Líbano en la encrucijada

Líbano

 “El sistema político sectario de Líbano está en un callejón sin salida.” Con estas palabras finalizaba el politólogo libanés Bassel Salloukh un capítulo que escribió en 2016. Tres años después, el tiempo ha parecido darle la razón. Desde hace más de cuarenta días las manifestaciones exigiendo el fin de la corrupción y el desmantelamiento del régimen político libanés se extienden por todo el país. La terrible situación económica, con el país al borde de la suspensión de pagos, así como la negativa de los bancos a permitir retirar dólares a los ciudadanos han causado un corralito de facto en uno de los tres países más endeudados del mundo. 

La dimisión del primer ministro Saad Hariri durante el primer mes de las protestas no consiguió calmar los ánimos, pues la ira de los manifestantes no se dirige contra el gobierno sino contra la clase política en general.  En un cínico y desesperado intento por salvar la cara, los partidos libaneses han propuesto una polémica ley de amnistía que, entre otras cosas, condonaría muchos delitos de corrupción y malversación de fondos cometidos por políticos y funcionarios, además de algunos crímenes relacionados con el narcotráfico y la violencia política. Aunque la ley no ha sido aún aprobada en el parlamento debido a la presión de los manifestantes, que han rodeado el parlamento en un par de ocasiones impidiendo la votación, probablemente acabe entrando en vigor antes del final de año.

Mientras tanto, las protestas van adquiriendo un carácter menos festivo y más violento, principalmente a causa de las acciones intimidatorias de algunos matones partidarios de partidos como Amal y Hezbolá que han tratado de disolver las manifestaciones a pedradas. Todavía es difícil prever como se desarrollará la situación pues, aunque la crisis de las instituciones libanesas es evidente, todavía existen numerosas familias e intereses económicos interesados en mantener el statu quo acordado tras el fin de la guerra civil.

Los acuerdos de Taif, firmados por las principales facciones que lucharon en la guerra civil que desangró el Líbano desde 1975 hasta 1989, supusieron un nuevo reparto de poder entre los representantes políticos de las dieciocho comunidades religiosas que viven en el Líbano. Los acuerdos no alteraron el carácter sectario del sistema político libanés, vigente desde 1943, sino que se limitaron a modificaron las cuotas de asignación de parlamentarios y funcionarios públicos ―favoreciendo el surgimiento de un complejo sistema de redes clientelares intrasectarias― y a restringir los poderes del presidente o jefe de Estado maronita, que pasó a depender de presidente del parlamento chií. 

En la práctica, esto ha supuesto la infiltración de la administración estatal por parte de los partidos ―que han usado el empleo público para afianzar su poder, colocar a personas afines en puestos de responsabilidad y obtener ingresos―, así como la aparición de coaliciones electorales entre partidos de distintas sectas según sus afinidades geopolíticas, especialmente desde la retirada de las fuerzas sirias en 2006. Tenemos así a la alianza “8 de marzo”, cercana a Siria e Irán y liderada por el Movimiento Patriótico Libre de Michael Aoun ―maronita― y los partidos chiíes Amal y Hezbolá, y a la coalición “14 de marzo”, próxima a los EEUU e integrada principalmente por el Movimiento Futuro del exprimer ministro Saad Hariri ―predominantemente suní―, el PSP del druso Walid Jumblatt y los partidos maronitas Falange y Fuerzas Libanesas.

Las elecciones de 2018, las primeras en 9 años, hicieron surgir un nuevo gobierno integrado por miembros de ambos bloques. Aunque en un principio la situación parecía prometedora, especialmente tras el desbloqueo de los fondos de inversión internacional CEDRE que iban a permitir la financiación del gobierno durante los próximos años, lo cierto es que el nuevo gobierno no ha sido capaz de mejorar la situación económica del país. Los nuevos impuestos a las más diversas actividades económicas ―desde el tabaco para narguile hasta la abortada tasa a las llamadas de Whatsapp― han coincidido con la salida a la luz escándalos de malversación de fondos y corrupción, dando motivos a los libaneses para salir a la calle. Aunque algunos partidos han intentado sumarse a las protestas, los manifestantes expresan abiertamente su descontento con todas las fuerzas políticas al grito de “todos significa todos”.

El sistema libanés es resistente, pero las grietas empiezan a ser demasiado evidentes como para ser ignoradas. El sistema sectario libanés no es eterno e inevitable, sino que es fruto de la política francesa de “dividir y gobernar” durante la época del mandato (1923-1946) y del acuerdo tácito entre la élite de las comunidades religiosas antes y después de la guerra civil. Los estómagos agradecidos y las familias beneficiadas por la asignación de empleos y contratos públicos son un sector importante de la población, pero los libaneses que no se benefician del nepotismo y las redes clientelares comienzan a estar cada vez mejor organizados y a confiar menos en sus líderes.

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