Opinión

La victoria del Estado de derecho

Paco Soto

Pie de foto: Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, dos agitadores del independentismo catalán encarcelados/Efe.

Reconozco que no me gusta hacer sesudos análisis sobre la grave crisis política y social que vive Cataluña. En general, me aburre y me pone de los nervios.  Pero debo admitir que el asunto es grave, porque el conflicto afecta a Cataluña, donde en pocos días han abandonado el territorio más de 700 empresas y bancos, pero también al resto de España y al conjunto de la Unión Europea (UE). La Europa comunitaria así lo entiende, salvo algunos grupos eurófobos de la extrema derecha y la ultraizquierda y movimientos nacionalistas clásicos. Los dirigentes soberanistas catalanes se han enfrentado al no rotundo a la independencia de Cataluña de los principales países de la UE. Su situación es francamente delicada. Saben que como les ha pasado a dos cantamañanas de la agitación permanente y la propaganda goebbeliana, Jordi Sánchez, al que conozco desde los tiempos en que era uno de los jefes de la Crida a la Solidaritat, y Jordi Cuixart, un lacayo del sector de la gran burguesía catalana y catalanista, podrían acabar en prisión. O procesados por sedición y otros delitos y sin poder salir del país, como, por ejemplo, le ha ocurrido al máximo responsable de un cuerpo policial politizado y sectario como los Mossos d´Esquadra, el traidor al ordenamiento constitucional y la democracia Josep Lluís Trapero.

Pie de foto: El comisario jefe de los Mossos d´Esquadra, Josep Lluís Trapero/Antonio Moreno.

Celebro, sí, sí, celebro que el Estado de derecho español actúe y lo haga con contundencia contra una pandilla de golpistas, irresponsables y xenófobos, herederos en algunos casos de la mafia pujolista; en otros de las peores taras de un partido pequeñoburgués y racista como ERC y un sinfín de grupos, plataformas y colectivos subvencionados generosamente por la Generalitat, paranoicos y quejicas, que han hecho de la detestación de lo que consideran la vecina España su razón de ser y de vivir. Y no me quiero olvidar de los anarcofascistas de las CUP que presionan a los burgueses y pequeñoburgueses desorientados que controlan las instituciones autonómicas, gran parte de los medios de comunicación públicos y privados, el mundo educativo, casi toda la industria cultural y amplios sectores de la actividad económica. Algunos amigos y conocidos me dirán, cuando lean este artículo: “Paco, te has vuelto loco, tus posiciones son extremistas, hay que dialogar, bla, bla, bla…”. “Se equivocan ustedes. No me he vuelto loco. Durante demasiados años, yo, como muchos catalanes y españoles, he sido comprensivo y condescendiente con los que han gobernado la Generalitat. Incluso a veces cobarde. Esto se acabó. Dialogar con los que nos toman el pelo desde hace años y quieren acabar con la democracia española que tanto esfuerzo nos ha costado construir y tantos beneficios ha aportado a Cataluña, con golpistas que mienten, tergiversan los hechos y manipulan los sentimientos de una parte de la población catalana es imposible. Hacerlo sería un tremendo error”. Así de claro lo diría.

En esta crisis lamento dos cosas. La primera es que los irresponsables que quieren dirigir los destinos de Cataluña, aunque sea destruyendo el país, han engañado a muchos ciudadanos, a personas de buena fe que se han creído que Cataluña es una nación oprimida por el Estado imperialista español, y todos sus problemas son culpa de un vecino que no respeta a los catalanes. ¿Cómo España, sus instituciones democráticas, sus políticos, su sociedad, podrá convencer a todos estos compatriotas catalanes de que el cuento que les han explicado es una ficción? Una ficción peligrosa, porque puede conducir a Cataluña al abismo. No será fácil, pero más tarde o más temprano habrá que hacerlo con seriedad, inteligencia y paciencia. Mucha paciencia. Estas personas, en mi opinión, equivocadas y desorientadas, no son los enemigos de la democracia y del ordenamiento constitucional. Son compatriotas que han escogido un camino erróneo y se han equivocado de adversario. En Cataluña, su adversario no debería ser España, sino la derecha nacionalista que ha gobernado la comunidad, ha robado parte de la riqueza creada por millones de catalanes, ha recortado más que en ningún otro lugar de España en sanidad y educación, ha pisoteado la libertad de expresión y de prensa, y ha creado un monstruo identitario reaccionario comprando muchas voluntades y silenciando las voces críticas. 

En segundo lugar, lamento que frente al conflicto catalán el Gobierno de España esté en manos de unos políticos devaluados que actúan de manera chapucera, tarde y mal y siempre a la defensiva. Son unos burócratas torpemente legalistas que no tienen un proyecto de España claro, moderno, adaptado a los tiempos de hoy y atractivo; son unos personajes que no ilusionan ni a sus propios votantes y seguidores. También lamento que la oposición, especialmente el PSOE y Podemos y sus aliados periféricos, sean tan inútiles como los gobernantes nacionales. Entre pitos y flautas estamos apañados. Esto complica aún más la crisis catalana. Que Carles Puigdemont acabe en la cárcel me parecería razonable, pero esto lo debe decidir un juez y no un periodista. Yo lo celebraría, de la misma manera que he celebrado que muchos políticos y altos cargos del PP y de otros partidos hayan acabado con sus huesos en una celda por corruptos. Es un triunfo del Estado de derecho, porque demuestra que a pesar de la falta de medios y las presiones del poder ejecutivo, muchos jueces siguen haciendo su trabajo decentemente. Entiendo que esto moleste a los que, aunque se llenen la boca con la palabra democracia, ni son demócratas ni saben lo que es y cómo funciona un Estado de derecho.

Pie de foto: El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, con el ministro español de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, en un foro euromediterráneo/Efe.

Me hacen reír a mandíbula batiente personajes como el diputado del PDeCAT Carles Campuzano, un burguesito nacionalista que no ha pegado un palo al agua en su vida, cuando dicen que “en España hay de nuevo presos políticos”. Lo corroboran personajes de poca monta y nula valía intelectual como Pablo Iglesias o Gabriel Rufián. ¿Y qué? Que griten, que pataleen, que babeen de rabia al ver que, aunque tarde, el Estado de derecho empieza a hacer su trabajo. ¿Hasta cuándo? No lo sé, porque no descarto que toda esta historia acabe con un pacto infame entre Mariano Rajoy y los dirigentes de la Generalitat. A Rajoy lo veo capaz de alcanzar tal pacto. A los nacionalistas que controlan la autonomía catalana también, si finalmente se asustan al ver que la Justicia les puede mandar a prisión o tocarles el patrimonio. Cataluña no saldría ganando en esta historia; ganarían los de siempre, los poderosos que controlan el cotarro en la comunidad autónoma. Perdería el conjunto de España. Perdería la democracia. Ojalá me equivoque y Rajoy no siga por el sendero previamente trazado por José Luis Rodríguez Zapatero, José María Aznar y Felipe González. No quiero meter en el mismo saco a Adolfo Suárez, porque este valiente político que procedía del franquismo y arriesgó su vida por restablecer la democracia en España, actuó en un momento histórico muy delicado de la historia de nuestro país. Mientras, pienso celebrar cada victoria del Estado de derecho en su lucha contra un movimiento sumamente reaccionario, clasista y supremacista, además de hipócrita, como es el nacionalismo catalán. No sé lo que pasará el jueves de esta semana, cuando expire el patético plazo que ha dado el Gobierno de Rajoy al presidente felón Puigdemont. Lo que sí sé es que no pienso bajar los brazos.

Quiero acabar este artículo recordando una cosa elemental. La existencia de dos millones de catalanes, suponiendo que sean tantos, que apoyan las tesis secesionistas de la Generalitat y sus aliados, no dotan a este movimiento de una valía política y moral digna de elogios. De la cantidad no sale la calidad. Si fueran cuatro millones de catalanes los que dan apoyo a Puigdemont y compañía diría lo mismo. Hay que tenerlo en cuenta, por supuesto, y ya lo dije en este artículo, pero no valorarlo positivamente. O asustarse. El movimiento secesionista catalán, que tiene sus orígenes ideológicos en el surgimiento de un nacionalismo conservador, clasista y xenófobo en el siglo XIX, aunque tenga un gran apoyo popular, ni es democrático, ni es progresista, ni es pacífico. No lo es, no lo puede ser, porque violenta los cimientos de la democracia en Cataluña y el conjunto de España, divide profundamente a la sociedad catalana y resquebraja seriamente los cimientos de la construcción europea. En resumidas cuentas: apela a la barbarie, aunque sea con sonrisas y bonitas palabras para engañar aún mejor a propios y extraños, y aleja la civilización democrática de una Europa convulsa y afectada por varias y profundas crisis. Además es una rebelión de los ricos, o mejor dicho de una región rica como Cataluña, contra lo que los nacionalistas xenófobos consideran una España analfabeta y subsidiada que vive del esfuerzo y los impuestos de los catalanes. Cataluña y el País Vasco en España. Flandes en Bélgica. La fantasmagórica Padania en Italia. Son tres ejemplos ilustrativos en Europa de lo que acabo de decir, tres ejemplos de nacionalpopulismo profundamente clasista y reaccionario que despide un aroma preocupante, el del fascismo.