La Reina, la Premier y la Princesa: tres mujeres en la Historia

THE CROWN

El otoño traía anunciado uno de los estrenos más esperados de la temporada audiovisual, la cuarta temporada de la serie The Crown de la plataforma Netflix, y la expectación como viene siendo costumbre con esta franquicia se ve compensada con creces. Siguiendo la pauta de las tres anteriores, sigue cronológicamente los acontecimientos reales en que se vio envuelto el país al hilo de un relato más o menos real o realista del acontecer en los aledaños de la corona británica, de sus principales protagonistas y de sus cortesanos, e igualmente presta detallada atención a las vicisitudes del poder político lindante. La Reina Isabel II, la primera ministra Margaret Thatcher y la Princesa de Gales Lady Diana Spencer son las protagonistas absolutas de una etapa del serial en la que veremos la llegada al poder de la dirigente liberal y la llegada a la familia Windsor de la joven e inexperta aristócrata, surgirán conflictos como la guerra de las Malvinas, la invasión de Buckingham por el intruso noctámbulo, o la gira de los príncipes por Australia y Nueva Zelanda en la que Diana cimentó con su carisma la figura adorada que luego fue para los británicos. 

    El análisis sobre la inquilina del diez de Downing Street lo hacen Peter Morgan y Stephen Daldry, autores de la función, como era habitual en los anteriores primeros ministros de la serie: de una forma crítica con la figura del jefe de Gobierno, aunque esta vez con un cierto ensañamiento respecto a Margaret Thatcher siguiendo la norma de las industrias culturales que han glosado su figura en las últimas décadas. El monstruo esta vez se pone a tiro en mejor posición que nunca, y los autores de The Crown aprovechan la ocasión para dibujar a una Dama de Hierro a la que solo le falta levitar con las glorias militares y que parece disfrutar cuando habla del desastre del desempleo y la sima de las desigualdades que las islas sufrieron en la primera parte de sus mandatos. Cuando asumió el poder en 1979 tras derrotar a James Callaghan, el Reino Unido estaba sumido en una crisis económica y social de campeonato, acababa de pedir un rescate al FMI, fruto del consenso keynesiano ejercido durante las décadas anteriores por los sucesivos gobiernos incluidos los de Churchill. Cuando lo  abandonó en noviembre de 1990 (hace ahora treinta años), el paro había bajado en las islas al seis por ciento y habían nacido medio millón de nuevas empresas en el territorio británico. Pero a Morgan y Daldry no les gusta nada la frase thatcheriana por excelencia: “¡Oh, tengo un problema, el Estado debe resolvérmelo!”. La muestran como una mujer misógina, ardorosa militarista, antipática y envarada, con tendencia a la sobreactuación de la actriz Gillian Anderson y especialmente de la actriz de doblaje en España. Aunque probablemente era eso de lo que se trataba. Sus relaciones con la Reina son siempre tensas, llega a sollozar en el despacho real al referirse a la desaparición de su hijo, piloto en el rally Paris- Dakar, y no le tiembla el pulso al enviar a 30.000 militares al Atlántico sur en plena época de recesión: “No sobreviviríamos si no vamos a la guerra”. El escalpelo con que se disecciona esa relación de dos grandes figuras de la historia hurga especialmente en el perfil más débil de la mujer de hierro. 

    Lady Di es un artefacto extraño en la familia real británica. Su tendencia anoréxica obliga a los productores a advertir al comienzo de varios capítulos de que se van a mostrar en pantalla trastornos alimentarios de algún personaje, una curiosa forma paternal de cuidar al espectador para que no corra a meterse los dedos en la garganta tras ver cómo la protagonista Emma Corrin simula hacerlo como supuestamente lo hacía Diana. Acabarán saliendo rótulos que recomienden no matar a nadie en un film de asesinatos. Pero la verdadera aportación de esta temporada de The Crown está en la forma con la que dibuja en imágenes y diálogos la imposible relación de la joven princesa con el príncipe Carlos, que nunca la amó tanto como a Camila pese al cariño que tuvo por ella como el propio guión muestra claramente. La declaración y petición de matrimonio es superpuesta de forma sublime con conversaciones telefónicas de la familia real en un montaje múltiple que la convierte en una secuencia por la que merecen la pena seis u ocho temporadas de un proyecto como este. 

    “Hasta nuestros pedos son de importancia nacional”, dice el príncipe Andrew cuando su madre la Reina Isabel convoca a sus hijos por separado para apuntalar la relación familiar. Pero pese a ello, la exquisita distancia y el equilibrio con que son diseccionados todos los personajes, los ambientes palaciegos y las tramas reales que componen The Crown la convierten en la gran serie del momento y en muchos años. Sólo desentona ese sesgo a la hora de juzgar el perfil de la primera ministra, especialmente evidente en el capítulo que narra la entrada en palacio, en dos noches seguidas, del desempleado Michael Fagan, que llegó a sentarse a los pies de la cama de la Reina y a tener una conversación con ella sobre, según los guionistas, la forma con la que Thatcher estaba destruyendo la economía del país. Es el capítulo que podría haber firmado Ken Loach, porque antes de escenificar el incidente palaciego hace un repaso tres meses atrás de la horrible vida de Fagan sin empleo, abandonado por su mujer e incapaz de frenar su alcoholismo y su afición por las drogas. Loach habría hecho lo mismo con el montaje paralelo de la cola del paro a la que acude Fagan y el besamanos de la Corte con todos sus pomposos personajes, las damas con sus pamelas, esperando a saludar a Isabel II en los jardines perfectamente cuidados del palacio. Tanta impresión le causó a la soberana la charla con el intruso, que en su primera audiencia con la premier llegó a preguntarle: “¿Dónde está  la moral en nuestra economía?”. La duda es si ocurrió en realidad o es sólo la ficción con que se adorna el retazo de la Historia del que se ocupa The Crown. 
 

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