el que se engarza, gracias a haber servido secularmente como refugio de toda suerte de disidencias étnicas, políticas y religiosas,  que hallaron asilo en la agreste geografía del  país. Este crisol de culturas, y la inexistencia de recursos naturales, propiciaron que Líbano floreciese como foco comercial y referente cultural, lo que se reflejó en una gran densidad demográfica y altos niveles educativos.  No obstante, esta prosperidad soslayaba los precarios equilibrios internos que tensionaban la organización socioeconómica del Estado, que se intentó gestionar mediante un régimen de cuotas confesionales proporcionales, que acabó siendo insostenible por las dinámicas exógenas generadas por la dialéctica palestino-israelí, que desembocaron en la guerra civil de 1975, y que fue seguida por la ocupación siria, conflictos armados con Israel, luchas sectarias y magnicidios,  cuyas consecuencias aún reverberan en el país.  

Aunque -tal vez no sin cierta precipitación- se enmarcó la causa de la devastación del 4 de agosto en Beirut en el inmanente conflicto entre Irán e Israel, señalando, por un lado, un ataque ‘quirúrgico’ israelí; y la proximidad de la sentencia por asesinato del primer ministro Hariri -del que están acusados miembros de Hizbulá-, por otro, las verdaderas razones de la catástrofe parecen apuntar a un origen más prosaico y accidental, que se explica en buena medida por el colapso de las estructuras administrativas de Líbano. El mero hecho de que en Beirut haya sido posible almacenar 2.750 toneladas de nitrato de amonio, un fertilizante cuyas propiedades explosivas han sido utilizadas en numerosas ocasiones en acciones terroristas, nos da la medida del descontrol imperante.  

Se hace difícil albergar esperanzas de que Líbano pueda levantarse por sí mismo una vez más, para iniciar una nueva etapa de recuperación. En esta ocasión, no sería del todo exagerado usar un símil médico y hablar de fallo multiorgánico: horas antes de la explosión, algún ministerio fue ocupado por manifestantes, llevados por la desesperanza de verse atrapados en un país  con una economía hundida, sin empleos disponibles,  ni capacidad fiscal para acometer políticas asistenciales que puedan aliviar las carencias vitales de las familias, que ahora se verán aún más acuciadas con la práctica destrucción del puerto comercial de Beirut, después de una detonación equivalente a una quinta parte de la bomba de Hiroshima. Tanto es así, que el ministro de Obras Públicas libanés hizo público que la provisión de alimentos se canalizará a través de un puerto libanés cercano a Siria. Los silos del puerto de Beirut quedaron destruidos en el siniestro, y los cargueros que portaban grano procedente Rusia y Ucrania no pudieron atracar tras la explosión.

De los cálculos de los principales actores concernidos en Líbano, no se escapará que permitir un aumento del deterioro social conlleva aceptar un alto riesgo geopolítico, que puede a la postre arrastrarlos a todos. Cuando en marzo Líbano entró en quiebra técnica, su Gobierno entró en conversaciones con el FMI con la vista puesta en un amplio plan de rescate. Francia había desistido en sus intentos por obtener resultados de la conferencia de donantes que organizó en 2018, debido sobre todo a las suspicacias de los países del Golfo respecto a la posibilidad de que las donaciones acaben en manos de Hizbulá, organización cuya influencia en la Administración libanesa ha dificultado hasta ahora progresar en las negociaciones del rescate del FMI. 

Sea cual sea el ángulo que elijamos para analizar los problemas de la economía libanesa, siempre veremos que el principal obstáculo es en que la economía sumergida está bajo el control iraní, por interposición de Hizbulá, que ha creado un sistema de corrupción gracias al cual se estima que desvía anualmente 1.000 millones de dólares, unos ingresos que le permiten mantener una fuerza militar paralela a la del Estado gracias a la cual determina la política exterior de Líbano.  Pero Hizbulá no es el único factor que hace intratable el problema libanés. Incluso si el miedo a que el descenso precipitado en una espiral de caos social ponga a Líbano en manos de Damasco, Teherán y Pekín, incentiva que los actores occidentales tomen carta en el rescate del país -Francia, Israel, EEUU y las monarquías del Golfo ya han hecho declaraciones en esta dirección-, llevar a cabo una reestructuración de su deuda soberana se antoja muy complicado, más allá de la condonación de los préstamos. Según decíamos anteriormente, Líbano carece recursos naturales, tampoco dispone de una reserva de divisas, y las casi 300 toneladas de oro que guarda en sus arcas tienen un valor que no supera los 17.000 millones de dólares. Su único valor real para terceros es su situación geoestratégica: el país importa el 80% de lo que consume, especialmente productos alimenticios e hidrocarburos. Su sector financiero se limita al mercado inmobiliario y a la gestión de las remesas provenientes de la emigración libanesa.  Por todo ello, no es de extrañar que los ortodoxos intentos bancarios por atraer depósitos en divisas -ofreciendo intereses elevados para financiar al Estado- fallasen en una situación de devaluación del 80% del valor de la lira libanesa y de fuga masiva de capitales. 

Así las cosas, sólo existen dos opciones realistas para Líbano, ninguna de las cuales pasa por soluciones autárquicas, ni están exentas de peajes. El futuro del país sólo puede venir de la mano de reformas estructurales que acaben con la corrupción sistémica y permitan a Líbano avanzar hacia una economía abierta (opción FMI) o consolidando el desgobierno sectario y convirtiendo al país de los cedros en un Estado satélite, con una economía de subsistencia (opción BAII). 

El pueblo libanés sabe que los problemas que le atenazan no los puede solucionar la misma élite corrupta y sectaria que los ha creado. Cuando  los problemas a los que te enfrentas son el hambre, la recogida de la basura, la falta de atención médica, el suministro de agua potable y los cortes eléctricos, las soflamas de la retórica geopolítica caen en saco roto. Con todo, lo que suceda en las calles libanesas en las próximas semanas, determinará su porvenir.