Libia, con guerra y virus

El mariscal Jalifa Haftar

Libia no es el único país donde la guerra continúa sin importar la incidencia que pueda tener el coronavirus en la población civil. Pero sí es un punto estratégico para que los intereses cruzados de multitud de actores prevalezcan ante la necesidad de prevención y atención sanitarias para enfrentar los duros efectos de la pandemia. La intervención turca ha contribuido a empeorar la situación con el envío de mercenarios sirios que son adiestrados en campos de entrenamiento del sur de Turquía, así como de efectivos de sus Fuerzas Armadas y todo tipo de armamento. 

Los drones turcos se han convertido en una de las mejores armas que utilizan las fuerzas que tratan de evitar la caída de la capital, Trípoli, en manos del Ejército Nacional libio (LNA), encabezado por el mariscal Jalifa Haftar. Este enclave y la ciudad de Misrata son los últimos objetivos que le quedan al mariscal Haftar para controlar todo el país frente al Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), liderado por Fayez Sarraj, apoyado por diversas milicias paramilitares, algunas de ellas relacionadas con organizaciones terroristas. 

La ofensiva que inició hace un año el mariscal Haftar para completar su control total del país, ahora tiene bajo su mando el 85% del territorio libio, incluidos los principales pozos de petróleo y los centros de refino y comercialización, se ha visto contrarrestada por los efectivos turcos, donde los drones tienen un protagonismo especial junto con los sistemas antiaéreos. En medio de ataques y contrataques, la población civil sufre los intensos bombardeos junto con el miedo a que un brote de coronavirus empeore aún más su situación. Según las zonas, las casas sufren cortes de electricidad, con lo que los frigoríficos dejan de funcionar y se estropea la comida y cortes del suministro de agua con lo que la higiene deja mucho que desear. Las consecuencias podrían ser desastrosas porque los hospitales y centros de asistencia ya están saturados por los efectos de la guerra. Se han establecido medidas restrictivas por el coronavirus que tienen el efecto negativo de impedir el acceso de ayuda humanitaria y el movimiento del personal médico. 

Las iniciativas de alto el fuego o las reuniones en Suiza o Berlín buscando una solución política entre las partes no han tenido éxito. Los acuerdos alcanzados en la localidad marroquí de Skhirat en 2015 han sido superados por la cruda realidad. Hace pocos días, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente francés, Emmanuel Macron, expresaron su preocupación por el empeoramiento de la situación en Libia por la injerencia extranjera. 

Sin embargo, cada potencia extranjera pretende salvaguardar sus intereses en Libia que se centran, principalmente, en un petróleo de alta calidad y escaso coste de extracción y en la bolsa descubierta en el Mediterráneo y que enfrenta al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, con los países de la región. La necesidad de acabar con el caos en Libia tiene otro punto acuciante: acabar con un estado fallido donde las mafias del tráfico de personas, armas y drogas campan a sus anchas financiando a las milicias terroristas de la región. 

El coronavirus ha obligado a casi todo el mundo a suspender casi todo tipo de actividad que no fuera la lucha contra la pandemia. Incluso las misiones internacionales se han visto afectadas, en diversas zonas como en el Sahel donde los contagios sufridos han provocado una disminución de efectivos y de tareas. La realidad es que los grupos terroristas no cesan en sus planes de causar daño y muerte. 

Entre otros grupos terroristas, miembros de Daesh aprovechan la coyuntura para intentar reorganizarse, no solo en Irak o Siria, sino también en la zona del Sahel y controlan las rutas que utilizan las mafias para desplazar a los inmigrantes subsaharianos hasta Libia, donde en diversos puertos y con los sobornos adecuados, el sueño de miles de seres humanos termina en el fondo del Mediterráneo. En Libia, a los europeos no solo debe importarnos el petróleo.  

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