COVID-19 ¿El arma biológica del siglo XXI?

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Con la aparición del COVID-19 no han dejado de salir multitud de teorías de la conspiración que afirman que este virus es un arma biológica diseminada intencionalmente desde algún laboratorio (chino o estadounidense, según quien plantee la acusación). Aunque las autoridades sanitarias han desmentido desde el principio este tipo de ideas, las posibilidades de utilizar el COVID-19 como arma biológica sigue suponiendo un riesgo si prestamos atención a los acontecimientos históricos en los que se ha utilizado las enfermedades como árbol caído sobre el que hacer leña.

Aunque no existe un tiempo definido en el que podamos concretar cuando se empezaron a utilizar las armas biológicas la historia nos ha hecho participes de diferentes épocas y contextos donde el oportunismo y las enfermedades han sido utilizadas para llevar a cabo atentados terroristas y guerras biológicas.

Ya en el siglo VI a.C los Asirios envenenaban los pozos enemigos con ergotamina, un hongo producido por el cornezuelo del centeno con efectos similares al LSD. En la misma época, los arqueros egipcios y los Escitas usaban flechas infectadas sumergidas en cuerpos descompuestos, sangre contaminada o heces. 

Stephanie Williams, enviada especial para la misión de la ONU en Libia

La literatura, griega, persa y romana pone de manifiesto como ya en los años 300 a.C. se empleaban a los animales muertos para contaminar fuentes de agua y pozos de los enemigos en sus campañas militares. 

En el siglo XIV ya era una praxis común utilizar cuerpos en estado de putrefacción contra el enemigo. Ejemplo de ello son las prácticas de los soldados tártaros, quienes tras sufrir una epidemia de peste utilizaron los cadáveres de sus compañeros contaminados como armas biológicas lanzándolos mediante catapultas hacia la ciudad de Kaffa. Los sitiados genoveses huyeron de la ciudad llevando con ellos a sus enfermos de regreso a Génova propagando la Peste Negra que azoto a buena parte de Europa Occidental, durante 6 años, liquidando un tercio de la población europea. 

En 1710 el ejército ruso atacó a los suecos en la ciudad de Reval (actual Tallin, Estonia) arrojando ropa contagiada a la ciudad. En 1797 Napoleón intentó infectar a los habitantes de Mantua (Lombardía) con paludismo. 

El conquistador español Hernán Cortes fue el primero en utilizar las armas biológicas en el continente americano, distribuyo mantas contaminadas con viruela entre los aztecas en México, táctica que también emplearía en 1532 Francisco Pizarro contra los Incas en Perú, consiguiendo así una rápida propagación del virus.

Durante la guerra de la independencia estadounidense en 1763, se produjo la contaminación intencional con cólera en el río Mississippi. La viruela fue otra de las armas biológicas más utilizadas, las tropas británicas en su lucha contra la Rebelión americana de Pontiac, distribuyó mantas infectadas de viruela como una ofrenda de “paz”. Los franceses también utilizaron la viruela como un arma contra los indígenas (en Canadá) durante esta época. 

Recuerdos de una vida como corresponsal

Durante la Primera Guerra Mundial el gobierno británico estaba dispuesto a lanzar cinco millones de raciones de alimento vacuno infectadas con ántrax almacenados previamente. Los alemanes, por su parte, ya habían descubierto, en el caso del gas mostaza y el cloro, que algunas armas no eran fiables porque actuaban indiscriminadamente volviéndose en su contra: un cambio en la dirección del viento bastaba para que los muertos por gas fueran sus propios soldados. En el periodo (1939-1945) el uso de estas armas fue casi inexistente pues había tratados que “impedían” el uso de este tipo de armamento.

Sin embargo, tanto en la Segunda Guerra Mundial como el período entre guerras se desarrollaron programas de armas bacteriológicas en varios países incluso después de la ratificación y la entrada en vigor de la Convención sobre la Prohibición de Desarrollo, y Almacenamiento de Armas Bacteriológicas (Biológicas) y Toxínicas y sobre su Destrucción (CABT) en 1975. Un gran número de Estados, entre los que cabe destacar a la Unión Soviética y Estados Unidos, pasaron a desarrollar, producir y probar agentes biológicos para fines militares.

De tal modo, el coronavirus COVID-19 puede convertirse en la nueva arma no convencional del siglo XXI. Los virus en general y el COVID en particular son unos de los agentes biológicos susceptibles de ser utilizados en armas presentando todas y cada una de las características intrínsecas necesarias: infectividad, virulencia, letalidad, patogenicidad, período de incubación, contagiosidad y estabilidad

Estos agentes se pueden clasificar en base a su nivel de riesgo en el grupo 1,2 3 o 4. El empleo del COVID-19 como arma biológica supondría un nivel de riesgo del grupo 4 al tratarse de un agente patógeno que causa “una enfermedad grave en el hombre existiendo muchas probabilidades de que se propague en la colectividad; no existen generalmente una profilaxis o un tratamiento eficaces”.

Además debemos tener en consideración que aunque se produjeran avances entorno a la vacuna del COVID-19, al tratarse de un virus de origen natural (según una carta publicada en Nature Medicine y firmada por científicos de distintas universidades de Reino Unido, Estados Unidos y Australia) todavía existe la posibilidad de que este sea mejorado, algo tan simple como elevar su afinidad con el receptor ACE2 humano por medio de mutaciones conseguidas a través de la selección natural.

 

“Del árbol caído todos hacen leña.”

“Dicen que la historia se repite, pero lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan.”

(Camile Sée)

 

Jacobo Salvador Micó Faus.

Analista en Terrorismo Internacional.

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