Opinión

Los grandes centros de poder se tambalean

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Puede ser un espejismo, por fortuna pasajero, pero la inestabilidad internacional – no hablemos de las nacionales – se tambalea. A los conflictos ya crónicos de Siria, Yemen o las guerras locales en el África subsahariana, ha venido a sumarse el enfrentamiento inexplicable entre la agredida Ucrania y la agresora Rusia. Lo peor, por encima de este balance deprimente, está incluso la imagen de que también entre las grandes potencias, militares, económicas o incluso religiosas, las perspectivas para el próximo futuro son preocupantes.

Podemos empezar por los Estados Unidos, la superpotencia mundial que de un tiempo a esta parte no ceja en mostrarse tan endeble como las más modestas repúblicas del Tercer Mundo. Tras el paso destructor de Donald Trump por la Casa Blanca, los problemas que estallaron en la retirada de las tropas en Afganistán – que tanto recuerda la de Vietnam – pasando por e bochorno -- ¿quién lo diría? – y de un bochornoso intento de golpe de Estado al estilo “tejeriano”, del cual la sociedad aún no se ha recuperado, la normalidad política se halla alterada.

El caos que ahora impera en el Capitolio, donde primera vez en décadas los republicanos, que consiguieron ser mayoritarios en la Cámara de Representantes, se mostraron incapaces de elegir a un presidente hasta el agotamiento; después de catorce votaciones infructuosas, no fue hasta la decimoquinta cuando consiguieron elegir a McCarthy como presidente. Las votaciones, intercaladas por negociaciones infructuosas, se repitieron una tras otra reafirmando el fracaso de la división que dejó detrás la sombra demagógica del expresidente Donald Trump que sigue empalideciendo la vida democrática bajo aquella amenaza de “después de mí, el diluvio”.

Tampoco en China, que con tanto ahínco intenta hablarle de tú a tú rivalizando como superpotencia a los Estados Unidos, las cosas están tan tranquilas como dejó entrever el reciente congreso del Partido Comunista donde la reelección de Xi Jinping ha desencadenado algunas dudas que se han venido agravando con el descontrol con que continúa azotando la pandemia del coronavirus. Durante algún tiempo se impuso la creencia de que el virus había surgido allí, desde los deficientes fallos de seguridad de un laboratorio. No se confirmó el rumor, pero sí que la pandemia continúa asolando a muchos de los 1.300 millones de habitantes con los que cuenta el país. El hermetismo habitual, típico de los regímenes comunistas, no proporciona cifras de muertos ni mucho menos encuestas del desconcierto que existe entre las familias que no entienden que la riqueza que reflejan las estadísticas macroeconómicas no les llega a ellos. Las amenazas contra la isla de Taiwán -- una válvula de escape de otros problemas -- a menos de 200 kilómetros del continente, constituyen un preludio de una guerra de proporciones inimaginables.

En Rusia, que ya no es una gran superpotencia, aunque lo pretende, la guerra provocada contra Ucrania está causando la frustración para unos, las dificultades económicas para casi todos, y el final del protagonismo de Vladimir Putin, como la gran promesa de que las ambiciones de recuperación imperial que venía propugnando, cada día que pasa se vislumbran como más frustrantes y dolorosas. El patriotismo naufraga cuando empiezan a circular cifras de muertos en combate y precauciones para que los entierros de los soldados muertos no tengan un eco que contribuya a agrandar el desánimo colectivo.

Por aquí, más cerca, en la Unión Europea que es lo que más ilusiona y nos afecta a todos, tampoco la política y la economía, que van paralelas, ofrece muchos motivos para el optimismo. Los problemas se acumulan en Bruselas y otros se enrarecen por la actitud destructiva de la unidad que muestran algunos países, partidarios de recibir más que de aportar, con líderes al frente como Víctor Orbán, el aspirante a destructor de lo que los padres fundadores consiguieron hace 70 años. Quizás, opinan algunos, haya que cortar por lo sano y dar vacaciones a algunos miembros para que reflexionen y cambien de actitud. La puerta que dejó el Brexit sigue abierta.

La Iglesia es un mundo aparte, más calmado y proclive a las reyertas espirituales que materiales. Pero el Vaticano, donde se concentra la administración de la fe y el poder espiritual, también bulle entre diferentes – y a su manera enfrentadas – criterios y maniobras en la gestión de las decisiones que, si no afectan a la fe, si la someten a pruebas y ejemplos que acaban amenazándola. La inmediata publicación del libro que escribió el arzobispo ayudante del fallecido Benedicto XVI, en el que se asegura pasa algunas facturas delicadas a los adversarios, es esperada con mucha preocupación. 

En la Ciudad Santa, quien más quien menos opina que los nuevos tiempos requieren cambios, pero son pocos los que coinciden en el calibre que necesitan. Mientras unos opinan que hay que dar acceso al sacerdocio a las mujeres y que los curas puedan casarse, igual que ocurre en otras ramificaciones cristianas, hay quienes ven la proyección de la Iglesia  hacia el futuro que marcan las nuevas tecnologías y modernas costumbres, recuperando el latín como el idioma oficial para la Liturgia.