Opinión

La verdad sobre el Yak-42

César Calvar/Estrelladigital.es

Pie de foto: Imagen de familiares de las víctimas del Yak-42 recibidos por la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, en la sede del Ministerio en Madrid

Abril de 2002. Faltaba un año para el accidente del Yak-42 y en el Hotel Mustafá de Kabul las ventanas estaban cubiertas por barrotes y las puertas de las habitaciones se cerraban con candados. No había otra manera porque aquello en realidad no eran habitaciones sino celdas. Aquel establecimiento donde me alojaba por 25 dólares la noche había sido un centro de detención de los talibanes y, tras su derrocamiento, fue reconvertido para acoger a los extranjeros que llegamos para narrar la transición del país desde donde Bin Laden había planificado el 11-S y donde España acababa de desplegar su primer contingente militar.

Kabul respiraba optimismo. Los hombres se afeitaban la barba sin miedo a ser castigados, las niñas volvían a las escuelas y algunas mujeres al trabajo. Florecía el comercio y se emprendían obras de infraestructuras. Durante el día a uno le parecía que la ciudad era segura y podía ir a casi cualquier parte. Sólo los edificios fantasma, el toque de queda que prohibía transitar las calles entre las seis de la tarde y la salida del sol, y los disparos que oíamos de noche nos recordaban que Afganistán era un país en guerra.

Los afganos no habían conocido la paz desde la invasión soviética de 1978, pero sus anhelos se parecían a los nuestros: trabajo, atención médica, sistemas de alcantarillado que los libraran de las infecciones que mataban a sus hijos, escuelas, carreteras, puentes… y un entorno seguro para vivir. El despliegue de la Fuerza Internacional de Asistencia y Seguridad (ISAF), a la que España aportaba desde enero 450 soldados, permitió hacer realidad algunas de aquellas demandas y mantener un tiempo la ficción de que el país ganaba estabilidad.

Aquel lejano abril de 2002 había dos agencias españolas con enviados especiales en Kabul: Colpisa, para la que yo trabajaba, y EFE, a la que representaba Bill Myers. Juntos visitamos la base estadounidense de Bagram, que luego se haría famosa por albergar un centro de tortura de la CIA; hicimos un complicado viaje por la carretera de Jalalabad hasta el lugar donde meses atrás habían muerto acribillados cuatro periodistas, entre ellos el español Julio Fuentes; visitamos campos de cultivo de opio y dimos la noticia del primer ataque con cohetes contra la base de los militares españoles, el antiguo almacén de Camp Warehouse.

Recuerdo que en el hotel Mustafá conocí a un español que dijo ser agregado de Defensa en Kabul. Vestía uniforme militar corriente, pero luego supe que pertenecía al Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Una mañana, mientras desayunábamos, nos hizo a Bill y a mí el siguiente ofrecimiento:

–Si queréis volver a España, el miércoles vuela un avión de suministros nuestros, de esos rusos que alquilamos. Si queréis meteros podemos arreglarlo, pero os aviso que no es cómodo. Y bueno, vosotros veréis si os atrevéis a montar en un aparato de esos –enfatizó con ironía.

No subimos. No recuerdo qué hizo Bill, pero yo volví ocho o diez días después en el Hércules del Ejército que cada quince días hacía de estafeta.

Un año más tarde, el 26 de mayo de 2003, recordé las palabras de aquel sujeto al despertar en Madrid con la noticia de que un avión ucraniano alquilado se había estrellado en Turquía con 62 militares a bordo y habían muerto todos. Y ya nunca las he olvidado.

El oficio me llevaría luego a conocer todos los escenarios de la tragedia: el monte turco Pilav donde cayó el Yak-42, los juzgados donde investigaron la contratación del avión y el criminal despropósito de las identificaciones, y los aeródromos de Kabul y Manás (Kirguizistán) desde donde partieron aquellos 62 desdichados que no pudieron, como Bill y yo, elegir si querían volver en un cacharro exsoviético o esperar al siguiente ‘Hércules’.

Es vergonzoso que 13 años después, con todo lo que hemos sabido, haya quien ponga en duda que el Ministerio de Defensa que dirigía Federico Trillo fue responsable de aquel desastre por no velar como debía por la seguridad de sus soldados. La verdad del Yak-42 es que todos sabían que aquellos aviones exsoviéticos, que sólo debían transportar material y nunca personas, eran tartanas y se estaban empleando para los relevos del personal. Lo sabían los soldados, que temían más al viaje que a la misión. Lo sabía el Estado Mayor Conjunto, que había recibido 16 quejas sobre la seguridad de los vuelos y lo sabían el CNI y el Gobierno de Aznar, que siempre quiso tapar, en vez de aclarar, lo ocurrido. Todos miraron para otro lado.

Dejó constancia de ello el comandante Ripollés en un correo electrónico enviado poco antes de subir al Yak-42:

“No son aviones nuestros, sino alquilados a un grupo de piratas aéreos que en condiciones límite transportan nuestro material y personal (…) la verdad, sólo con ver las ruedas y la ropa tirada por la cabina de la tripulación, te empieza a dar taquicardia”.

Hoy todos nuestros soldados viajan en aviones seguros. Así funciona nuestro país: primero esperamos a que se ahogue el niño y después, tapamos el pozo.