Opinión

Lenín

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“Los alemanes le utilizaron como un bacilo tifoideo”, escribió Churchill al referirse a la estrategia del Alto Mando alemán durante la Primera Guerra Mundial que permitió volver a Lenín a Rusia, desde Zúrich, en 1917 para contaminar al enemigo. Hijo de un funcionario de clase media había visto morir a su hermano en la horca por conspirar contra el Zar y preparar atentados con bomba. Desde entonces, Lenin discrepó de los marxistas por teóricos, de los socialistas por su debilidad y de los anarquistas por su frágil organización. Elaboró una teoría revolucionaria antiburguesa y asesina para tomar el poder y transformar el mundo a partir de la agitación y el terror. No hay referencia alguna sobre su humanidad. Ni detalle histórico que no destaque su convicción para utilizar cualquier medio violento para conseguir su objetivo: crear una minoría revolucionaria radical para imponer por la fuerza la destrucción del poder burgués, de las clases medias y la propiedad, y construir un partido que deshiciera la sociedad y el pasado con sangre y propaganda. Y un único líder para los bolcheviques y el Partido Comunista: él mismo, Lenin. 

Su nombre acentuado provocaba terror. Su memoria, desprecio. Pero las sociedades libres pervivieron a lo largo del siglo XX a pesar de este asesino histórico y de otras crueldades de los totalitarismos. Ni tan siquiera el proyecto de una nueva Internacional Progresista, liderada hoy por el fracasado exministro griego Varoufakis y el científico gurú de la izquierda Chomsky entre otros populistas radicales, para reactivar el frente común contra la democracia liberal aprovechando la crisis del coronavirus, ha incluido su nombre en las pancartas. Conscientes de que hacer una llamada al activismo social, tomando como estandarte a la momia del dictador, no tiene cabida en los escombros y recuerdos de Europa y del mundo, que vagaron por las sombras de la tiranía comunista tanto tiempo como las sociedades libres han caminado por las calles del progreso. 

Algunos profetas, moralmente envilecidos y aislados, pueden equiparar la Agitprop bolchevique con las algaradas de los movimientos radicales actuales. Pero no son la misma cosa. La estrategia leninista conducía a la muerte, mientras que la actual aún no tiene destino definido. La pobreza, el fracaso y la represión, si acaso, en experiencias como la venezolana. Lenín tomó el poder maniobrando con decisión en una Rusia vapuleada por la guerra y el hambre. Reclamó mayor libertad de prensa para nacionalizar los medios de comunicación y ponerlos bajo el control del panfleto bolchevique Pravda. En pocos días entre noviembre y diciembre de 1917, monopolizó la actividad de la banca; nacionalizó las empresas; creó un nuevo código de leyes aplicable a los tribunales revolucionarios; suspendió el pago de dividendos; abolió los rangos militares y finalmente creó la policía política, la cheka, para fusilar a cualquiera que pudiera ser considerado burgués, 50.000 rusos antes de 1920. Su gestión económica en torno a las granjas colectivas, que nunca repartieron la tierra entre los campesinos, fue calamitosa. Las purgas, contantes, fueron a partir de entonces el instrumento de su sucesor Stalin para reprimir cualquier atisbo de libertad o crítica. En Rusia, en la Unión Soviética y en cualquier grupo afín o estado satélite incorporado al nuevo paraíso en proceso de construcción.  

Recordar la revolución bolchevique significa reencontrarse con la inmoralidad. Miles y millones de personas a los que el comunismo iba a sacar del hambre, perdieron la vida y la libertad en el siglo donde los totalitarismos sucumbieron. Lenín fue el primero y uno de los más grandes tiranos modernos. Un exponente de la mentira de masas con la que los propagandistas de entonces sometieron a las sociedades indefensas y poco preparadas para resistir la presión de la falsedad y el crimen. Su nombre acentuado, aún provoca desprecio.